29 de octubre de 2024

Tipos de saber en el mundo griego (1 de 2)

Ya en uno de sus primeros escritos, “¿Qué es saber?”, de 1935, publicado el año 1944 en Naturaleza, Historia, Dios, también en parte en “Filosofía y metafísica” publicado el 2020 en Sobre el problema de la filosofía y otros escritos (1932-1944), Zubiri se esfuerza por delimitar qué sea el saber filosófico ante otros modos de saber: principalmente ante el saber espontáneo y el científico. Y, para ello, se introduce en el asunto que da pie al título: qué es saber, partiendo del marco griego. Distingue tres tipos de saber que denomina discernir, definir y entender. Vamos a verlos; hoy veremos el primero, y la semana que viene los otros dos.

Saber es discernir. Para explicar qué es discernir, Zubiri parte de la idea cotidiana de que todos, más o menos, sabemos lo que son las cosas, somos capaces de identificarlas de modo espontáneo, porque descubrimos en ellas ciertos rasgos o propiedades que las caracterizan. Sabemos distinguir, por ejemplo, lo que es una pelota de lo que es una raqueta, sin mayor problema, y que la pelota es efectivamente una pelota (y no una alucinación). Pero no todo es tan fácil, pues no es infrecuente que se dé también el error, y ello en dos sentidos: porque a veces las cosas parecen algo que en realidad no son, y porque a veces las cosas parecen ser cuando en realidad no son. Efectivamente, en ocasiones las cosas parecen algo que en realidad no son, es decir, nos equivocamos al identificarlas. A este aspecto que presentan primariamente las cosas es a lo que en Grecia se conocía como eîdos, figura; de modo, que, cuando el eîdos de una cosa era patente, entonces nuestra identificación era verdadera. Y el caso es que el aspecto que nos permitía identificar a una cosa nos permitía a su vez identificar otras como ella; así, el aspecto no tenía tanto una connotación particular de ‘esta’ cosa en concreto, sino de todas las cosas similares a ella, de lo ‘típico’ de todas esas cosas. Pues bien, fue a esto a lo que Platón denominó Idea: «Idea no significa primariamente, como hoy, un acto mental, ni el contenido de un acto mental, sino el conjunto de esos rasgos fisonómicos o característicos de lo que una cosa es», explica Zubiri.

Ahora bien, y vamos con el segundo sentido: así, identificamos primeramente la cosa por lo que nuestros sentidos captan de ella, por su aspecto; pero, si profundizamos un poco, lo que denominamos ‘cosa’ es, para los sentidos, parecer tal cosa, sin poder llegar a decidir si lo es de veras o no. ¿Cómo saber ―como siglos después se preguntaría Descartes― que no es una alucinación, o que nuestros sentidos no nos están engañando? Pues porque el caso es que, además de los sentidos, tenemos un modo de tenerlas presentes diferente, un modo desde el cual tenemos una experiencia de ellas, pero no por lo que son por fuera, sino por lo que son ‘por dentro’; un saber que toca a su parte íntima: «no es la percepción de cada uno de sus caracteres, ni su suma o adición, sino algo que nos instala en lo que ella verdadera e íntimamente es, ‘una’ cosa que ‘es’ de veras, tal o cual, y no simplemente, lo ‘parece’. Una especie de sentido del ser». Nos damos cuenta, lo sabemos de algún modo, que eso es efectivamente una pelota y no es un espejismo, consecuencia del engaño de nuestros sentidos, o de ver 'en sombras'.

Es así como se puede discernir si, efectivamente una cosa es o tan sólo parece serlo. Esto y no otra cosa era la función del lógos: ‘decir’ las cosas que son, a diferencia de las que no son. Y éste es el primer tipo de saber: discernir lo que es de lo que parece que es pero que no es, algo temáticamente considerado por Parménides. La semana que viene hablaremos de los otros dos tipos griegos de saber: definir y entender.

