24 de septiembre de 2024

Justificación de la primera ley de la termodinámica

Robert Mayer y James Prescott Joule no fueron sino dos de los varios protagonistas de esta época iniciática de la termodinámica, que se puede datar entre 1832 y 1854. En todos ellos latía la convicción de que la energía podía intercambiarse entre sus diversas formas, ganando pulso poco a poco (en algunos de modo más explícito) la convicción de que la energía se conservaba, es decir, que la energía entrante en un sistema (o la suma de ellas) era equivalente a la que salía emitida (en todas sus formas). Esto no fue gratuito, sino que esta convicción salía de la experiencia acumulada, cada vez mayor, no sólo de los experimentos en los laboratorios, sino del uso de máquinas y motores que se estaban empezando a desarrollar.

Pero bueno, vamos a dar un paso más, continuando con los experimentos de Joule. A la vista de lo que vimos surge una cuestión añadida, como es si el resultado final del sistema depende del proceso mediante el cual se ha conseguido calentarlo. Es decir: si en vez de utilizar el trabajo generado por unas pesas externas para calentar el agua, se utilizara otro procedimiento, ¿se conseguiría el mismo resultado? Joule consiguió que el agua elevara su temperatura cambiando mecánicamente su estado, pero quizá también se podría obtener el mismo resultado poniendo en contacto el agua con otro sistema más caliente, por ejemplo, introduciendo o aproximando una bola de hierro candente. En este caso el agua se calentaría sin que haya habido una variación de trabajo en el ambiente, únicamente por la variación del estado del otro sistema, que se habrá enfriado: se habrá pasado calor de la bola de hierro al agua del depósito. El asunto es si en ambos casos el flujo de energía es el mismo.

Pues bien, se puede postular que la energía absorbida por el agua es la mismo tanto en el caso de la transformación adiabática de las pesas, como en el caso de la transferencia energética desde el otro sistema. Es decir, ajustando los valores, el cambio de temperatura del agua supone un cambio de energía que se puede obtener tanto por el trabajo que desaparece de las pesas como por el calor desprendido por la bola de hierro. O, dicho de otro modo: por el enfriamiento de la bola de hierro se genera una energía, energía que también puede ser generada por el trabajo de las pesas, y que en definitiva es la que le llega al agua calentándola y aumentando su temperatura.

Del mismo modo que, en el anterior caso, se mostró que el trabajo que desaparecía de las pesas se transmitía al agua aumentando su energía, se puede mostrar que la bola de hierro al enfriarse emite también una cantidad de energía tal (en forma de calor) que es la misma que absorbe el agua para alcanzar la misma temperatura. Para comprobarlo, basta calcular ésta (la energía que ha emitido la bola de hierro) midiendo (con otro experimento tipo Joule) cuánto trabajo sería necesario para devolver a la bola a su estado inicial. Si el postulado es correcto, el trabajo necesario para calentar la bola hasta su estado inicial será el mismo que el que se empleó en su momento para variar la energía del agua, en el primer experimento de Joule. Los resultados confirman que así es.

¿Por qué digo todo esto? Pues porque nos lleva a dos observaciones muy importantes. La primera tiene que ver con el hecho de que la energía interna del sistema es una función de estado, es decir, que sólo describe el estado de un sistema (o su variación), independientemente de los procesos a partir de los cuales el sistema llegó a dichos estados. Ello se puede expresar de otro modo: que tiene sentido afirmar que un sistema tiene en un momento dado una cantidad determinada de energía interna, sea la que sea, y que esa cantidad de energía se puede modificar, sea como sea.

La segunda observación que comentaba tiene que ver con un concepto nuevo relacionado con el segundo experimento, en el que un sistema más caliente calentaba a nuestra agua; a esta energía transferida de B a A y que no es originada mecánicamente se denomina calor, el cual es de alguna manera equivalente a un trabajo (lo acabamos de ver). Si es así, podemos incluir este nuevo término en la expresión que ya vimos (E₂ - E₁ = Q), ahora con signo positivo, ya que hay un aporte directo de calor. A diferencia de lo que ocurría con el trabajo, se suele tomar como criterio que, si hay una transferencia neta de calor hacia el sistema, su signo es positivo, y si es el sistema el que emite calor, será negativo. La expresión quedará, pues, como sigue:

∆E = E₂ - E₁ = Q - W

El estado energético de un sistema, o mejor, la variación de energía de un sistema depende de los flujos de energía calorífica y mecánica que absorbe o emite. Lo que nos lleva a una tercera observación, como es que hablar de energía calorífica, o mecánica, o del tipo que sea, no deja de ser una arbitrariedad en función de los efectos que produce según el sistema sobre el que recae porque, en el fondo, hay una equivalencia entre sus distintas manifestaciones. El concepto de energía es un concepto más amplio, la cual se puede manifestar de diversos modos. Esto es algo que hoy en día nos es muy familiar, pero en la época para nada era así. Fue en estas décadas cuando se comenzaron a descubrir, conocer y comprender procesos de transformación de energía, como la pila de Volta (conversión de energía química en eléctrica), la bombilla de Edison (conversión de energía eléctrica en lumínica, y calorífica), la inducción electromagnética (conversión de energía eléctrica y magnética gracias a los trabajos de Oersted y Faraday), la máquina de vapor (conversión de energía calorífica en mecánica), etc. Todo ello fue ya dibujando lo que sería el principio de conservación de la energía.

