29 de enero de 2019

Toda percepción no es emoción

Ya estuvimos viendo la semana pasada la diferencia existente entre la sensación y la percepción. Veíamos que ya en la sensación había un momento relevante de aquello que pone el sujeto: partiendo de nuestra sensibilidad, no reproducimos ‘exactamente’ nuestro entorno, fotográficamente, sino que, en la imagen que nos hacemos de él, interviene de manera activa aquello que ponemos nosotros; o, por decirlo de otro modo: aquello que sentimos de nuestro entorno está mediado por las ‘posibilidades’ que brindan nuestras estructuras fisiológicas y cognitivas. Veíamos también que en la percepción podíamos establecer un momento cognitivo más relevante; con ello no se quería decir que en la sensación no hubiese ese momento cognitivo, sino tan sólo incidir en el hecho de que en la sensación prima más el momento fisiológico (por decirlo así), mientras que en la percepción hace lo propio el momento cognitivo, el cual posee un mayor peso. La percepción se podría describir, pues, como el proceso fisiológico dotado de cierta significatividad para el individuo; significatividad que tiene que ver con dicha elaboración cognitiva.

Pues bien, nuestra sensibilidad no se queda en la sensación y la percepción, sino que va más allá: un modo de experienciarnos que podemos denominar afectivo, el cual no se puede reducir a estas dos dimensiones que hemos comentado. Tiene algo de propiocepción, pero no se puede reducir a ella. De hecho, podemos hacer esta distinción: una cosa es percibir algo, y otra cosa es el estado afectivo que me pueda generar esa percepción. Uno muy bien puede percibir una escena, y quizá tal vez permanecer indiferente, o quizá experimentar miedo, o alegría… ¿Qué es lo que ha ocurrido?

Ahora mismo, podemos estar percibiendo cualquier cosa, mirando distraídos por la ventana, por ejemplo. Vemos muchas cosas (coches, personas, edificios, árboles…), pero permanecemos indiferentes, tranquilamente. De repente, vemos algo que se encuentra al lado de la ventana, algo negro. No le prestamos demasiada atención. Esa ‘mancha negra’ da un pequeño salto y se sitúa sobre la mesa. Es una pequeña araña. Nos da asco, damos un pequeño brinco y nos alejamos de la mesa. Pero quien estaba a nuestro lado, la coge y la pone en el alfeizar de la ventana para que siga su camino. Si nos fijamos, en ese momento no sólo hemos percibido a la araña pues también hemos percibido muchas más cosas, pero el caso es que ha sido esa percepción en concreto la que nos ha sacado de nuestro estado inicial de reposo. También nuestro amigo ha percibido a la araña, pero a él no le ha supuesto nada. ¿Qué ha pasado ahí? Pues bien, podemos decir que en ambos casos ha habido una evaluación, es decir, hemos valorado la situación, y en función de dicha valoración hemos reaccionado de modo diverso, de modo que, en mi caso, me ha sacado de mi estado de equilibrio homeostático, ha modificado mi estado tónico, desembocando en un determinado estado emocional: asco en este caso, o susto, pero en el suyo no.

Lo que se ha producido aquí es una evaluación de la situación, una valoración a partir de la cual nos hemos hecho una composición de lugar que ha derivado en la emoción correspondiente. Y esto es interesante, porque las emociones dependen de la evaluación que se haga, y esta evaluación depende de la biografía de cada individuo, de su historia.