22 de octubre de 2024

El espesor de nuestro comportamiento o la presencia de la persona

Wojtyla establecía dos categorías fundamentales en el comportamiento humano, a saber: ‘algo sucede en el hombre’ y ‘el hombre actúa’, y una preocupación presente en su reflexión era cómo articularlas, cómo integrarlas entre sí, algo que él hacía en torno a la activación. Esta integración se puede clarificar observando el análisis que realiza Savater de los motivos de nuestro comportamiento, algo que, si bien el filósofo español no se sitúa en el mismo problema que Wojtyla, su reflexión puede iluminarlo. En unas páginas de su Ética para Amador, analiza los motivos en base a los cuales realizamos nuestra conducta, motivos que no siempre coinciden con los que nosotros creemos que son. Él es consciente de que buena parte de nuestro comportamiento cotidiano se realiza en ‘piloto automático’, sin darle muchas vueltas al asunto, algo que es normal. El asunto pasa por averiguar cuánta presencia de nosotros mismos están en ese comportamiento.

Lo que hacemos habitualmente se debe a tres motivos principales, que él denomina: órdenes, costumbres y caprichos. El asunto pasa por discernir con cuánta fuerza nos vemos arrastrados por cada uno de ellos, con qué fuerza nos obligan a actuar. O ―dicho de otro modo― hasta qué punto estoy yo presente en las órdenes que sigo, en las costumbres a las que me adhiero o en los caprichos que persigo, y qué hay de mi mí en cada uno de los casos. ¿Por qué sigo una orden: por miedo al castigo o por respeto a la autoridad o a la sociedad? ¿Por qué hago lo propio con una costumbre: por el reconocimiento de los demás o por miedo a la segregación? ¿Por qué sigo a este capricho: porque me arrastra irremediablemente o porque pienso que es bueno para mí?

Obedecer órdenes, adherirse a costumbres, perseguir deseos, muy bien puede ser el equivalente a una vida cómoda, sin mayor compromiso por parte de cada cual; de hecho, generalizadamente lo es: es la sociedad del bienestar. Pero ¿lo es siempre?

Para reflexionar sobre ello, Savater se plantea qué ocurre en situaciones que se salen del guión, y en las que no hay nadie que nos ordene, no hay una costumbre establecida ni se da la presencia de un deseo explícito. Entonces uno tiene que buscarse la vida, tiene que inventar una conducta, ser creativo, porque ya no es posible atenerse a nada de lo anterior. En estos momentos, no hay órdenes que me digan cómo he de comportarme, no hay costumbres que me liberen de lo incierto, y difícilmente estaremos para satisfacer caprichos o deseos. Lo que se quiere es intentar salvar la situación del mejor modo posible, momento en el que entra en juego el ejercicio de nuestra libertad, libertad que interesa que estemos en disposición de ejercer del mejor modo posible, es decir, que tengamos mayor capacidad de visión, de acción y el ánimo lo suficientemente sereno para poder encontrarnos así. Y aquí sí que entra a formar parte de la trama nuestras posibilidades en tanto que personas.

Ello tiene que ver ―tal y como hablamos la otra noche en uno de nuestros encuentros de ‘Filosofía entre tapas y vinos’― con una mayor presencia de nosotros mismos. Quiero decir: por lo general, sobre todo cuando somos jóvenes, en ese comportamiento automatizado que realizamos cotidianamente no estamos muy presentes en tanto que personas; pero, resultado de la experiencia de la vida, de la maduración personal, pero también de la inquietud de cada cual de crecer como persona, con los años seguramente sigamos haciendo las mismas cosas o similares, pero el caso es que ya no las hacemos igual: se puede decir que hay una mayor presencia de nosotros mismos en eso que hacemos. Nuestras vidas van cogiendo así cierto espesor, cierta hondura, de modo que, aunque aparentemente se haga lo mismo, para nada se está igual.

En términos de Wojtyla, esto tiene que ver con el tránsito de la categoría ‘algo sucede en el hombre’ a la de ‘el hombre actúa’, en cuyo terreno intermedio situaba la activación. Efectivamente, la activación tiene que ver, no estrictamente con ‘algo sucede en el hombre’, pero sí que se aproxima a ella, pues se refiere a esa conducta humana que se realiza sin mayor consideración, una conducta que adoptamos sin mayor conciencia. Conforme se va ganando presencia, se pasa de la activación a la acción, entrando en la categoría ‘el hombre actúa’. Un modo de darse la activación en la que todavía no hay una presencia propia como tal, tiene que ver con que sencillamente seguimos órdenes, nos adherimos a costumbres o satisfacemos caprichos, es decir, conductas en las que no estamos del todo implicados, sino que ‘nos dejamos llevar’; en ‘el hombre actúa’, también hay algo de eso, pero no igual, pues nuestra presencia va adquiriendo peso en esa activación, transformándola poco a poco en acción. Una misma conducta puede ser bien una activación, bien una acción: depende la presencia de la persona en ella. Una presencia que nunca llegará a ser plena, pero que está en nuestras manos tratar de ir incrementándola paulatinamente. Ello supone un incremento de nuestra libertad la cual pasa, no sólo por decidir, sino por ser conscientes de que estamos decidiéndonos, dándonos cuenta de todo lo que ahí está implicado.

15 de octubre de 2024

La reflexión sobre la historia

Decía Jaspers en “La historia de la humanidad”, un capítulo muy interesante de La filosofía desde el punto de vista de la existencia, que la historia es «la realidad más esencial para nuestro cerciorarnos de nosotros mismos». En su opinión, sólo la historia puede abrirnos al vastísimo horizonte de la humanidad, y sólo de ella podemos conocer el contenido de nuestra tradición en la que, en definitiva, se funda nuestra vida, y en base a la cual medimos lo presente. Gracias a la historia podemos salir del marco de nuestras creencias, muchas de ellas no conscientes, permitiendo que nos elevemos sobre nosotros mismos y sobre nuestro modo concreto y contextualizado de existir, abriéndonos las más altas posibilidades para la vida. Dice bellamente: «No podemos emplear mejor nuestros ocios que en familiarizarnos con las glorias del pasado y el espectáculo de la fatalidad en que todo sucumbe. Lo que nos pasa al presente lo comprendemos mejor en el espejo de la historia. Lo que transmite la historia nos resulta vivo en vista de nuestra propia época. Nuestra vida avanza en medio de las luces que se cruzan entre el pasado y el presente».

A algo así se refiere Javier Gomá cuando, en Universal concreto, nos dice que el ciudadano culto no es aquél que ‘sabe mucha Historia’, sino el que tiene conciencia histórica, es decir, el que «comprende que el elemento de lo humano es un fluido dinámico en permanente discurrir». La visión cotidiana de las cosas no se suele plantear de dónde han venido o por qué son así; la visión educada en este sentido ―continúa Gomá― es consciente de que esto es así, pero muy bien podría no serlo: bien siendo de otra manera, bien, sencillamente, no habiendo ocurrido. Y es cuando se asume esta incertidumbre propia de un estado de cosas, tanto por lo que se refiere a de dónde viene como hacia dónde va, cuando uno se sitúa intelectualmente de modo adecuado para poder hacer un análisis y una valoración. Porque, si bien el comportamiento humano es inespecífico y se mueve entre posibilidades, no está escrito en ningún lado que dé igual entre qué posibilidades se juegue una partida, ni cuál sea la efectiva. No todas las posibilidades tienen igual valor: basta con que cada uno mire a su propia vida.

La historia nos ayuda a concretar tantas teorías que, desde una especulación meramente filosófica, fácilmente pueden guarecerse en el nimbo de lo abstracto. Pero no tiene por qué ser así. Ella nos contrasta con la condición humana, nos ayuda a enfrentarnos a lo concreto de nuestro día a día, nos permite sentir una existencia ‘mordida por el tiempo’, como gustaba decir Eugenio d’Ors. La filosofía de la historia tiene como objeto reflexionar sobre todo aquello de lo que se ha hecho eco la historia y el modo en que lo ha hecho; intenta mirar más allá de la propia historia, trata de establecer nexos de sentido haciendo de la multiplicidad de hechos que se suceden en el tiempo una historia universal.

Así es como, por ejemplo, Jaspers entiende los grandes hitos que desgajan el continuo que es la presencia humana sobre la Tierra en distintas etapas. El primero tiene que ver con la invención de instrumentos, de la técnica, con el manejo del fuego y de los útiles, edad prometeica en virtud de la cual el hombre se volvió por primera vez hombre, «frente a un ser humano sólo biológico que no podemos representarnos». Cómo era el ser humano durante aquella primera época en la que ya dejó de estar enclasado diferenciándose de las especies evolutivamente previas, comenzando a ser humano, siempre será una incógnita. El segundo hito es la génesis de las grandes culturas entre el 5.000 y el 3.000 a. de C., tanto en el Fértil Creciente (Egipto, Mesopotamia) como en el Extremo Oriente (el Indo y, algo más tarde, China). El tercer hito tiene que ver con el despertar espiritual de la humanidad, durante el último milenio antes de Cristo, entre los años 800 y 200; se da entonces, y de manera simultánea, una cimentación espiritual tanto en Palestina o Grecia, como en Persia, India o China. Jaspers entiende que el cuarto se articula en torno al conocimiento científico, desarrollándose in crescendo, desde finales de la Edad Media hasta la actualidad, consolidándose durante los siglos XVII y XVIII, hasta llegar al desarrollo vertiginoso que sigue en nuestra época. Lo que no es óbice para que haya ‘líneas locales’ de desarrollo histórico, lo que nos lleva al problema de su comprensión.