Dos años antes de que Joule publicase los resultados de sus trabajos, uno de los investigadores más polifacéticos de la época, Hermann von Helmholtz, expuso en un artículo el año 1847 que, aunque vinculado al ámbito de la medicina, está relacionado con nuestro tema, concluyendo que la Naturaleza debía poseer una cantidad de energía que no puede aumentar ni disminuir, sino que es la que es, siempre la misma, independientemente de que pueda cambiar de forma. Con algo de esto tiene que ver la primera ley de la termodinámica que, siguiendo nuestro discurso, puede quedar expresada en los términos que siguen: el cambio en la energía total entre dos estados de un sistema cerrado es equivalente al trabajo adiabático necesario para llevar al sistema de un estado al otro, más la resultante neta de la transferencia de calor hacia o desde el sistema en cuestión. O, dicho de modo más sencillo, como la explica Pérez Izquierdo: «la energía interna de un sistema físico aumenta en la misma proporción que se le da calor y disminuye en la misma proporción que realiza trabajo».

17 de septiembre de 2024

La conciencia estética o el desenfoque interesado de la atención

Del esquema que tenía trazado quedaba pendiente reflexionar un asunto: el que se refiere a ese gran enemigo de lo estético que es el interés práctico. La conciencia general, la conciencia habitual según la cual estamos situados en la vida, es la gran enemiga de la conciencia estética. ¿Por qué? Y, si esto es así, ¿cómo podemos iniciar el tránsito hacia lo estético, partiendo de nuestro estar habitual en la vida?

Decíamos que la percepción, en nuestro trato cotidiano con las cosas, y una vez identificado el objeto, se torna prescindible, secundaria, pues ya ha cumplido su papel. Cuando entra en juego cualquier concepto, el objeto se hace presente desde instancias ajenas a su percepción. Sólo percibimos del objeto lo mínimo necesario para identificarlo, bien para un uso conceptual, bien para un uso práctico. Entra en escena el tan temido por no pocos filósofos ‘interés’, desplazando lo estético de la percepción en aras de la eficiencia práctica o del empleo conceptual. Ello propicia que no percibamos al objeto en su totalidad, pues ello supondría una pérdida de tiempo: ¿para qué, si ya sé a qué atenerme con él? En la conciencia general, lo familiar desplaza a lo originario. Aparece en la percepción una acentuación de ciertos aspectos, un enderezamiento de la atención que preselecciona una información en detrimento de otra, aparecen elementos valorativos que se distinguen fácilmente y que recortan lo percibido en beneficio de lo buscado. Algo que ocurre análogamente cuando nuestro estado de ánimo se nos impone.

La percepción interesada ―en sentido amplio― es muy frecuente en la vida cotidiana; quizá sea la más frecuente, dado el carácter de eficacia con que dotamos a nuestra vida. Se puede decir que la percepción cotidiana es una percepción interesada, ya que está al servicio de la vida del sujeto, tal y como de hecho acontece en cualquier especie animal. Tanto es así que nos genera violencia pensar en una percepción desinteresada, no nos es fácil ni de comprender ni de llevar a cabo, dado que el interés vital ―digamos― es generalizado. Ello supone uno de los principales enemigos de la percepción estética ya que, en aras de la eficiencia, se opone frontalmente a ella.

Este fenómeno no es algo superfluo, sino que es central en nuestras vidas. Se puede afirmar que es a estos significados y usos de las cosas a los que se dirige habitualmente nuestra percepción; y es a su identificación a lo que dirigimos la atención, permaneciendo en un objeto o pasando al siguiente en función del éxito de dicho cometido. Lo percibido directamente se hace secundario, prescindible si pudiera ser el caso, pues nuestra percepción trata de obviarlo en busca de lo ‘fundamentalmente distinto’ para identificarlo lo más rápidamente posible, diferenciándolo del resto.

Y así, apenas hemos puesto nuestra atención en todo lo otro, en lo sensible que hay ‘de más’, y que no nos interesa; «por así decirlo, sólo lo rozamos al pasar la vista sobre ello como algo inesencial, transparente», dice Hartmann. Y el caso es que es en ‘todo eso que hay demás’ donde comienza a abrírsenos el ámbito de lo estético, no antes. Paradójicamente, es cuando distraemos nuestra atención cuando empezamos a atender un mundo por descubrir.