También de los instintos propios de la especie. Pues los procesos emocionales no son patrimonio exclusivo de los seres humanos, ni mucho menos. Todo lo contrario: de hecho, investigar los patrones emocionales en los animales es muy útil para conocer nuestros procesos. Una determinada escena no es igualmente relevante para cualquier animal: si aparece un león en un momento dado, por ejemplo, seguramente a un saltamontes no le quite el sueño; si hablamos de un antílope, la cosa cambia. Pero, aun así, si el león está lejano, tan sólo le generará cierta alerta, pero seguirá pastando, con mayor o menor tranquilidad; únicamente cuando el león esté lo suficientemente cerca, el antílope sentirá miedo y saldrá huyendo. El antílope estaba viendo al león desde hacía tiempo, pero hasta que el antílope no entendió que el león estaba lo suficientemente cerca como para poder cazarlo, no evaluó la situación como ‘de riesgo’, no tuvo miedo, y no salió corriendo. Evidentemente, esta escena no la vive el antílope conscientemente, pero sí que es cierto que estos procesos subyacen análogamente al caso humano.

Esto que estamos comentando es algo que posee su correlato en los procesos neurales. Muy resumidamente, se dan como dos procesos en paralelo: el propio de la cognición, y el propio de la emoción. Si en el primer caso la información recibida es procesada en el tálamo para, desde ahí, enviarla a las distintas zonas de la corteza cerebral, en el segundo, además de eso, se produce una derivación hacia el núcleo amigdalino, el cual será el encargado de generar los correspondientes subprocesos emocionales.

Las emociones son procesos fisiológicos ciertamente complejos, en los que coinciden distintos subprocesos asociados a los neurotransmisores, a hormonas, y a distintas respuestas del sistema nervioso periférico (frecuencia respiratoria, sudoración, ritmo cardíaco, tensión muscular de determinadas zonas…); todo ello orientado hacia una determinada conducta (posturas, gestos, acciones), que será la que permita al individuo salvar la situación. Como decía, por lo general dichos procesos son en nosotros análogos a los que subyacen a buena parte de las especies animales. Podemos pensar que en nuestro caso son diferentes, porque lo hacemos según procesos conscientes. Pero esto no es del todo cierto: sí que es cierto que nuestra cognición consciente puede afectar al proceso emocional, pero cuando esto acontece el proceso emocional ya ha dado comienzo. Cuando somos conscientes de que algo nos da miedo, por ejemplo, de que estamos sintiendo miedo, el proceso emocional correspondiente ‘ya’ ha comenzado de modo no consciente, las emociones ‘ya’ se han disparado. Es por esto que desde la neurociencia se suele hablar de sentimiento para diferenciar este momento de toma de consciencia del proceso emocional, del mismo proceso emocional: sentimiento sería una emoción consciente (personalmente, no me acaba de gustar esa distinción, tal y como expongo en este texto). No es que la toma de consciencia no sea importante, pero no es lo primario en el proceso emocional. Y esto es interesante porque la evaluación cognitiva que origina las emociones es primariamente no consciente, independientemente de que más tarde, desde la consciencia, influyamos en dicho proceso.

De todo lo que nuestros sentidos fisiológicos captan, sólo cuando algo posee cierta significatividad para nosotros lo percibimos, somos conscientes de ello (ya decíamos que no toda la información que entra por nuestros sentidos es percibida, en este sentido de percepción); otra cosa es que esa significatividad sea lo suficientemente elevada como para modificar nuestro estado de equilibrio tónico. Y como digo, esta modificación sigue primariamente pautas no conscientes. Lo que sí que es cierto es que el ser humano, a causa de su inteligencia, puede amplificar en todos los sentidos sus posibilidades afectivas, puede experimentar muchas emociones, en buena medida aprendidas culturalmente. Por lo general, se estima que hay un grupo de emociones básicas (a saber: ira, asco, alegría y miedo, aunque no todos coinciden en esta selección) que son compartidas por muchas especies animales (también la humana), en las que la dimensión cognitiva es más reducida. Esto es lógico: si algo funciona a nivel biológico, ¿para qué cambiarlo? Pero, una vez admitido esto, también es cierto que nuestra dimensión cognitiva inteligente amplifica enormemente la cantidad de emociones que podemos experimentar, así como la riqueza y la variedad de las mismas. Es lo que comúnmente se conoce como emociones secundarias, con diferencias importantes entre distintas culturas.

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