8 de octubre de 2024

La entropía de la vida

Veíamos cómo un ‘trozo de materia viva’ tiene un comportamiento muy diferente a un ‘trozo de materia inerte’, no tanto en sentido existencial, sino que, siguiendo el hilo del pensamiento de Schrödinger, en términos termodinámicos. Efectivamente, mientras la materia inerte tiende a aumentar la entropía, la viva hace lo contrario, la disminuye. ¿Cómo es eso? Sabido es que, todo organismo, realiza distintas funciones para mantenerse en vida: se alimenta, respira, etc. Lo que no nos lleva sino a retrotraer la pregunta: ¿cómo puede, en base a qué, un organismo es capaz de realizar dichas funciones?, ¿qué posee un organismo que es capaz de metabolizar todos esos recursos, con la consecuencia de disminuir su entropía?

Como vemos, desde un punto de vista físico, ocurre en los organismos algo que contradice la dinámica generalizada de la naturaleza. Todo lo que ocurre en ésta supone un incremento de la entropía en esa parte del mundo en que acontece; en principio esto es algo de lo que debería participar también todo sistema orgánico, aproximándose paulatinamente a ese estado de entropía máxima que sería su muerte, como parece que el universo tiende hacia ese estado de muerte entrópica. ¿Cómo lo evita? Pues invirtiendo el proceso entrópico, haciendo decrecer en sí mismo este aumento de la entropía, para lo cual se abastece de la entropía negativa que encuentra a su alrededor: por decirlo así, un organismo se alimenta de entropía negativa. De esta manera puede aplazar la consecución del estado inerte de entropía máxima. Schrödinger explica un ejemplo intuitivo: ocurre aquí lo mismo que a un montón de papeles encima de una mesa, que tienden a desordenarse, y hace falta una persona que continuamente los vaya ordenando para que sigan siendo útiles y ofreciendo posibilidades de trabajo. Algo así hace el organismo con los ‘papeles’ que encuentra a su alrededor.

Pues bien, en la medida en que un organismo tenga más posibilidades para atrapar la entropía negativa de su entorno, tendrá más posibilidades de mantenerse vivo. Si la entropía es la medida del desorden, su inversa será la medida del orden; «en esta forma, la treta mediante la cual un organismo se mantiene en estado estacionario, a un nivel admirablemente elevado de orden (un nivel admirablemente bajo de entropía) consiste, en realidad, en absorber continuamente el orden del ambiente que lo rodea», dice Schrödinger.

Después de emplear este orden que roba del entorno, lo devuelve al entorno mucho más degradado, aunque no del todo, ya que sus excrementos y restos pueden ser utilizados por otros organismos vivos. Podemos decir en este sentido, que la luz solar es el gran suministro de ‘entropía negativa’ para las plantas. Para realizar esta tarea, no es posible pensar la materia viva tal y como pensamos habitualmente la inerte: es necesario comprenderla sin sujetarse a las leyes ordinarias de la física y de la química. Con esto no quiere decir Schrödinger que haya que buscar una causa extraordinaria, una ‘fuerza oculta’ o algo similar, que se encargaría de dirigir el comportamiento de cada uno de los átomos que la componen según unos cauces determinados en el seno del organismo viviente, sino porque su estructura es diversa en tanto que materia viva a la de la materia inerte, y hay que comprenderla en su diversidad. Sería algo así como si un ingeniero térmico quisiera conocer cómo funciona un motor eléctrico: no podrá comprender los principios en virtud de los cuales funciona, pues precisa cambiar la clave. En el caso de los sistemas orgánicos entran en juego leyes biológicas difícilmente reducibles ―a mi modo de ver, y creo que es por donde iba Schrödinger― a las físico-químicas.

1 de octubre de 2024

Por qué la filosofía

Como muy bien se hace eco Karl Jaspers en su pequeño gran libro La filosofía desde el punto de vista de la existencia, qué sea la filosofía, así como el valor que pueda tener, son cosa harto discutida, ante lo cual existen posturas polarmente opuestas: unos esperan de ella ‘revelaciones extraordinarias’, mientras que otros la dejan ‘indiferentemente al margen’, como un pensar que no tiene objeto o que poco puede aportar. Dice literalmente: «Se la mira con respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la desprecia como el superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a todos y que por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan difícil que es una desesperación el ocuparse con ella».
 
Pero también cabe una postura intermedia. Suele ocurrir que, en los asuntos filosóficos, muchos se tengan por competentes. No pocos problemas filosóficos nos son familiares, pues tienen que ver con nuestras vidas, motivo por el cual nos pueden parecer cercanos: asuntos como la vida y la muerte, la existencia, la educación, el arte, la ética, la sociedad, etc., forman parte de nuestros día a día y, por lo general, nos solemos hacer una opinión de todo ello que nos suele ser suficiente: pocas veces nos paramos a investigar o a profundizar más; no suele hacernos falta, entre otras cosas, escuchar a los filósofos. Aquí se produce una diferencia interesante entre las simpatías que despiertan la filosofía y la ciencia. Damos por hecho que para comprender los problemas científicos uno debe estudiar y prepararse porque, por lo general, apenas entendemos nada; no por ello dejamos de admirar a los científicos, con sus complicadas y extrañas teorías que nos fascinan. Con los asuntos filosóficos ocurre algo diferente: no los vemos ―por lo general― como algo que sólo gente preparada puede hablar de ellos desde su enfoque especializado, sino que solemos sentirnos perfectamente capaces para hablar de ellos, o de intervenir en los debates que sobre ellos se den, como si la misma experiencia de la vida nos habilitase para ello. Algo hay de esto, sí, pues a esto se añade que la filosofía, si se precia de ser tal, debe tener algo que ver con la vida, con las personas, salvo que se pretenda que quede recluida en la mente de unos pocos eruditos encerrados en su fortaleza abstracta e ideal. Ello propicia que su objeto de estudio pertenezca de facto a la vida de cada cual, lo que parece que da suficiente preparación para hablar de tú a tú con aquellos que llevan mucho tiempo pensándolo. A nadie de a pie se le ocurre discutir con un físico sobre la expresión matemática de la mecánica cuántica, pero sí que es más sencillo que se discuta con un filósofo sobre el factum moral kantiano, por ejemplo. Con ello no quiero dar a entender que va de suyo que los filósofos sean reconocidos como grandes eruditos a los que haya que idolatrar, nada más lejos de mi intención, pero sí, por lo menos, que se les tenga cierto respeto, independientemente de que se esté más o menos de acuerdo con ellos, que se les escuche con cierta consideración. Por su parte, entiendo que es una buena práctica para todo filósofo hacerse entender por todos, consciente de que sus problemas preocupan a muchos (no es así en la física, ciertamente) y sabiendo, cuando así se requiera, salir de su lenguaje más técnico para poder llegar a personas no especializadas. Algo que para nada es sencillo, lo que tampoco nos debería extrañar: tampoco entendemos con facilidad la teoría de cuerdas, o todo el comercio proteínico que se da en el despliegue del código genético.

Y esto me lleva a una segunda cuestión. Los filósofos no tienen respuesta para todo, ni mucho menos; pero creo que, si se toman en serio su tarea, cuentan con cierta ventaja, o cuanto menos con cierto bagaje, como es el haber pensado largo y tendido los diferentes problemas, así como haber leído la postura de tantos y tantos pensadores. Haberlos pensado los problemas, sobre todo, en ‘primera persona’. Porque el ejercicio filosófico, para ser tal, debe ser llevado a cabo por cada cual, implicándose vitalmente, yendo a una con su problemático existir. El conocimiento filosófico no se aprende como se aprenden los ríos de España o la tabla de multiplicar, sino que debe pasar por uno, cada uno debe rehacer lo que otros ya hicieron, tamizarlo a través sus propias entrañas. Posee en este sentido una dimensión experiencial que nadie puede soslayar, y que nadie puede hacerla por uno mismo. Si uno no filosofa por sí mismo hasta lo hondo de su ser, si uno no filosofa desde su sí-mismo, no es un filósofo, sino, tal vez, un filosofero, como ya denunciara Unamuno. Podrá hablar de asuntos filosóficos, pero no ser filósofo.

