Wojtyla establecía dos categorías fundamentales en el comportamiento humano, a saber: ‘algo sucede en el hombre’ y ‘el hombre actúa’, y una preocupación presente en su reflexión era cómo articularlas, cómo integrarlas entre sí, algo que él hacía en torno a la activación. Esta integración se puede clarificar observando el análisis que realiza Savater de los motivos de nuestro comportamiento, algo que, si bien el filósofo español no se sitúa en el mismo problema que Wojtyla, su reflexión puede iluminarlo. En unas páginas de su Ética para Amador, analiza los motivos en base a los cuales realizamos nuestra conducta, motivos que no siempre coinciden con los que nosotros creemos que son. Él es consciente de que buena parte de nuestro comportamiento cotidiano se realiza en ‘piloto automático’, sin darle muchas vueltas al asunto, algo que es normal. El asunto pasa por averiguar cuánta presencia de nosotros mismos están en ese comportamiento.
Lo que hacemos habitualmente se debe a tres motivos principales, que él denomina: órdenes, costumbres y caprichos. El asunto pasa por discernir con cuánta fuerza nos vemos arrastrados por cada uno de ellos, con qué fuerza nos obligan a actuar. O ―dicho de otro modo― hasta qué punto estoy yo presente en las órdenes que sigo, en las costumbres a las que me adhiero o en los caprichos que persigo, y qué hay de mi mí en cada uno de los casos. ¿Por qué sigo una orden: por miedo al castigo o por respeto a la autoridad o a la sociedad? ¿Por qué hago lo propio con una costumbre: por el reconocimiento de los demás o por miedo a la segregación? ¿Por qué sigo a este capricho: porque me arrastra irremediablemente o porque pienso que es bueno para mí?
Obedecer órdenes, adherirse a costumbres, perseguir deseos, muy bien puede ser el equivalente a una vida cómoda, sin mayor compromiso por parte de cada cual; de hecho, generalizadamente lo es: es la sociedad del bienestar. Pero ¿lo es siempre?
Para reflexionar sobre ello, Savater se plantea qué ocurre en situaciones que se salen del guión, y en las que no hay nadie que nos ordene, no hay una costumbre establecida ni se da la presencia de un deseo explícito. Entonces uno tiene que buscarse la vida, tiene que inventar una conducta, ser creativo, porque ya no es posible atenerse a nada de lo anterior. En estos momentos, no hay órdenes que me digan cómo he de comportarme, no hay costumbres que me liberen de lo incierto, y difícilmente estaremos para satisfacer caprichos o deseos. Lo que se quiere es intentar salvar la situación del mejor modo posible, momento en el que entra en juego el ejercicio de nuestra libertad, libertad que interesa que estemos en disposición de ejercer del mejor modo posible, es decir, que tengamos mayor capacidad de visión, de acción y el ánimo lo suficientemente sereno para poder encontrarnos así. Y aquí sí que entra a formar parte de la trama nuestras posibilidades en tanto que personas.
Ello tiene que ver ―tal y como hablamos la otra noche en uno de nuestros encuentros de ‘Filosofía entre tapas y vinos’― con una mayor presencia de nosotros mismos. Quiero decir: por lo general, sobre todo cuando somos jóvenes, en ese comportamiento automatizado que realizamos cotidianamente no estamos muy presentes en tanto que personas; pero, resultado de la experiencia de la vida, de la maduración personal, pero también de la inquietud de cada cual de crecer como persona, con los años seguramente sigamos haciendo las mismas cosas o similares, pero el caso es que ya no las hacemos igual: se puede decir que hay una mayor presencia de nosotros mismos en eso que hacemos. Nuestras vidas van cogiendo así cierto espesor, cierta hondura, de modo que, aunque aparentemente se haga lo mismo, para nada se está igual.
En términos de Wojtyla, esto tiene que ver con el tránsito de la categoría ‘algo sucede en el hombre’ a la de ‘el hombre actúa’, en cuyo terreno intermedio situaba la activación. Efectivamente, la activación tiene que ver, no estrictamente con ‘algo sucede en el hombre’, pero sí que se aproxima a ella, pues se refiere a esa conducta humana que se realiza sin mayor consideración, sin mayor conciencia; conforme se va ganando en todo esto, se pasa de la activación a la acción, entrando en la categoría ‘el hombre actúa’. En la activación no hay una presencia de nosotros como tal, sino que sencillamente seguimos órdenes, nos adherimos a costumbres o satisfacemos caprichos; en ‘el hombre actúa’, también hay algo de eso, pero no igual, pues nuestra presencia va adquiriendo peso en esa activación, transformándola poco a poco en acción. Una misma cosa puede ser bien una activación, bien una acción: depende la presencia de la persona en ella. Una presencia que nunca llegará a ser plena, pero que está en nuestras manos tratar de ir incrementándola paulatinamente.
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