Algo análogo ocurre en la percepción anímica: enseguida enderezamos nuestra atención hacia aquello que nos es más familiar y que se nos aparece con mayor concreción, permitiéndonos identificar lo más rápidamente cómo se encuentra el otro. Por lo general, y siguiendo el principio al que Hume denominó ‘asociación’, tendemos a vincular determinadas expresiones con determinados rasgos del carácter: identificamos la bondad, la determinación, la tristeza o la esperanza con ciertas configuraciones de un rostro. Por muy expuesto a errores que esté este fenómeno, es el modo en que usualmente solemos hacernos eco del estado anímico de alguien. Es algo que hacemos continuamente en base a nuestra experiencia, y que con más facilidad hacemos cuanta más experiencia tenemos al respecto. Ello nos lleva a cierta precipitación, en el sentido de que ya dejamos de percibir al otro, no nos demoramos en él, sino que nos basta ya con lo percibido, y en seguida acometemos una nueva tarea, una nueva percepción.

La conciencia estética comienza cuando somos capaces de trascender el interés en la percepción propio de una conciencia general, cuando somos capaces de demorarnos en lo percibido; algo que, si bien al principio nos genera violencia y ansiedad, poco a poco no sólo nos ofrecerá una riqueza insospechada desvelando un mundo invisible hasta entonces, sino que ello irá acompañado de una fruición indescriptible e inefable, nada que ver con los sentimientos y emociones que hasta ese momento nos haya ofrecido nuestro trato objetivo con el mundo.

10 de septiembre de 2024

Los sistemas no lineales: azarosos o complejos

Los sistemas más sencillos de la naturaleza suelen ser de carácter lineal: en ellos todo suele estar ―digamos― en orden, de modo que las modificaciones suelen tener efectos proporcionales a sus factores desencadenantes (bien inhibiendo, bien activando el sistema). Pero no todos los sistemas son así: más bien al contrario, seguramente son los menos frecuentes ya que, conforme los sistemas crecen y se complican, el posible carácter inicialmente lineal difícilmente se mantiene. Y la diferencia en las respectivas dinámicas es más que relevante, pues unos y otros nos llevan a situaciones muy distintas, tan distintas como pueden ser los fenómenos de una sinapsis neuronal o de una tormenta.
  
En estos sistemas más complicados no necesariamente se pierde el carácter lineal, sino que, por su propio modo de ser y de comportarse, es difícil de seguir dicha linealidad, dificultando, por no decir imposibilitando, predecir su comportamiento. Su complicación tiene que ver con el hecho de que cuentan con distintas variables que se integran entre sí, y que se influyen recíprocamente; en ellos la materia aparece estratificada por niveles, estableciéndose relaciones y causalidades tanto en el seno de cada nivel como en la relación entre los distintos niveles. Así, no es que su comportamiento sea impredecible per se, sino que, si esto es así, es porque la causalidad se complica tanto que no es posible ‘seguirla’ en su proceso causal. Por este mismo motivo, cualquier modificación en sus condiciones de contorno tendrá consecuencias imprevisibles en el comportamiento del sistema. No obstante, no hay que perder de vista que la distinción entre sistemas lineales y complejos no se debe tanto a la complicación del sistema como a su comportamiento; de hecho, un sistema complejo famoso es el formado por tres barras moviéndose articuladas entre sí, bastante sencillo en cuanto tal.

Dentro de lo que son los sistemas complejos, creo que sería oportuno hacer una distinción, que es la que se da entre los sistemas que Lorenz tenía en mente cuando hablaba del efecto mariposa, y otros fenómenos que también forman parte de nuestras vidas cotidianas, y que solemos etiquetar bajo el concepto de ‘azarosos’. Me refiero, por ejemplo, a lanzar al aire una moneda, o un dado. En ellos, algo hay del comportamiento complejo, pero parece que no del todo. ¿En qué sentido cabe interpretar ese ‘no del todo'? En mi opinión, ello es debido al número de casos posibles, que en estos casos azarosos es muy concreto: cara o cruz, o del uno al seis. Lo cual no debe despistarnos sobre su carácter complejo.