Es muy diferente hacerse eco de los problemas filosóficos durante largo tiempo y en primera persona, a hacerlo de modo meramente teórico, o accidentalmente en una conversación. En primer lugar, es muy diferente para el propio protagonista, pues ciertamente su vida se ve afectada por ello, dotándole de una perspectiva y sensibilidad diversas. Y, en segundo lugar, porque su modo de tratar dichos problemas, en diálogo con tantos y tantos autores de toda la historia, creo que es sin duda fuente de riqueza. Valga esto como una invitación a que, cualquier persona con inquietud para comprender en profundidad a la realidad, o a la vida, intenten dar el salto. Porque es una pena que esta inquietud del auténtico filosofar no esté más extendida. Por lo general, perdemos esta inquietud originaria por los problemas bien pronto, situándonos con la edad tras los barrotes de lo conveniente y de lo convencional, siendo presos de las opiniones corrientes, desplazando todo aquello que no sea de utilidad para nuestro día a día. Sí, en ocasiones nos pueden sobrevenir intuiciones o inquietudes que nos sacan de lo habitual, aunque rápidamente las ocultamos bajo nuestras ocupaciones cotidianas.

Pero el caso es que las cuestiones filosóficas siguen estando ahí, se nos imponen, por mucho que les hagamos caso omiso: en la sabiduría popular, en las ideas políticas, en los problemas del mundo… aflorando especialmente en momentos difíciles de la vida. Y es que todo lo que tiene que ver con lo humano pertenece a la filosofía; por poco caso que le hagamos, no podemos escapar de ella. Por este motivo, hablamos de asuntos filosóficos con frecuencia, independientemente de que con facilidad prefiramos despacharlos con cualquier ocurrencia antes que pensarlos con dedicación. Porque pensar filosóficamente cuesta cierto esfuerzo, y no siempre uno está en disposición o con ganas de acometerlo.

24 de septiembre de 2024

Justificación de la primera ley de la termodinámica

Robert Mayer y James Prescott Joule no fueron sino dos de los varios protagonistas de esta época iniciática de la termodinámica, que se puede datar entre 1832 y 1854. En todos ellos latía la convicción de que la energía podía intercambiarse entre sus diversas formas, ganando pulso poco a poco (en algunos de modo más explícito) la convicción de que la energía se conservaba, es decir, que la energía entrante en un sistema (o la suma de ellas) era equivalente a la que salía emitida (en todas sus formas). Esto no fue gratuito, sino que esta convicción salía de la experiencia acumulada, cada vez mayor, no sólo de los experimentos en los laboratorios, sino del uso de máquinas y motores que se estaban empezando a desarrollar.

Pero bueno, vamos a dar un paso más, continuando con los experimentos de Joule. A la vista de lo que vimos surge una cuestión añadida, como es si el resultado final del sistema depende del proceso mediante el cual se ha conseguido calentarlo. Es decir: si en vez de utilizar el trabajo generado por unas pesas externas para calentar el agua, se utilizara otro procedimiento, ¿se conseguiría el mismo resultado? Joule consiguió que el agua elevara su temperatura cambiando mecánicamente su estado, pero quizá también se podría obtener el mismo resultado poniendo en contacto el agua con otro sistema más caliente, por ejemplo, introduciendo o aproximando una bola de hierro candente. En este caso el agua se calentaría sin que haya habido una variación de trabajo en el ambiente, únicamente por la variación del estado del otro sistema, que se habrá enfriado: se habrá pasado calor de la bola de hierro al agua del depósito. El asunto es si en ambos casos el flujo de energía es el mismo.

Pues bien, se puede postular que la energía absorbida por el agua es la mismo tanto en el caso de la transformación adiabática de las pesas, como en el caso de la transferencia energética desde el otro sistema. Es decir, ajustando los valores, el cambio de temperatura del agua supone un cambio de energía que se puede obtener tanto por el trabajo que desaparece de las pesas como por el calor desprendido por la bola de hierro. O, dicho de otro modo: por el enfriamiento de la bola de hierro se genera una energía, energía que también puede ser generada por el trabajo de las pesas, y que en definitiva es la que le llega al agua calentándola y aumentando su temperatura.

