16 de abril de 2019

Tomás de Aquino y los orígenes de la ciencia moderna

En la Facultad de Teología de Valencia se inauguró recientemente una cátedra dedicada a Santo Tomás de Aquino, para conocer a fondo su pensamiento, así como para analizar qué puede aportar en la actualidad. Como dijo Martín Gelabert, «la cátedra no quiere hacer arqueología, sino situar a santo Tomás históricamente, en su contexto propio y en sus posibles prolongaciones en nuestro contexto actual». No es extraño que esta cátedra se abra en esta facultad, pues en ella la Orden de Predicadores tiene mucho peso.

Por suerte o por desgracia, la figura de este pensador, así como la de tantos otros pertenecientes a esa época conocida como Edad Media, es tozudamente desconocida, cuando no ignorada por los intelectuales de nuestra época, y el caso es que se pueden encontrar verdaderas joyas entre sus textos; uno sólo tiene que acercarse a ellos para comprobarlo, exactamente igual que ocurre con autores de otras épocas y de otros contextos, ni más ni menos. A nivel personal, en alguna de las asignaturas que imparto empleo textos suyos. Hay uno que me parece especialmente interesante: el que dedica a la verdad: en él se hace eco de problemas y de cuestiones que permanecen totalmente abiertos en la actualidad. Evidentemente, lo hace desde la postura realista, desde esa confianza de que el ser humano puede conocer la realidad tal y como ella es; pero no por ello dejaba de hacerse cargo de la dificultad intrínseca a esta tarea, interrogantes que hoy en día nos planteamos desde la hermenéutica, semántica o epistemología, por poner algunos ejemplos. La verdad es que Tomás de Aquino fue un verdadero revolucionario de la época, lo que le supuso más de un contratiempo.

Pero bueno, no quería hablar hoy de ello, sino de dónde situar el conocimiento, en su opinión. Me he apoyado para ello en el discurso que el dominico Michal Paluch realizó en el acto inaugural de esta cátedra, al cual he podido acceder gracias a la traducción realizada del inglés original por mi amiga Amparo, ya que no pude asistir. Sabido es que Platón acuñó su teoría de la anamnesis para dar explicación a esta cuestión, según la cual el conocimiento era innato en todas las personas, siendo la tarea del maestro actualizarlo, ‘despertarlo en el alma del estudiante’. San Agustín fue quien dio entrada a este enfoque en la tradición cristiana, manteniendo el esquema, pero modificando su fundamento, que pasó a estar en el Verbo. Decía el obispo de Hipona que es gracias a la Sabiduría Eterna que poseíamos en nuestro interior la verdadera sabiduría humana, de modo que el maestro lo único que podía hacer era ayudarnos a sacarla. Es fácil percibir aquí ecos de la mayéutica socrática. Así, «el acto más completo de adquisición del conocimiento es la contemplación interior por la cual, Cristo, el maestro divino, nos otorga su luz», explica Paluch.

Este esquema, desde sus orígenes en la Grecia clásica, perduró en Europa hasta poco después del primer mileno. Tomás de Aquino modificó sustancialmente este modo de entender el conocimiento. Sigue a Agustín en la presencia del divino maestro en el acto gnoseológico; se distancia de él en la dirección que se debía adoptar en dicho acto. En referencia a esta segunda cuestión, Tomás subrayaba de modo más preciso la necesidad de contar con la realidad externa ya que —para él— el conocimiento no se alcanza mediante la activación de lo que ‘ya’ poseemos de modo innato. Esto le obligó a replantear la primera cuestión: la presencia divina había que buscarla entonces en otro momento del conocimiento. ¿En cuál? Pues en nuestra capacidad de conocer, en la ‘luz intelectual’, la cual no puede sino recordarnos al ‘intelecto activo’ aristotélico. Lo que poseemos de modo innato no es el conocimiento, sino aquello que nos habilita y capacita para conocer, los primeros principios a partir de los cuales nuestra inteligencia puede ‘iluminar’ la realidad a nuestro alrededor.

Ésta es la chispa divina en nosotros, sentando así la base de nuestro conocimiento. La posibilidad de que podamos conocer la realidad, viene de que poseemos la capacidad para hacerlo.

La diferencia con Agustín estriba en que, según Tomás de Aquino, el intelecto activo no tiene tanto que iluminar nuestro interior como el exterior, la realidad, el mundo; «contiene en sí mismo una especie de marco para recibir todo conocimiento (los primeros principios) pero es sólo a través del contacto con el mundo exterior como nuestro conocimiento puede crecer y desarrollarse». La adquisición del conocimiento no se consigue entrando dentro de nosotros, sino volviendo al mundo externo. Lo que nos propicia el ser divino no es ya el conocimiento, sino una capacidad que nos permite, desde él, iluminar la realidad en torno.

Como muy bien vio Etienne Gilson, este giro fue fundamental en la tradición gnoseológica occidental, pues atender a la naturaleza ya no era algo accesorio al conocimiento, sino algo que se debía realizar necesariamente, abriéndose así el desarrollo de las ciencias experimentales, desarrollo que no tardó en dar comienzo y que cristalizaría en la ciencia moderna.

4 comentarios:

  1. Desde luego que es una atractiva perspectiva, máxime cuando nunca sabemos muy bien qué es interior y qué exterior, pero desde luego parece necesario salir del egotismo para descubrir algo nuevo. Me he permitido compartir la entrada en un grupo de facebook al que sería un honor contar con las entrada que quisieras compartir. Afectusos saludos Alfredo.

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