Pensemos en el lanzamiento de una moneda. En una primera aproximación, parece que en este sistema haya pocas variables, pero el caso es que no es así exactamente: podemos pensar, en su peso y tamaño, la rigidez de su material, la fuerza con que se lance, o su punto de aplicación, la rugosidad de sus caras, la distribución de su masa, las irregularidades en su contorno que la alejan de un círculo perfecto, la dureza de la superficie sobre la que cae, etc. Y algo similar pasa cuando pensamos en el número de casos posibles: pensamos que sólo son dos (cara o cruz, si no contamos que caiga de canto), pero esto no es exacto, porque muy bien se podría considerar el lugar en el que va a caer, el tiempo que va a tardar, cómo vayan a ser sus rebotes con el suelo, etc. Si queremos prever el resultado, sí, saldrá cara o cruz, pero otra cosa es, por ejemplo, predecir dónde va a caer la moneda: no hay manera de prever con seguridad el lugar exacto en el que la moneda detendrá su movimiento. Lo mismo cabe decir con un dado, o con la ruleta, etc. Ciertamente, estos sistemas tienen mucho de complejos, pero, desde una perspectiva cotidiana, entendemos que los casos posibles son pocos; a diferencia de ellos, los sistemas complejos se caracterizan, independientemente del número de variables que tengan, porque sus resultados sí que son indefinidos. De hecho, se ha demostrado que con sólo tres variables ya se puede dar un comportamiento impredecible; famoso es el problema de los tres cuerpos. Es aquí donde cabe situar la diferencia. Porque en el primer caso, llamémosles sistemas azarosos, a pesar de nunca saber cómo va a terminar la cosa sí que sabemos que ha de terminar con uno de los casos posibles fácilmente identificable (vistos así, reduccionistamente); comportamiento que es fácilmente predecible estadísticamente con una fiabilidad sorprendente. Independientemente de que, en los otros, en los complejos, también hay un soporte matemático extraordinario, sin duda se trata de cálculos más complicados y no tan fiables como los azarosos, y no tenemos para nada tanta seguridad en la predicción de sus resultados.

Creo que es razonable denominarlos así: a los primeros azarosos y a los segundos complejos; de los primeros podemos prever de alguna manera (estadísticamente) su resultado, de los segundos es más difícil (aunque se está avanzando mucho en su definición matemática, motivo por el cual la predicción meteorológica es cada vez más fiable). Pero no se puede dejar de advertir que es una distinción ―digamos― arbitraria, pues lo cierto es que en los azarosos hay un momento de complejidad, y en los complejos un momento de azar. Pero bueno, sirva la distinción.

3 de septiembre de 2024

El tránsito a una razón experiencial

Habitación de hotel (Edward Hopper, 1931)
Decíamos que la experiencia tiene que ver con el modo en que las personas estamos en el mundo. Cada persona está en el mundo y se relaciona con cosas y personas, de todo lo cual adquiere una experiencia, lo experiencia. Esta experiencia tiene la doble dimensión de ser individual (cada cual tiene la suya, aunque se encuentre en la misma situación que otro) y de ser procesual, y ello en dos sentidos: en el de que cada experiencia deviene en el tiempo, no es instantánea, y en el de que es algo que nos acompaña durante todas nuestras vidas, nuestras vidas son experienciales, quizá una única experiencia que se extiende a lo largo de toda la existencia y que se va modulando según las distintas situaciones. La experiencia no es algo primariamente cognitivo, sino que es de la persona en total, considerada holísticamente: seamos más o menos conscientes, continuamente estamos teniendo experiencias que nos afectan en grado mayor de lo que nos damos cuenta, mediante procesos que se escapan a la consciencia: tanto lo que hacemos como lo que nos pasa nos afecta, las más de las veces mediante procesos no conscientes.

Es más o menos fácil hacernos eco de lo que supone la experiencia así entendida, pero ¿cómo se podría definir?, ¿qué es una experiencia? Pues quizá como acabo de decir: es un modo de definir nuestra relación con las cosas, considerando tanto aquello que tiene que ver con las cosas, como con el modo de relacionarnos con ellas y con su efecto sobre nosotros. En la experiencia hay algo que nos pasa, lo cual depende de qué sea aquello que lo ha provocado y cómo ha sido nuestra relación con ello. Esto ocurre desde las experiencias más breves o cotidianas (un soplo de aire en el rostro) hasta las más complejas y extendidas en el tiempo (la educación de un hijo). En todo ello algo ocurre, eso que ocurre nos afecta. Y este afectarnos es algo que no acabamos de controlar del todo, sino que nos es dado, cuanto menos parcialmente; quiero decir: uno puede elegir cómo enfrentarse a una situación, pero cuál sea el resultado de dicha experiencia no lo podrá determinar del todo, sino que una buena parte de ella se le escapará.

Consecuencia de todo ello se adquiere un cierto conocimiento, pero un conocimiento no teórico sino experiencial porque, como decía, la experiencia desborda lo meramente cognitivo. Adquiere así carta de presencia la sensibilidad, ‘tocar’ las cosas, en virtud de la cual la relación que se tiene con el mundo adquiere un color diferente. Educarnos para crecer en esta sensibilidad supone hacernos eco del cuerpo, de todo lo que tiene que ver con lo biológico, con lo vital, lo afectivo, instalándonos en la vida desde una clave que, de lo estético, muy bien puede abrirnos a lo espiritual.

Se trata de un horizonte que sólo se hace accesible para quien paga el precio de renunciar a la certeza absoluta propia de una razón lógica, de una razón pura, precio que no es otro que insistir en estos ingredientes a menudo olvidados de nuestra razón, convirtiéndola en lo que el profesor Conill denomina razón impura, una razón de carácter experiencial, con una indudable dimensión hermenéutica (Gadamer) y noológica (Zubiri), dando así entrada al ámbito de lo que Ortega y Gasset denominaba el ámbito de lo vital, es decir, el que tiene que ver con la existencia sentida, con el valor vital de los valores y los sentimientos.

Ello supone descubrir esa vasta riqueza que subyace a una razón meramente lógica, qué hay de experiencial bajo el uso formal de la razón. Una razón que, por mucho que lo pretendan los autores idealistas, en su mismo ejercicio formal deja entrever voluntad, rebeldía, deseo de conocer, cansancio, ilusión… poniendo en entredicho precisamente esa pretendida autonomía absoluta de la razón (pura). Seguramente el a priori del cuerpo no se reduzca a su papel de soporte de las funciones de la conciencia y del lenguaje, sino que consista en un elemento integrador de la misma razón, tanto como para poder hablar también de ‘razón del cuerpo’ (Nietzsche), o de ‘razón sentiente’ (Zubiri). Muy bien se podría decir que la sensibilidad (el cuerpo, lo biológico, lo orgánico, lo afectivo) es el modo primario de la razón.

27 de agosto de 2024

Ciencias naturales y filosofía: modos de conocer que se exigen y se enriquecen

Un rasgo característico de nuestra especie es que buscamos saber qué son las cosas, qué es la realidad, empresa para la cual empleamos diferentes estrategias. Vaya por delante que, si queremos conocer las cosas, es porque quedan ante nosotros de una determinada manera, en virtud de la cual nos nace la necesidad de conocerlas, de ‘tener que’ conocerlas en tanto que hemos de ‘hacernos cargo’ de la realidad. Las mismas cosas también están presentes ante individuos de otras especies, pero ellos no ‘conocen’ como nosotros: aunque posean cierto conocimiento, no conocen tal y como nosotros entendemos el conocimiento. Por ejemplo, un animal ‘sabe’ que el fuego quema, pero no lo sabe igual que nosotros: nosotros no sólo sabemos que el fuego quema, sino que sabemos lo que es el fuego. De alguna manera, ante la inteligencia tenemos la cosa en su sernos presente, y a la vez planteándonos el problema de lo que es. Nuestra inteligencia, pues, produce una especie de desdoblamiento en nuestra relación con las cosas, nuestro pensar no se contenta con que las cosas estén presentes, sino que se ve impelido a averiguar qué sean esas cosas que le están presentes: nosotros no sólo tenemos presentes las cosas que son (también las tienen los animales) sino que pretendemos averiguar qué son esas cosas que nos están presentes siendo como son. Así, nuestro pensamiento, nuestro conocimiento, nuestra inteligencia, posibilita que nos podamos introducir en la índole de la realidad.

Podemos plantearnos por qué esto es así, por qué, en un momento dado, no es suficiente el conocimiento adquirido sino que es preciso ir más allá. O incluso por qué no podemos sino conocer, algo que ―salvando las distancias― también han de realizar todas las especies para poder sobrevivir. Zubiri lo ha denominado en alguna ocasión como que la realidad posee un carácter instante, en el sentido de que la realidad, y no olvidemos que el ser humano también es realidad, impulsa a conocer, a conocer cada vez más. Esto es lo que quiere expresar con el carácter ‘instante’ de la realidad, entendiendo ‘instante’ no en sentido temporal (como un período de tiempo muy corto) sino como impelente, que nos impulsa, que nos insta.

Otra cosa es cómo acometamos dicha tarea, para lo cual se pueden seguir distintas estrategias. Tanto las ciencias naturales como la filosofía tratan de conocer qué sea la realidad, realizando un tránsito, cada una a su manera y siguiendo sus esquemas, de lo inmediato a lo mediato. Al hombre le es dado de modo inmediato un sinfín de cosas y de fenómenos, con los que muy bien puede hacer su vida; pero el caso es que no nos contentamos con ello, sino que aspiramos a profundizar más en lo que sean esas cosas que se nos presentan de modo inmediato, alcanzando así un conocimiento que ya no es inmediato, sino mediato, mediado precisamente por las herramientas y estrategias propias de cada tipo de conocimiento.

Así, el saber parte de un problema fundamental, que no es otro que tratar de conocer en profundidad los hechos que se le presentan inmediatamente a la inteligencia, la cual, en el momento en que se plantea precisamente qué sean, las convierte en un problema; un problema que es objeto de cada ciencia, y que ha de resolver según sus propios métodos y en el seno de su propia especificidad, adquiriendo así ese conocimiento mediato.