Del mismo modo que, en el anterior caso, se mostró que el trabajo que desaparecía de las pesas se transmitía al agua aumentando su energía, se puede mostrar que la bola de hierro al enfriarse emite también una cantidad de energía tal (en forma de calor) que es la misma que absorbe el agua para alcanzar la misma temperatura. Para comprobarlo, basta calcular ésta (la energía que ha emitido la bola de hierro) midiendo (con otro experimento tipo Joule) cuánto trabajo sería necesario para devolver a la bola a su estado inicial. Si el postulado es correcto, el trabajo necesario para calentar la bola hasta su estado inicial será el mismo que el que se empleó en su momento para variar la energía del agua, en el primer experimento de Joule. Los resultados confirman que así es.

¿Por qué digo todo esto? Pues porque nos lleva a dos observaciones muy importantes. La primera tiene que ver con el hecho de que la energía interna del sistema es una función de estado, es decir, que sólo describe el estado de un sistema (o su variación), independientemente de los procesos a partir de los cuales el sistema llegó a dichos estados. Ello se puede expresar de otro modo: que tiene sentido afirmar que un sistema tiene en un momento dado una cantidad determinada de energía interna, sea la que sea, y que esa cantidad de energía se puede modificar, sea como sea.

La segunda observación que comentaba tiene que ver con un concepto nuevo relacionado con el segundo experimento, en el que un sistema más caliente calentaba a nuestra agua; a esta energía transferida de B a A y que no es originada mecánicamente se denomina calor, el cual es de alguna manera equivalente a un trabajo (lo acabamos de ver). Si es así, podemos incluir este nuevo término en la expresión que ya vimos (E₂ - E₁ = Q), ahora con signo positivo, ya que hay un aporte directo de calor. A diferencia de lo que ocurría con el trabajo, se suele tomar como criterio que, si hay una transferencia neta de calor hacia el sistema, su signo es positivo, y si es el sistema el que emite calor, será negativo. La expresión quedará, pues, como sigue:

∆E = E₂ - E₁ = Q - W

El estado energético de un sistema, o mejor, la variación de energía de un sistema depende de los flujos de energía calorífica y mecánica que absorbe o emite. Lo que nos lleva a una tercera observación, como es que hablar de energía calorífica, o mecánica, o del tipo que sea, no deja de ser una arbitrariedad en función de los efectos que produce según el sistema sobre el que recae porque, en el fondo, hay una equivalencia entre sus distintas manifestaciones. El concepto de energía es un concepto más amplio, la cual se puede manifestar de diversos modos. Esto es algo que hoy en día nos es muy familiar, pero en la época para nada era así. Fue en estas décadas cuando se comenzaron a descubrir, conocer y comprender procesos de transformación de energía, como la pila de Volta (conversión de energía química en eléctrica), la bombilla de Edison (conversión de energía eléctrica en lumínica, y calorífica), la inducción electromagnética (conversión de energía eléctrica y magnética gracias a los trabajos de Oersted y Faraday), la máquina de vapor (conversión de energía calorífica en mecánica), etc. Todo ello fue ya dibujando lo que sería el principio de conservación de la energía.

Dos años antes de que Joule publicase los resultados de sus trabajos, uno de los investigadores más polifacéticos de la época, Hermann von Helmholtz, expuso en un artículo el año 1847 que, aunque vinculado al ámbito de la medicina, está relacionado con nuestro tema, concluyendo que la Naturaleza debía poseer una cantidad de energía que no puede aumentar ni disminuir, sino que es la que es, siempre la misma, independientemente de que pueda cambiar de forma. Con algo de esto tiene que ver la primera ley de la termodinámica que, siguiendo nuestro discurso, puede quedar expresada en los términos que siguen: el cambio en la energía total entre dos estados de un sistema cerrado es equivalente al trabajo adiabático necesario para llevar al sistema de un estado al otro, más la resultante neta de la transferencia de calor hacia o desde el sistema en cuestión. O, dicho de modo más sencillo, como la explica Pérez Izquierdo: «la energía interna de un sistema físico aumenta en la misma proporción que se le da calor y disminuye en la misma proporción que realiza trabajo».

17 de septiembre de 2024

La conciencia estética o el desenfoque interesado de la atención

Del esquema que tenía trazado quedaba pendiente reflexionar un asunto: el que se refiere a ese gran enemigo de lo estético que es el interés práctico. La conciencia general, la conciencia habitual según la cual estamos situados en la vida, es la gran enemiga de la conciencia estética. ¿Por qué? Y, si esto es así, ¿cómo podemos iniciar el tránsito hacia lo estético, partiendo de nuestro estar habitual en la vida?

Decíamos que la percepción, en nuestro trato cotidiano con las cosas, y una vez identificado el objeto, se torna prescindible, secundaria, pues ya ha cumplido su papel. Cuando entra en juego cualquier concepto, el objeto se hace presente desde instancias ajenas a su percepción. Sólo percibimos del objeto lo mínimo necesario para identificarlo, bien para un uso conceptual, bien para un uso práctico. Entra en escena el tan temido por no pocos filósofos ‘interés’, desplazando lo estético de la percepción en aras de la eficiencia práctica o del empleo conceptual. Ello propicia que no percibamos al objeto en su totalidad, pues ello supondría una pérdida de tiempo: ¿para qué, si ya sé a qué atenerme con él? En la conciencia general, lo familiar desplaza a lo originario. Aparece en la percepción una acentuación de ciertos aspectos, un enderezamiento de la atención que preselecciona una información en detrimento de otra, aparecen elementos valorativos que se distinguen fácilmente y que recortan lo percibido en beneficio de lo buscado. Algo que ocurre análogamente cuando nuestro estado de ánimo se nos impone.

La percepción interesada ―en sentido amplio― es muy frecuente en la vida cotidiana; quizá sea la más frecuente, dado el carácter de eficacia con que dotamos a nuestra vida. Se puede decir que la percepción cotidiana es una percepción interesada, ya que está al servicio de la vida del sujeto, tal y como de hecho acontece en cualquier especie animal. Tanto es así que nos genera violencia pensar en una percepción desinteresada, no nos es fácil ni de comprender ni de llevar a cabo, dado que el interés vital ―digamos― es generalizado. Ello supone uno de los principales enemigos de la percepción estética ya que, en aras de la eficiencia, se opone frontalmente a ella.

Este fenómeno no es algo superfluo, sino que es central en nuestras vidas. Se puede afirmar que es a estos significados y usos de las cosas a los que se dirige habitualmente nuestra percepción; y es a su identificación a lo que dirigimos la atención, permaneciendo en un objeto o pasando al siguiente en función del éxito de dicho cometido. Lo percibido directamente se hace secundario, prescindible si pudiera ser el caso, pues nuestra percepción trata de obviarlo en busca de lo ‘fundamentalmente distinto’ para identificarlo lo más rápidamente posible, diferenciándolo del resto.

Y así, apenas hemos puesto nuestra atención en todo lo otro, en lo sensible que hay ‘de más’, y que no nos interesa; «por así decirlo, sólo lo rozamos al pasar la vista sobre ello como algo inesencial, transparente», dice Hartmann. Y el caso es que es en ‘todo eso que hay demás’ donde comienza a abrírsenos el ámbito de lo estético, no antes. Paradójicamente, es cuando distraemos nuestra atención cuando empezamos a atender un mundo por descubrir.

Algo análogo ocurre en la percepción anímica: enseguida enderezamos nuestra atención hacia aquello que nos es más familiar y que se nos aparece con mayor concreción, permitiéndonos identificar lo más rápidamente cómo se encuentra el otro. Por lo general, y siguiendo el principio al que Hume denominó ‘asociación’, tendemos a vincular determinadas expresiones con determinados rasgos del carácter: identificamos la bondad, la determinación, la tristeza o la esperanza con ciertas configuraciones de un rostro. Por muy expuesto a errores que esté este fenómeno, es el modo en que usualmente solemos hacernos eco del estado anímico de alguien. Es algo que hacemos continuamente en base a nuestra experiencia, y que con más facilidad hacemos cuanta más experiencia tenemos al respecto. Ello nos lleva a cierta precipitación, en el sentido de que ya dejamos de percibir al otro, no nos demoramos en él, sino que nos basta ya con lo percibido, y en seguida acometemos una nueva tarea, una nueva percepción.

La conciencia estética comienza cuando somos capaces de trascender el interés en la percepción propio de una conciencia general, cuando somos capaces de demorarnos en lo percibido; algo que, si bien al principio nos genera violencia y ansiedad, poco a poco no sólo nos ofrecerá una riqueza insospechada desvelando un mundo invisible hasta entonces, sino que ello irá acompañado de una fruición indescriptible e inefable, nada que ver con los sentimientos y emociones que hasta ese momento nos haya ofrecido nuestro trato objetivo con el mundo.