Como muy bien se hace eco Karl Jaspers en su pequeño gran libro La filosofía desde el punto de vista de la existencia, qué sea la filosofía, así como el valor que pueda tener, son cosa harto discutida, ante lo cual existen posturas polarmente opuestas: unos esperan de ella ‘revelaciones extraordinarias’, mientras que otros la dejan ‘indiferentemente al margen’, como un pensar que no tiene objeto o que poco puede aportar. Dice literalmente: «Se la mira con respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la desprecia como el superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a todos y que por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan difícil que es una desesperación el ocuparse con ella».
Pero también cabe una postura intermedia. Suele ocurrir que, en los asuntos filosóficos, muchos se tengan por competentes. No pocos problemas filosóficos nos son familiares, pues tienen que ver con nuestras vidas, motivo por el cual nos pueden parecer cercanos: asuntos como la vida y la muerte, la existencia, la educación, el arte, la ética, la sociedad, etc., forman parte de nuestros día a día y, por lo general, nos solemos hacer una opinión de todo ello que nos suele ser suficiente: pocas veces nos paramos a investigar o a profundizar más; no suele hacernos falta, entre otras cosas, escuchar a los filósofos. Aquí se produce una diferencia interesante entre las simpatías que despiertan la filosofía y la ciencia. Damos por hecho que para comprender los problemas científicos uno debe estudiar y prepararse porque, por lo general, apenas entendemos nada; no por ello dejamos de admirar a los científicos, con sus complicadas y extrañas teorías que nos fascinan. Con los asuntos filosóficos ocurre algo diferente: no los vemos ―por lo general― como algo que sólo gente preparada puede hablar de ellos desde su enfoque especializado, sino que solemos sentirnos perfectamente capaces para hablar de ellos, o de intervenir en los debates que sobre ellos se den, como si la misma experiencia de la vida nos habilitase para ello. Algo hay de esto, sí, pues a esto se añade que la filosofía, si se precia de ser tal, debe tener algo que ver con la vida, con las personas, salvo que se pretenda que quede recluida en la mente de unos pocos eruditos encerrados en su fortaleza abstracta e ideal. Ello propicia que su objeto de estudio pertenezca de facto a la vida de cada cual, lo que parece que da suficiente preparación para hablar de tú a tú con aquellos que llevan mucho tiempo pensándolo. A nadie de a pie se le ocurre discutir con un físico sobre la expresión matemática de la mecánica cuántica, pero sí que es más sencillo que se discuta con un filósofo sobre el factum moral kantiano, por ejemplo. Con ello no quiero dar a entender que va de suyo que los filósofos sean reconocidos como grandes eruditos a los que haya que idolatrar, nada más lejos de mi intención, pero sí, por lo menos, que se les tenga cierto respeto, independientemente de que se esté más o menos de acuerdo con ellos, que se les escuche con cierta consideración. Por su parte, entiendo que es una buena práctica para todo filósofo hacerse entender por todos, consciente de que sus problemas preocupan a muchos (no es así en la física, ciertamente) y sabiendo, cuando así se requiera, salir de su lenguaje más técnico para poder llegar a personas no especializadas. Algo que para nada es sencillo, lo que tampoco nos debería extrañar: tampoco entendemos con facilidad la teoría de cuerdas, o todo el comercio proteínico que se da en el despliegue del código genético.
Y esto me lleva a una segunda cuestión. Los filósofos no tienen respuesta para todo, ni mucho menos; pero creo que, si se toman en serio su tarea, cuentan con cierta ventaja, o cuanto menos con cierto bagaje, como es el haber pensado largo y tendido los diferentes problemas, así como haber leído la postura de tantos y tantos pensadores. Haberlos pensado los problemas, sobre todo, en ‘primera persona’. Porque el ejercicio filosófico, para ser tal, debe ser llevado a cabo por cada cual, implicándose vitalmente, yendo a una con su problemático existir. El conocimiento filosófico no se aprende como se aprenden los ríos de España o la tabla de multiplicar, sino que debe pasar por uno, cada uno debe rehacer lo que otros ya hicieron, tamizarlo a través sus propias entrañas. Posee en este sentido una dimensión experiencial que nadie puede soslayar, y que nadie puede hacerla por uno mismo. Si uno no filosofa por sí mismo hasta lo hondo de su ser, si uno no filosofa desde su sí-mismo, no es un filósofo, sino, tal vez, un filosofero, como ya denunciara Unamuno. Podrá hablar de asuntos filosóficos, pero no ser filósofo.
Es muy diferente hacerse eco de los problemas filosóficos durante largo tiempo y en primera persona, a hacerlo de modo meramente teórico, o accidentalmente en una conversación. En primer lugar, es muy diferente para el propio protagonista, pues ciertamente su vida se ve afectada por ello, dotándole de una perspectiva y sensibilidad diversas. Y, en segundo lugar, porque su modo de tratar dichos problemas, en diálogo con tantos y tantos autores de toda la historia, creo que es sin duda fuente de riqueza. Valga esto como una invitación a que, cualquier persona con inquietud para comprender en profundidad a la realidad, o a la vida, intenten dar el salto. Porque es una pena que esta inquietud del auténtico filosofar no esté más extendida. Por lo general, perdemos esta inquietud originaria por los problemas bien pronto, situándonos con la edad tras los barrotes de lo conveniente y de lo convencional, siendo presos de las opiniones corrientes, desplazando todo aquello que no sea de utilidad para nuestro día a día. Sí, en ocasiones nos pueden sobrevenir intuiciones o inquietudes que nos sacan de lo habitual, aunque rápidamente las ocultamos bajo nuestras ocupaciones cotidianas.
Pero el caso es que las cuestiones filosóficas siguen estando ahí, se nos imponen, por mucho que les hagamos caso omiso: en la sabiduría popular, en las ideas políticas, en los problemas del mundo… aflorando especialmente en momentos difíciles de la vida. Y es que todo lo que tiene que ver con lo humano pertenece a la filosofía; por poco caso que le hagamos, no podemos escapar de ella. Por este motivo, hablamos de asuntos filosóficos con frecuencia, independientemente de que con facilidad prefiramos despacharlos con cualquier ocurrencia antes que pensarlos con dedicación. Porque pensar filosóficamente cuesta cierto esfuerzo, y no siempre uno está en disposición o con ganas de acometerlo.
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