Pero pronto se le presentan a cada ciencia dos cuestiones añadidas. La primera tiene que ver con el hacerse eco de que su modo de encarar una cosa es eso, su modo, siendo consciente de que esa misma cosa se podría encarar de otros modos, alumbrando otras dimensiones de aquello que ella misma está intentando esclarecer. La segunda es el hacerse eco de que las cosas que se le presentan no se le presentan solas, aisladas, sino que se le presentan en relación con otras, de modo que cuando trata de estudiar una cosa no puede sino recortarla sobre todo ese conjunto de cosas entre las que está. En las cosas hay más dimensiones que las que estudia un modo de saber, y hay muchas más cosas que las que se trata de conocer, de las que tenemos noticia precisamente conociendo a la cosa concreta que queremos conocer, que nos ‘arrastra’ de alguna manera a todas las demás.

Cada ciencia, pues, sabe que aporta algo al gran edificio del conocimiento, pero sabe a la vez que es insuficiente; en su propio conocer, adquiere noticia de que su objeto de conocimiento, la realidad, se le escapa, que es mucho más de lo que ella puede abarcar. No es sólo que su objeto de conocimiento pueda ser complementado por el adquirido por otras disciplinas, sino también y sobre todo que hay un fondo de realidad hacia el que apunta precisamente lo que ella conoce. Se puede afirmar que el conocimiento positivo nos remite a un ‘fondo’ como última instancia de la realidad, fondo al que apuntan todas las ciencias y que, por propia definición, no pueden alcanzar: se trata, pues, de algo filosófico. Un fondo que muy bien se puede enfocar tanto hacia el interior de la cosa (hacia su fondo fundamentante) como hacia el exterior (hacia el todo de ‘la’ realidad).

Este enfoque de la realidad como total nos lleva a una idea de realidad, más que como un conjunto de cosas o de entes cognoscibles, como ‘la’ realidad, algo que tiene repercusiones interesantes. Dice Zubiri: «De aquí que cuando el hombre conoce o hace ciencia positiva se encuentra en una situación especial; por una parte, trata las peculiaridades de la realidad que quiere estudiar y, por otro lado, tiene que tener presente algo que afecta al carácter total de la realidad dentro del cual están inmersos los objetos de las ciencias estudiadas». Y aquí se da una situación paradójica, circular, pero según una circularidad virtuosa. Por un lado, la ciencia conoce a la realidad en virtud de su carácter instante, algo de lo que, por el otro, no podemos tener noticia sino partiendo de ese conocimiento particular de las cosas. Es gracias al conocimiento de las cosas al que nos impele el carácter instante de la realidad, que podemos tener noticia de dicho carácter instante y de ‘la’ realidad, en tanto que ese conocimiento de las cosas nos abre a ello, nos lanza. Esto puede ser porque la realidad no sólo está presente en cada ciencia según sus objetos particulares de estudio, sino porque también está presente como un todo, un todo sobre el que emerge precisamente su objeto específico de estudio, un todo que se convierte en problema ya no científico, sino filosófico. Así lo explica Zubiri: «Por esto en la ciencia positiva hay una doble vertiente (…): primero, la realidad particular de cada ciencia con sus métodos propios y problemas últimos y, segundo, esa referencia de que cada trozo de que trata la ciencia en cuanto general es algo que pertenece y es en el todo de la realidad. Por la primera vertiente tenemos la ciencia positiva; por la segunda podríamos barruntar (solo barruntar) la realidad del todo como algo que da lugar al problema de la filosofía».

Avanzando por esta vía, se van descubriendo una serie de problemas fundamentales sobre la realidad, problemas de carácter filosófico a los que nos lleva la parcela de realidad investigada por cada ciencia. Del mismo modo, encarar filosóficamente qué sea la realidad puede revertir enriquecedoramente en el estudio que cada disciplina científica realice sobre su específico ámbito de la realidad. No son pocos los ejemplos en la historia del conocimiento humano.

20 de agosto de 2024

Privaciones afectivas propician personalidades disfuncionales

Nunca seremos lo suficientemente conscientes de cómo influyen en el desempeño habitual de nuestras vidas la configuración de las estructuras profundas de nuestro cerebro, aquellas que gestionan sobre todo los procesos vegetativos y emocionales, de modo previo a que la consciencia haga acto de presencia. Lo que pensamos, lo que hacemos, lo que comprendemos, pende en buena medida del funcionamiento de las estructuras primarias de nuestro cuerpo; y, ¿de qué depende su funcionamiento? Pues de cómo se han ido configurando a lo largo de su despliegue desde las etapas iniciales de nuestra existencia. Autores como Rof Carballo o Cyrulnik insisten en el hecho de que, para que éstas se encuentren configuradas en nosotros de modo funcional, es preciso haber vivido en un entorno de experiencias nutritivas, con encuentros de cuidado y de ternura. Es ese entorno amable el que propicia que el despliegue de nuestras vidas sea funcional, con la confianza que otorga el sentirse querido y que será la que propicie que abramos una ventana al mundo en virtud de una curiosidad vital no medrada por el muro levantado por temores infundados.

