5 de febrero de 2019

Rorty o el pragmatismo solidario

Otra interpretación ética vigente en nuestros días es la propuesta por Richard Rorty. Si desde el racionalismo crítico (que vimos hace unos posts, concretamente aquí) se abogaba por el ejercicio crítico de la razón como aval del progreso ético, este autor aboga por un enfoque solidario del pragmatismo (iba a decir por una solidaridad pragmática, pero creo que es más exacto una lectura solidaria del pragmatismo). Vamos a verlo.

Rorty es crítico con esa pretendida superioridad del filósofo de tradición clásica el cual, a modo de ‘rey filósofo’, pretende decir a las demás disciplinas cuál es su lugar. Frente a ello, Rorty entiende que, si todas las disciplinas del saber no se sitúan en un mismo ámbito de diálogo y de discusión, la misma noción de racionalidad será puesta en entredicho. El punto del que parte Rorty es no la pretensión de llegar a una meta común, sino el dato de que estamos todos situados en un lugar común, a saber: la sociedad, la vida. Si sólo se está pendiente del objeto al que se aspira, se puede olvidar dónde se está y con quién se está; cuando esto último es lo fundamental, en su opinión. De ahí su interés por la solidaridad, en detrimento de la objetividad. Esa verdad objetiva situada en un plano ahistórico no existe en ningún lado; por ello, lo moral es aquello que es justificable en el contexto social en que se esté. El hombre es un ser contingente y, como tal, su aspiración a una verdad objetiva e inmutable es una ilusión, cuando no una contradicción. Frente al dogmatismo de una afirmación central, el pragmatismo y la solidaridad de un ser contingente sin apoyo metafísico.

¿Cuál es, entonces, la referencia según la cual podamos calificar como buena a una acción, o como verdadera a una afirmación? En el pensamiento de este autor, ambas serán cuestiones derivadas de la práctica social. A su modo de ver, en la medida en que todo individuo nace en una comunidad concreta y en un tiempo concreto, sólo puede ‘entenderse’ con los miembros de dicha comunidad, ya que sólo con ella comparte los supuestos para poder hacerlo. No habría modo, pues, de superar el etnocentrismo. De hecho, para Rorty lo importante no es superar el etnocentrismo, sino ‘encajar’ lo más adecuadamente en el seno de la comunidad propia, abandonando la idea de que existan principios morales previos a la vida humana considerada fácticamente. De lo que se trata es de conseguir el mayor acuerdo intersubjetivo que se pueda alcanzar, conseguir el mayor ‘nosotros’, sin cabida a ninguna pretensión universalista: nos movemos únicamente en términos locales. «Ni el hombre nouménico, ni la comunidad ideal de comunicación son posibles: sólo lo es a la propia comunidad y el ‘nosotros’ conseguible», nos explica la profesora Cortina.

Desde este punto de vista, no es posible fundamentar ningún tipo de tradición moral en ninguna comunidad política, pues ello iría en detrimento de su intrínseca facticidad. Así, el filósofo moral ya no es ‘rey’, sino que es ‘siervo’ de la tradición democrática en que se sitúa, la cual progresa a base de consensos articulados bien mediante tradiciones morales, bien mediante tradiciones religiosas.

El filósofo ya no tiene que tratar de ‘conducir’ moralmente a la sociedad democrática, sino sencillamente de comprender e interpretar lo que en ella se da: su papel es sobre todo sintetizador, un mero interpretador que contribuye al entendimiento solidario de los distintos grupos existentes en el seno de la sociedad.

No cabe duda de que dicho planteamiento da que pensar, cuanto menos. Rorty se sitúa muy bien en la contemporaneidad (occidental), y hace una crítica interesante a las morales dogmáticas, crítica que hay asumir y superar en su caso, lo que sin duda repercutirá en un crecimiento y en una maduración. Quizá el error más lacerante de este enfoque no haya que buscarlo por ahí, sino en el determinismo al que —según él— se ve sometido cualquier individuo, por el hecho de haber nacido en una determinada sociedad. Es evidente que esto es un hecho (el haber nacido en una determinada sociedad), pero ya no lo es tanto el que ese hecho determine todo aquello que podamos hacer o pensar. Que nos condiciona, hoy en día es evidente; que nos determine, ya no tanto. Porque no estamos hablando aquí de un etnocentrismo como tal, el cual se refiere a la raza, a la cultura en todo caso; de lo que habla Rorty es de un ‘etnocentrismo social’, propio de comunidades sociales inferiores, más locales, en relación a las que tradicionalmente cabría incluir en el concepto de etnocentrismo. ¿Es cierto eso? ¿Nunca podremos salir del cuadro de coordenadas marcado por nuestra tradición, por nuestra clase social, por nuestra comunidad original? Quizá, como dice la profesora Cortina, quien es presa de este tipo de etnocentrismo no sea más que un ‘débil mental’, «porque cuantos tienen capacidad reflexiva —o competencia comunicativa— trascienden inevitablemente los pueblerinos lindes del contexto en que nacieron, incluso para elegir ‘su’ tradición».

Una lectura de este etnocentrismo localista, puede hacer que se recaiga de nuevo en ese tipo de realeza que al principio era criticado, en el sentido de que, de lo que se trata, en definitiva, es de expandir nuestra tradición social solidaria hacia el mayor número de adeptos porque, a la postre, ‘mi tradición occidental es la mejor, mi modo de vida es superior’. Por eso quiero expandirla, y no me planteo salir de ella. La cuestión pasa por plantearse en serio si el hecho de que se consigan ‘adeptos a mi causa’ es criterio suficiente para asumir la bondad de una acción moral. El hecho de asumir una conducta en la vida de uno no indica para nada que esa conducta sea una conducta buena, siquiera para mí. Muestras hay sobradas de ello. ¿Puede ser el consenso un criterio adecuado? Que muchos hagan algo no implica que sea bueno; quizá sea porque eso es bueno que lo hacen muchos.

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