16 de enero de 2024

La experiencia no es sólo de lo cotidiano

Como veíamos, nuestra relación cotidiana con las cosas nos remitía a aquello que denominaba ‘lo experiencial’. Podemos plantearnos qué es eso de lo experiencial, y cómo nos vemos remitido a ello, a ese momento primordial en virtud del cual el ser humano está instalado en la realidad. Para ello partiremos de nuestra relación cotidiana con las cosas, para ver dónde nos lleva.

Cuando uno se pone a pensar sobre esto, se da cuenta de que en su día a día está en continua relación con las cosas, desenvolviéndose vitalmente entre ellas: conociendo las cosas, siendo afectado por ellas, empleándolas para cualquier tarea o necesidad, etc. Continuamente estamos insertos en esta relación continua con las cosas, algo de lo que enseguida nos damos cuenta a poco que nos detengamos en ello: forman parte de nuestra vida, no es posible vivir sin cosas. Y, de modo concomitante, en esa relación con las cosas tomamos consciencia de nosotros mismos: tomando consciencia de nuestra relación con las cosas, tomamos consciencia también de nosotros mismos. No podemos tomar consciencia de nosotros mismos si no es haciendo cosas, sintiendo cosas, aunque sea las de nuestro cuerpo.

Esta toma de consciencia, muy bien se puede denominar en sentido amplio experiencia, y tiene que ver con nuestro modo habitual de vivir, de relacionarnos con las cosas, de estar entre las cosas. Vivimos experiencialmente, sobre lo cual destacan dos caracteres iniciales. a) Si lo pensamos, toda experiencia es individual, particular; se trata de una experiencia personal que cada individuo realiza en su interacción con el entorno. Por mucho que dos personas estemos en el mismo entorno, y hagamos las ‘mismas cosas’, nunca coincidirán totalmente las experiencias respectivas, pues entran en juego muchos elementos, tanto objetivos como subjetivos, todo lo cual afecta a esa relación propia de cada cual con las cosas. b) Y nos damos cuenta también de que toda experiencia posee una dimensión dinámica, procesual, en tanto que acompaña constantemente a la vida de la persona, en cada uno de los momentos vitales y de las acciones que realice. La experiencia es un continuum, se trata de una ‘vida experiencial’: estamos continuamente experienciando a la realidad, a la vez que concomitantemente también tenemos experiencia de nosotros mismos en nuestro experienciar a la realidad.

Hay aquí un aspecto que quisiera destacar, y que a la postre es fundamental, ya que interviene gravemente en la concepción antropológica que nos forjemos. Tiene que ver con el hecho de que quien experiencia es la persona en su globalidad, considerada holísticamente, con todo lo que es. Sería reduccionista considerar este proceso como meramente cognitivo, como algo específico de la conciencia, del ‘yo conciencia’.

Ciertamente hay un momento cognitivo, pero este momento se incardina en algo más amplio, y que compete a todas las estructuras constitutivas de la persona. Quien experiencia es la persona, no su conciencia. Quien interactúa con su entorno no es nuestra conciencia o nuestra mente, sino cada uno de nosotros considerados en total, con todo lo que somos orgánicamente (independientemente de que en eso que somos podamos diferenciar los niveles biológico y espiritual). La experiencia es algo más amplio que su dimensión cognitiva, lo que conlleva que solamente alguna parte de esa experiencia global podrá hacerse presente en la conciencia. Partimos de que, si se puede hacer presente en la conciencia, es porque ‘ya’ se ha tenido o se está teniendo la experiencia. En su origen genético, la experiencia es eso, experiencial, orgánica, precognitiva; sólo ulteriormente podrá hacerse presente en la conciencia. Una experiencia que ―como digo― la conciencia no podrá abarcar por entero, sino que se dejará aspectos fuera porque no podemos tomar conciencia de todo lo que experienciamos, lo cual, por otro lado, no por ello deja de afectarnos. Un buen ejemplo de esto que digo son las experiencias prematuras de los bebés, de las cuales para nada se hacen eco (no pueden en esas edades tan tempranas), y sin duda revierten sobre ellos; aunque esto también nos ocurre en nuestra vida adulta, algo que descubriremos a poco que afinemos nuestra sensibilidad.

En este sentido se puede distinguir consciencia de conciencia: tomamos ‘consciencia’ de que la experiencia es algo más que lo presente en la ‘conciencia’; ‘consciencia’ apunta hacia esa dimensión global, orgánica, mientras que ‘conciencia’ apunta hacia la dimensión cognitiva, reflexiva. Es precisamente la consciencia de que la experiencia no se agota en la conciencia el motivo por el cual apuntamos hacia otras dimensiones suyas; en caso contrario, ¿a santo de qué? Esas otras dimensiones hacia las que apunta nuestra toma de consciencia tienen que ver con todo aquello que somos además de conciencia, de mente, de pensamiento, de reflexión. Lo que no es óbice para que esta experiencia, un proceso que es continuo en tanto que tiene que ver con nuestro modo de estar en el mundo, pueda ser ulteriormente pensado, procesado cognitivamente; como digo, siempre desde la toma de consciencia de que la experiencia no se agota en lo presente en la conciencia, lo que supone aquí la puesta en común de dos planos que se tocan en su límite, por decirlo así. Es esa toma de consciencia la que lleva a nuestra reflexión a ‘estirarse’, a ir más allá de lo inicialmente pensado o conocido; ¿cómo?, o ¿por qué? Pues por una noticia no cognitiva que se nos hace presente de otro modo, experienciándonos como algo más que mera conciencia, todo lo cual nos esforzaremos por ‘introducirlo’ en nuestro conocimiento y en nuestra reflexión. Una noticia de carácter sentiente.

2 comentarios:

  1. La experiencia está sometida a un cambio continuo ,a veces inapreciable, que no depende totalmente de nuestros sentidos .Algo hay que no comprendemos pero sí sentimos.

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    1. Pues así lo creo yo: es un flujo continuo, del cual buena parte se escapa a nuestra consciencia, pero de alguna manera lo sentimos y nuestro cuerpo lo tiene presente. Tal cual. Un saludo.

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