Por ejemplo: ¿por qué se lanza a balbucear sus primeras palabras un bebé? Pues porque sus ojos reconocen una figura familiar y amable, con la que quieren relacionarse; si no se siente en un entorno de confianza, no se suscitarán en él las ganas de hablar, ni siquiera de comunicarse. Sólo sentirá curiosidad por ese océano lingüístico de los adultos que le rodean, y que no entiende en absoluto, si se siente acogido en un mundo que le desborda en todos los sentidos y se encuentra con el suficiente ánimo de lanzarse hacia él. No es ninguna locura afirmar que la palabra tiene su origen en lo social: o aún más: en su repercusión en el cuerpo y en la afectividad. Un niño que no se siente acogido, o no hablará o lo hará con dificultad.

Por parte de los adultos, no hay que confundir este entorno de confianza con una excesiva proximidad; del mismo modo que una separación frecuente puede crear apegos disfuncionales, lo propio ocurre al contrario, cuando la separación es inexistente y el contacto asfixiante. El vínculo nutritivo no se da ni cuando la separación es acusada, ni cuando la proximidad se convierte en fusión, todo lo cual confundirá al bebé que no sabrá discernir cuáles son sus sentimientos, oscurecidos como están por lo que ‘debe sentir’ según pautas inestables. Siguen de ahí despliegues disfuncionales por parte del bebé, pues es fácil que el niño se familiarice con percepciones o comprensiones de lo cotidiano alteradas o imposibles, cuya disfuncionalidad impide la creación de cualquier tipo de vínculo nutritivo.

La percepción que los niños tienen del mundo se puede disociar de lo representado en base a muchos factores. Esto sucede cuando no hay un marco adecuado en el cual ir encajando lo que recibe del entorno. Por ejemplo, cuando un niño sufre abusos de alguno de sus padres (no necesariamente sexuales), por el hecho de provenir de ellos concebirá esta experiencia con una connotación que no sabrá interpretar adecuadamente, y que no le quedará más remedio que integrar según su entramado familiar. El niño crecerá con una disfuncionalidad que afectará a muchos y variados aspectos de su personalidad, y que permanecerán mientras no se pueda resolver esta incongruencia, algo que suele ocurrir ya de adulo, frecuentemente con la ayuda de un terapeuta en función de la gravedad del caso. Será entonces cuando pueda comprender todo aquello que le sucedió.

Dice Cyrulnik: «Todas las grandes emociones de la vida pasan por una etapa de latencia entre la percepción inmediata y la representación del acto, por definición siempre retrasada, puesto que se trata de presentarse de nuevo a uno mismo, en imágenes o sónicos, una escena experimentada con anterioridad. Este mecanismo psicológico es la norma en todos los grandes fracasos de la vida, como los accidentes, las guerras, las torturas o los incestos, donde el sufrimiento aparece más tarde, en las representaciones mucho más que en la percepción».

Mientras que las emociones animales se originan de la relación con su medio, los sentimientos humanos hacen lo propio de sus relaciones sociales, o mejor, de las representaciones personales suscitadas en el seno de dicho discurso social. Como ya viera Smith hablando de la simpatía, la relación afectiva con los demás nos fundamenta y nos configura, sintiendo en gran medida lo que se nos dice que hemos de sentir mucho antes de ser capaces de sentir según nuestra propia experiencia personal. Lo cual puede dar a una vivencia de ruptura interior cuando en uno no nacen los sentimientos que se le ha dicho que tiene que sentir, algo que ocurre en entornos afectivos disfuncionales e inestables. Este es el motivo por el cual niños abandonados, no es sólo que presenten dificultades para amar, sino que también son difíciles de amar, no reconociéndose ellos mismos en ambientes de afecto sano y nutritivo, necesitando encontrar sus espacios de soledad y retraimiento que, en definitiva, constituyen su mundo. Resultado de ello será una afectividad polarizada con explosiones de alegría o de ira, tan difíciles de encauzar para un educador por deberse a una aleatoriedad similar a la del ambiente en que se originaron. Estos niños, a causa de su abandono y de su privación afectiva, no pueden, no saben, asumir sanamente las experiencias que le acontecen. Son partituras con las notas caídas, sin melodía. Esto, que hoy en día puede parecernos más que razonable, lo cierto es que no fue hasta 1950 cuando Spitz, Bowlby y Robertson, hicieron observable mediante grabaciones algo que el pensamiento colectivo ni se imaginaba: que un niño privado de su madre puede sufrir problemas afectivos.

