Cuando uno toma cierta distancia y observa la actualidad social, se da cuenta de que lo que prima es un orden que no sólo es diferente, sino que mina los cimientos sobre los cuales surgió nuestro modelo. Quizá el problema más lacerante que padecemos hoy en día es la falta de cohesión, generándose a la vez una expansión exagerada del individualismo, tanto a nivel personal como grupal. Se potencia lo particular, en detrimento de lo social; lo tribal, en detrimento de lo general. En definitiva, el aprovechamiento próximo, en lugar de la responsabilidad colectiva. Nos mostramos cuanto menos extraños entre nosotros, con frecuencia enfrentados, recelosos, a la defensiva.
No mucha gente se siente cómoda en estas circunstancias; puede aceptarlo más o menos, puede asumirlo como un mal inevitable, lo cual es muy distinto de sentirse a gusto con ello. Nos gustaría vivir más allá de estas fronteras que nos encierran en una vida mediocre, pero no sabemos cómo. Es común buscar soluciones, pero quizá se hagan desde una miopía social y un cortoplacismo recalcitrante; se mira al futuro, sí, pero en el mejor de los casos suele ser un futuro miope. Somos incapaces de mirar un poco más allá; cuando aquello que somos, para bien o para mal, no lo somos por obra de un día, ni de una generación… y la solución a nuestros problemas tampoco. Es preciso preguntarse no lo que va a pasar mañana, ni dentro de cuatro años, ni de cincuenta… es preciso pensar mucho más allá, pensar en las consecuencias que nuestras decisiones pueden tener para todos, incluyendo a nuestras generaciones futuras. Aunque presupuesto de todo ello es una inquietud personal.
Estamos en una sociedad del ‘bienestar’; a poco que echemos
un vistazo a nuestro alrededor, a otras culturas, a otros continentes, nos
daremos cuenta de que somos efectivamente unos privilegiados. Y estamos tan
acostumbrados a ello, que no sabemos valorarlo. En lugar de trabajar duro por
mantener un estado de vida que cada vez es más excepcional en el mundo, nos atascamos
en minucias egocéntricas en las cuales empeñamos nuestras vidas.
«Vivir es habitar el mundo, ciertamente; pero solemos
vivirlo medio dormidos, como niños que no toman en serio ni para qué hacen las
cosas ni qué se proponen, y que, sobre todo, ni tienen idea clara de qué
piensan y de qué están ya aceptando como verdadero sin haberlo comprobado
personalmente».
Esta frase del profesor García-Baró tiene mucha enjundia; la
equiparación de los ciudadanos occidentales con ‘niños’ no puede ser más
acertada. El individuo occidental es un niño mimado que dedica su vida a ridiculeces,
porque en el fondo no ha crecido. No nos tomamos en serio las cosas, ni para
qué las hacemos, ni en el fondo qué nos proponemos con ellas. Ni siquiera sabemos
muy bien lo que pensamos. Nos ‘creamos’ problemas, enfrentamientos con personas
que no conocemos sencillamente para sentirnos vivos, cuando si fuéramos capaces
de relativizar las cosas seguramente les daríamos un abrazo, o si tuviéramos
necesidad de ellos no dudaríamos en pedirles ayuda. Vivimos a base de clichés
ideológicos que no sabemos muy bien lo que significan, porque no los hemos
experienciado, no los hemos vivido, no son nuestros. Vivimos, pensamos,
actuamos, según nos dictan… incapaces de decidir por nosotros mismos. Nos
vendemos por un mendrugo de pan. Y pensamos que somos libres.
Nos creemos que somos dueños de nosotros mismos porque somos libres, porque podemos hacer lo que queramos. Pero eso es una visión cicatera de la libertad, desde la cual prescindimos del otro y de lo otro: no nos preocupa más que nuestra vida. Y, ¿es esto así?, ¿nuestra vida es sólo nuestra? Está claro que es nuestra, pero ¿sólo nuestra? Yo creo que no. Desde el momento en que venimos a la existencia, incluso antes, desde el momento en que somos concebidos, dependemos de otros y de nuestro entorno. El ser humano nunca es un ser aislado (¡ningún ser lo es!), y su yo sólo es en la medida en que es junto con el entorno que le rodea y junto con las cosas que le suceden. Somos seres relacionales, y no podríamos subsistir ni un segundo sin el aire que respiramos, sin el suelo que pisamos, sin el otro que nos cuida. Del mismo modo que todo lo que no es yo permite y posibilita mi existencia, ¿no debería ser el fundamento de mi existencia cuidarme yo y a la vez cuidar de lo que no soy yo?, ¿no es responsabilidad mía tanto yo mismo como lo que no soy yo? Me planteo hasta qué punto es legítimo el uso de una libertad que no vaya en beneficio de todo lo que existe, incluido yo mismo, sí, pero también los demás y lo demás. Del mismo modo que nuestras vidas no son sólo nuestras, sino que son un poco de todos en la medida en que gracias a ellos vivo, las vidas de los demás tampoco son sólo suyas, sino que son un poco mías también, en la medida en que gracias a mí viven. Eso es la libertad: no una ‘libertad de’ para hacer lo que se me antoje, sino una ‘libertad para’, una libertad desde la que podamos responsablemente y mirando más allá de nosotros mismos (también con nosotros mismos) contribuir a la mejora social.
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