18 de septiembre de 2018

Entre el silencio y la palabra

Hay un libro de Rof Carballo titulado tal y como el post, Entre el silencio y la palabra, en el que ofrece dos imágenes del silencio muy sugerentes. El valor del silencio, en una cultura como la nuestra, en una cultura de la información, de la comunicación, está ciertamente puesto en entredicho. Sin embargo, no son pocos los autores que reivindican constantemente el valor que posee para una vida humana. Porque hay cosas que no se pueden decir con palabras, y el hecho de que no se puedan decir con palabras no implica que no se puedan decir, sino eso, que no se pueden decir… con palabras. Ello implica situarse de un modo distinto ante la vida, ante el otro, ante la realidad… para darse cuenta de que el auténtico discurso no es aquel que lo comunica todo explícitamente sino el que invita, el que evoca, el que sugiere… todo lo cual acontece precisamente cuando la palabra calla y permite que aflore aquello ‘que no se dice’. Como dice Rof Carballo, las cosas grandes quizá se digan más fácilmente con silencios que con palabras, silencios preñados de sentido.

Y es que, entre la palabra y el silencio, hay un abismo. Tanto como el que supone para nosotros desprendernos del rumor ensordecedor de un sinfín incesante de palabras, tanto habladas como escritas; un parloteo más o menos estridente, pero que no cesa, en continuo devenir, fundamento de su inconsistencia. La palabra con poso, no se encuentra en la cantidad, ni en la sonoridad… todo lo contrario: se encuentra en el silencio; de él viene, y a él apunta. Sólo desde la plenitud hallada en el silencio puede decirse una palabra que no se encuentre a merced del viento; la palabra auténtica brota de la plenitud hallada en el silencio, el cual le dota de firmeza y de riqueza. Así, aparece legitimada: en realidad, esa palabra no es sino el ‘silencio dicho’, el silencio ‘vuelto del revés’. Sólo la palabra surgida del silencio nos protege de las fuerzas destructivas de lo humano que se encuentran presentes en el rumor, en la cháchara… El auténtico lenguaje es orgánico, es expresión de una unidad profunda; la cháchara es mera concatenación desarticulada de palabras que obedece únicamente al deseo de ser dicho, de ser escuchado, incluso de imponerse, de vencer en no sé muy bien qué batalla, quizá la que uno libra consigo mismo.

Paradójicamente, esta expresión de la unidad profunda, o de la unión con lo profundo, no se da mediante palabras, tampoco mediante el silencio; es preciso que aquéllas mengüen para que aflore algo más sutil, apenas perceptible, que se encuentra precisamente entre el silencio fontanal y la palabra dicha; todo ese conjunto de ademanes, de insinuaciones, de miradas, de estares, de actitudes… que en definitiva expresan lo que uno no puede dominar, lo que uno no puede controlar, y que en realidad le definen en su intimidad. Un ‘modo de ser’ imperceptible que dice lo más verdadero de nosotros mismos, y del que nosotros a menudo ni si quiera somos conscientes.

Sabido es que el ser humano cuando nace no nace acabado, sino que precisa que sus estructuras fisiológicas y conductuales vayan acabándose de gestar; los genes tienen su papel, pero los genes sin el entorno adecuado son totalmente insuficientes. Cada individuo se ha de ‘acabar de hacer’ en diálogo con su medio y entre otros individuos, en medio de sus personas cercanas, las cuales le irán esculpiendo con ese lenguaje de palabras no dichas, de gestos no calculados, de besos no conscientes; en definitiva, la nueva personalidad se irá formando sobre todo de aquello que se le comunica con ese lenguaje callado, el cual a la postre se va a erigir como el «supremo escultor de lo más entrañable y radical que hay en el hombre, que le rodea en la primera infancia», dice el genial gallego, y que une a los hombres entre los intersticios que dejan las palabras. Esta idea me parece genial: nos une, más que nuestras palabras, los intersticios que quedan entre ellas; sepámoslo o no. En el fondo, toda palabra emerge de ese trasfondo de lo no dicho que nos subyace y nos conforma; en el fondo, toda palabra no dicha nos define como somos.

Estos son los dos sentidos que otorga Rof Carballo al silencio: en tanto que origen fontanal de nuestra esencia, y en tanto que modo de decir (sin palabras) lo que somos. Supongo que la maravilla será vivir ambos silencios en sintonía, en armonía, de modo que nuestro ser no sea sino una resonancia de lo que somos esencialmente.

El silencio no es un hueco inservible, sino que es la muestra de que se está empezando a vivir. El silencio es signo de creación, de vida viviente; el silencio es fuente de la que mana toda acción y toda dicción humana, y que le da sustento, y que le da consistencia. El silencio es fuente de vida. Algo incomprensible en el mundo de hoy; y, por incomprensible, desestimable. Y, ¡quién sabe!, quizá cuando se descubra esa verdad profunda ya no será necesario vivir ni con disfraces ni con máscaras, sino que nuestro comportamiento será expresión fiel de aquello que somos en nuestra esencia, más allá de egocentrismos y de egolatrías que impiden no sólo un encuentro auténtico con el tú, sino un encuentro auténtico con nosotros mismos.

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