13 de agosto de 2024

La percepción prelógica del mundo

Veíamos lo interesante que era analizar el movimiento de un objeto, no tanto desde la trayectoria que describe, sino desde el mismo objeto, desde el móvil que es el que describe tal trayectoria. Cuando analizamos lógica o científicamente un movimiento de un objeto, si podemos hablar de ‘movimiento’, es porque dicho movimiento existe antes que el análisis que de él podamos realizar, y en virtud del cual lo ‘objetivamos’, lo definimos ‘absolutamente’ según descripciones rigurosas o ecuaciones matemáticas; los movimientos existen previamente al ‘mundo objetivo’ origen de todas las afirmaciones que podamos realizar sobre él, movimientos previos de los cuales tenemos noticia también, pero no una noticia lógica, sino prelógica, vivencial, existencial. Este movimiento primario es prelógico: cuando el lógico comienza su trabajo, ya hay todo un mundo prelógico en activo, al cual hay que tratar de acceder para comprender en su génesis la experiencia del mundo. Porque el mundo no está hecho de ‘cosas’ que se mueven, sino de transiciones en general; ninguna cosa es estática; todo, absolutamente todo, está en devenir, está en continua transformación, también nosotros.

Si hablamos de que ‘algo’ está en tránsito es porque ese algo parece que permanece en el seno de un contorno más volátil, definiéndose únicamente porque su forma de pasar está ralentizada respecto al movimiento que posee. Ese entorno no es tampoco un entorno ‘en general’, sino que es el entorno en el que cada observador se sitúa y en el seno del cual pone lo que para él existe; y está descrito por unas coordenadas espaciotemporales. Efectivamente, lo que exista para un observador le está presente en el espacio que le circunda, y envuelto en un mismo intervalo temporal; un intervalo temporal que no es más que una sección arbitraria de ese todo tempóreo que es su estar en el mundo. Cada intervalo deviene del anterior, es su continuación, para desembocar en el posterior, el cual será continuación de éste. Su identificación se debe a circunstancias extrínsecas al propio devenir tempóreo, en función de las cosas que estén presentes y del modo de estarlo. Todo presente encierra algo de su pasado y de su futuro, expresándose precisamente en su devenir tempóreo.

Así las cosas, qué sea aquello que se mueva o no dependerá de nuestro campo visual, el cual es mucho más que un recorte del mundo objetivo al que tenemos acceso, mucho más que un paisaje con bordes claramente definidos. Porque lo cierto es que vemos mucho más de lo que vemos con claridad. E incluso vemos ‘lo que no vemos’, como acontece cuando escuchamos un sonido familiar tras la puerta cerrada que, sin ver explícitamente el objeto que lo ha generado, tenemos la experiencia de que sí que lo vemos. El límite del campo visual no es el tránsito de la visión a la no-visión, ya que muchos elementos no-vistos forman parte también de mi campo visual, como las partes que no vemos de las cosas que están delante de nosotros. Como dice Merleau-Ponty, «nos es preciso reconocer lo indeterminado como un fenómeno positivo. Es dentro de esta atmósfera que se presenta la cualidad».

Qué vemos y qué no vemos depende de nuestra situación en el mundo; y qué se mueve y qué no se mueve, también, pues el movimiento es algo estructural, lo que no quiere decir que sea meramente relativo o arbitrario. Pero no es algo que nos venga dado de modo ‘absoluto’: «lo que da a una parte del campo valor de móvil, a la otra parte valor de fondo, es la manera como establecemos nuestras relaciones con ambas por el acto de la mirada».

Mi mirada influye en las cosas, porque mi ojo no es una pantalla en la que se proyectan las cosas, sino un modo de llegar a ellas. Mi mirada vaga hasta que se fija en el objeto, hasta que hace presa en él, tensándose al atenderlo. Y este ‘fijarse’ no es un desplazamiento geométrico y objetivo, sino una ‘marcha hacia lo real’. El cuerpo proporciona al ojo su poder perceptor, en tanto que le sitúa ante un campo y le engrana al mundo: cómo capte a ese objeto dependerá de cómo el ojo esté anclado en la situación, todo lo cual puede ir cambiando. No es una percepción explícita, clara, sino experiencial, mundanal. Cuando atendemos a ciertos puntos de referencia, estos nos son dados preconscientemente como ‘ya’ puestos en ‘nuestra’ percepción, motivo por el cual, precisamente, nos demoramos en ellos. Para poder ver, antes hay que haber sido visto, con una mirada ‘que me abraza y me permite ver’. Para ‘otros ojos’, para otra percepción, valdrán otros puntos de referencia.

Esto se pone de manifiesto claramente en dos situaciones: a) cuando otros eligen unos puntos que no son los nuestros, ‘viendo’ cosas que a nosotros nos han pasado desapercibidas, algo que nos sorprende; y b) en situaciones ambiguas, en las que los puntos de referencia no surgen claramente, de modo que no podemos percibir con todo nuestro ser, en tanto que le falta precisamente un asidero al que anclarse. Es en este nivel prelógico en el que hay que situarse para comprender el origen de nuestra percepción del movimiento, sobre la cual trabajan el científico y el lógico, también el psicólogo.