20 de agosto de 2024

Privaciones afectivas propician personalidades disfuncionales

Nunca seremos lo suficientemente conscientes de cómo influyen en el desempeño habitual de nuestras vidas la configuración de las estructuras profundas de nuestro cerebro, aquellas que gestionan sobre todo los procesos vegetativos y emocionales, de modo previo a que la consciencia haga acto de presencia. Lo que pensamos, lo que hacemos, lo que comprendemos, pende en buena medida del funcionamiento de las estructuras primarias de nuestro cuerpo; y, ¿de qué depende su funcionamiento? Pues de cómo se han ido configurando a lo largo de su despliegue desde las etapas iniciales de nuestra existencia. Autores como Rof Carballo o Cyrulnik insisten en el hecho de que, para que éstas se encuentren configuradas en nosotros de modo funcional, es preciso haber vivido en un entorno de experiencias nutritivas, con encuentros de cuidado y de ternura. Es ese entorno amable el que propicia que el despliegue de nuestras vidas sea funcional, con la confianza que otorga el sentirse querido y que será la que propicie que abramos una ventana al mundo en virtud de una curiosidad vital no medrada por el muro levantado por temores infundados.

Por ejemplo: ¿por qué se lanza a balbucear sus primeras palabras un bebé? Pues porque sus ojos reconocen una figura familiar y amable, con la que quieren relacionarse; si no se siente en un entorno de confianza, no se suscitarán en él las ganas de hablar, ni siquiera de comunicarse. Sólo sentirá curiosidad por ese océano lingüístico de los adultos que le rodean, y que no entiende en absoluto, si se siente acogido en un mundo que le desborda en todos los sentidos y se encuentra con el suficiente ánimo de lanzarse hacia él. No es ninguna locura afirmar que la palabra tiene su origen en lo social: o aún más: en su repercusión en el cuerpo y en la afectividad. Un niño que no se siente acogido, o no hablará o lo hará con dificultad.

Por parte de los adultos, no hay que confundir este entorno de confianza con una excesiva proximidad; del mismo modo que una separación frecuente puede crear apegos disfuncionales, lo propio ocurre al contrario, cuando la separación es inexistente y el contacto asfixiante. El vínculo nutritivo no se da ni cuando la separación es acusada, ni cuando la proximidad se convierte en fusión, todo lo cual confundirá al bebé que no sabrá discernir cuáles son sus sentimientos, oscurecidos como están por lo que ‘debe sentir’ según pautas inestables. Siguen de ahí despliegues disfuncionales por parte del bebé, pues es fácil que el niño se familiarice con percepciones o comprensiones de lo cotidiano alteradas o imposibles, cuya disfuncionalidad impide la creación de cualquier tipo de vínculo nutritivo.

La percepción que los niños tienen del mundo se puede disociar de lo representado en base a muchos factores. Esto sucede cuando no hay un marco adecuado en el cual ir encajando lo que recibe del entorno. Por ejemplo, cuando un niño sufre abusos de alguno de sus padres (no necesariamente sexuales), por el hecho de provenir de ellos concebirá esta experiencia con una connotación que no sabrá interpretar adecuadamente, y que no le quedará más remedio que integrar según su entramado familiar. El niño crecerá con una disfuncionalidad que afectará a muchos y variados aspectos de su personalidad, y que permanecerán mientras no se pueda resolver esta incongruencia, algo que suele ocurrir ya de adulo, frecuentemente con la ayuda de un terapeuta en función de la gravedad del caso. Será entonces cuando pueda comprender todo aquello que le sucedió.

Dice Cyrulnik: «Todas las grandes emociones de la vida pasan por una etapa de latencia entre la percepción inmediata y la representación del acto, por definición siempre retrasada, puesto que se trata de presentarse de nuevo a uno mismo, en imágenes o sónicos, una escena experimentada con anterioridad. Este mecanismo psicológico es la norma en todos los grandes fracasos de la vida, como los accidentes, las guerras, las torturas o los incestos, donde el sufrimiento aparece más tarde, en las representaciones mucho más que en la percepción».

Mientras que las emociones animales se originan de la relación con su medio, los sentimientos humanos hacen lo propio de sus relaciones sociales, o mejor, de las representaciones personales suscitadas en el seno de dicho discurso social. Como ya viera Smith hablando de la simpatía, la relación afectiva con los demás nos fundamenta y nos configura, sintiendo en gran medida lo que se nos dice que hemos de sentir mucho antes de ser capaces de sentir según nuestra propia experiencia personal. Lo cual puede dar a una vivencia de ruptura interior cuando en uno no nacen los sentimientos que se le ha dicho que tiene que sentir, algo que ocurre en entornos afectivos disfuncionales e inestables. Este es el motivo por el cual niños abandonados, no es sólo que presenten dificultades para amar, sino que también son difíciles de amar, no reconociéndose ellos mismos en ambientes de afecto sano y nutritivo, necesitando encontrar sus espacios de soledad y retraimiento que, en definitiva, constituyen su mundo. Resultado de ello será una afectividad polarizada con explosiones de alegría o de ira, tan difíciles de encauzar para un educador por deberse a una aleatoriedad similar a la del ambiente en que se originaron. Estos niños, a causa de su abandono y de su privación afectiva, no pueden, no saben, asumir sanamente las experiencias que le acontecen. Son partituras con las notas caídas, sin melodía. Esto, que hoy en día puede parecernos más que razonable, lo cierto es que no fue hasta 1950 cuando Spitz, Bowlby y Robertson, hicieron observable mediante grabaciones algo que el pensamiento colectivo ni se imaginaba: que un niño privado de su madre puede sufrir problemas afectivos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario