12 de marzo de 2019

Balbucear no es cosa sólo de niños

Una de las maravillas del funcionamiento de nuestro cerebro es el sencillo hecho de recordar algo, de recuperar un sencillo recuerdo de nuestra memoria. ¿Qué ocurre cuando queremos recordar algo que hemos hecho anteriormente? Pensemos en cualquier cosa, la más nimia: que hemos bebido un vaso de agua. A poco que nos fijemos, nos daremos cuenta de que, seguramente, hemos hecho esa acción —digamos— mecánicamente, sin pensar en ella. La hemos hecho, y ya está; nos hemos acercado a la nevera, hemos llenado un vaso con agua, nos lo hemos bebido, y ya está. Seguramente hemos hecho esa acción pensando en otra cosa, en lo que hemos de hacer después, cuando salgamos de casa, y no hemos hecho todos esos movimientos conscientemente. Pero, cuando la recordamos un rato después, cuando la pensamos, ese mismo hecho aparece configurado verbalmente, recubierto de palabras. El recuerdo supone así una transformación, un tránsito desde un acto eminentemente experiencial a un acto pensado, expresado o expresable mediante palabras. A nivel cerebral, este tránsito es espectacular, pues nuestro cerebro no almacena los recuerdos verbalmente, sino experiencialmente, conductualmente. Algo que hemos hecho o que ha sucedido en nuestro entorno, no aparece primariamente almacenado sino como una conjugación de combinaciones neurales, y así se guardan en nuestro cerebro, bien mediante nuestro aprendizaje perceptivo, estímulo-respuesta o motor. Y está ahí, en nuestra memoria, la cual es primariamente de carácter experiencial, de procesos vividos. Sólo cuando queremos recuperar dicho recuerdo, aparece su expresión verbal; sólo cuando lo queremos decir o comunicar (a nosotros mismos o a otros) revestimos de palabras esa experiencia no verbal.

¡Cuántas veces hemos dudado de qué palabras elegir para comunicar una experiencia! A menudo no hemos encontrado la palabra adecuada, no sabíamos cómo decirlo… Una situación similar es la que acontece en nuestra etapa infantil, cuando estamos aprendiendo a hablar. «Balbucea el niño y balbucea también el que expresarse no sabe, y el que no acierta a hablar», dice Rof Carballo. El que balbucea sabe muy bien que quiere decir algo, e incluso lo que quiere decir, pero ello a la vez permanece como velado, asoma un poco allá a lo lejos, solo podemos vislumbrarlo de modo incierto. Cuando dudamos en este proceso, cuando no sabemos qué palabra emplear, ¿no balbuceamos como hacen los niños?

Cualquiera que quiera escribir bien, o comunicar bien, sabe que su tarea es un balbuceo. Y, a menudo, no sabemos muy bien por qué hemos elegido definitivamente una palabra y no otra; seguramente entran en la decisión determinaciones que van más allá del significado ‘de diccionario’ de dicha palabra; entran en juego determinaciones no conscientes, seguramente aquellas mediante las cuales tratamos de dar con su sentido originario, con todo aquello olvidado pero que estaba presente en el balbuceo primordial en el que las palabras comenzaron a crearse.

En el balbuceo, el niño tiene ante sí todo un mundo de experiencias entretejidas que dotan a su existencia de una continuidad temporal y espacial, desde sí mismo con el mundo. En su inseguridad se encierra una riqueza viva, una experiencia presente. El lenguaje articulado nos ofrece seguridad, pero precisamente por eso no deja de ser una reducción del mundo, una esquematización. La palabra ¿bien definida? supone cierta violencia, es normativa; nos ofrece seguridad, pero delimita bien los objetos, recluye la realidad en su esquematismo conceptual, «gracias a ella los objetos del mundo exterior se vuelven más objetos, trozos de existencia bien delimitados, con contornos precisos». Antes que para comunicarnos con otro, la palabra sirve para dejar de tener miedo.

Por ello la palabra supone un tijeretazo a la riqueza y viveza del mundo infantil el cual, a diferencia del mundo del adulto, se caracteriza por su continuidad, en el seno de la cual la diferencia entre sujeto y objeto está difuminada. Pero el caso es que ese mundo experiencial subyace también en el adulto, solo que está olvidado, remendado, sustituido por el mundo de las palabras. Por mucho empeño que pongamos en que nuestras frases expresen esa dimensión originaria, siempre son insuficientes; digamos lo que digamos, aquello que queremos decir siempre es más, siempre queda como un trasfondo que sí, podemos abarcarlo de un golpe con la mirada, pero que al decirlo se nos escurre rodeado de cierto halo de misterio.

Por este motivo todo hombre adulto ha de tener algo de poeta, para poder recuperar ese mundo olvidado en nuestra infancia, por ser demasiado adultos. Al tomarnos demasiado en serio, hemos reducido el mundo y su experiencia a etiquetas y categorías, para desenvolvernos en una vida que a la postre resulta empobrecida. Hemos perdido una mínima sensibilidad que nos permita ver en cada palabra cierta tensión hacia lo que ella no puede decir pero que permanece oculto debajo de ella. Eugenio d’Ors decía que las palabras son como antenas que nos ayudan a percibir mundos olvidados, cuando somos conscientes de que en una palabra es más relevante lo que se deja sin decir que lo que dice, como también decía María Zambrano. Lo único que nos queda de esos mundos olvidados, muy presentes en el balbuceo infantil, son los rescoldos temblorosos en nuestros cristales bien tallados que son las palabras del adulto. Bajo estos témpanos aislados y yuxtapuestos hay un mundo que no acertamos a ver, un mundo sobre el cual navegan y en el cual, algún día remoto, nacieron. Un mundo que se nos antoja remoto más allá de ‘toda ciencia’, como dice san Juan de la Cruz en su experiencia contemplativa, ante la cual él mismo confiesa que se quedó ‘balbuciendo’. Sólo cuando aprendamos a balbucear de nuevo habremos comenzado a atisbar siquiera la riqueza que allí se esconde, sólo cuando aprendamos de nuevo el sentido de las palabras.

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