Pero esto nos aboca a un problema, del que se haría eco (e institucionalizaría de alguna manera) Hume: el problema de la inducción. Berkeley lo explica con estas palabras: «Quizá alguno se preguntará: ¿Cómo podemos saber que una proposición es cierta para todos los triángulos particulares sin que antes la hayamos visto demostrada u obtenida de la idea abstracta de triángulo, aplicable por igual de todos ellos?» (§16). Es decir, ¿hasta qué punto, si una propiedad se cumple en uno o en varios triángulos particulares, podemos afirmar que es común a todos los triángulos que podamos confeccionar, sin pasar por su comprobación en esa idea abstracta de triángulo? Pero esto es otra historia.
13 de octubre de 2020
Diferencia entre ideas abstractas y nociones generales
Acabé este post con la afirmación de que Berkeley negaba la posibilidad de que pudiéramos conocer ideas abstractas. A poco que lo pensemos, esto puede parecer algo absurdo, porque a todos nos es familiar el pensar en conceptos generales de lo que sea. Pero el caso es que, con ello, Berkeley no está pretendiendo decir que no seamos capaces de abstraer ciertas generalizaciones partiendo de la percepción de cosas concretas, sino del hecho de que podamos pensar en un concepto abstracto absoluto al margen de cualquier nota particular, que es algo distinto. Esta crítica tuvo una gran importancia en una época en la que este tipo de conocimiento abstracto estaba catalogado entre los modos más elevados de conocimiento. De hecho, aunque pueda parecer algo sutil y sin mayor importancia, supuso para Hume uno de los pasos más grandes en el ámbito de la filosofía, tal y como lo escribió en su Tratado de la Naturaleza Humana.
Dice Berkeley: «Reconozco en mí la aptitud de abstraer en cierto sentido, como sucede al considerar determinadas partes o cualidades separadas de otras con las cuales coexisten en algún objeto. (…) Pero lo que no admito es que pueda abstraer una de otra, o concebir separadamente aquellas cualidades que es imposible puedan existir aisladas; ni tampoco que pueda forjarme ideas generales por abstracción de las particulares, en la forma antes expresada» (§10). La causa de que estuviese asumida la posibilidad de pensar y reflexionar sobre conceptos generales, se debía a una extralimitación de carácter lingüístico. Era consciente de que este uso de conceptos generales estaba (y está) íntimamente ligado al uso del lenguaje, cuyos términos se correlacionan con conceptos; el término ‘árbol’ se refiere al concepto general de ‘árbol’, tal y como acontece, por ejemplo, en la definición del diccionario. Y así lo entendía Locke quien, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, afirmaba que ‘las palabras adquieren sentido general porque se convierten en signos de ideas generales’. Y aquí está el meollo, pues es aquí precisamente donde Berkeley descubría una inexactitud, porque el correlato de las palabras no son exactamente ideas generales abstractas, sino un conjunto de varias ideas particulares, «cualquiera de las cuales puede indistintamente sugerir a la mente mediante la palabra» (§11).
La verdad es que esta reflexión de Berkeley, aun pareciendo
un matiz menor, es muy sugerente. Si pensamos en nuestro propio pensar,
efectivamente cuando pensamos en el concepto ‘árbol’, nos representamos
distintos árboles, cada uno de los cuales poseen los rasgos correspondientes al
árbol ‘en general’; y, precisamente por poseerlos, nos pueden remitir al
concepto general. Pero no pensamos en el concepto general en sí mismo. Este
procedimiento se puede hacer con muchas representaciones concretas de ‘árbol’,
como así acontece.
Pero, entonces: ¿no podemos pensar en las generalidades de cosas que posean parentesco entre ellas, entre las distintas especies de seres vivos, por ejemplo? La respuesta de Berkeley es negativa, es decir, que entiende que sí que se puede pensar en este tipo de generalidades; precisamente es por este motivo que distingue entre ‘ideas abstractas’ o ‘conceptos generales’, y nociones generales. Porque Berkeley no niega esta posibilidad: en su opinión se da la existencia de ciertas ideas generales de las cosas forjadas mediante nuestra capacidad de abstracción; lo que niega es la existencia de las ideas generales abstractas ya que, como vimos, éstas siempre han de estar presentes en la mente concomitantemente con propiedades de algún individuo particular, por mucho que Locke dijera lo contrario. Y añade Berkeley una idea interesantísima (que, personalmente, me recuerda al concepto de ‘estructura empírica’ de Julián Marías). Cuando explica el pensamiento de Locke, éste asume que el concepto general incluye caracteres que forman parte de cualquier individuo concreto, aunque, al ser el concepto abstracto, digamos que ese carácter aparece hueco, vacío, sin ser llenado de modo efectivo por ningún carácter concreto. Por ejemplo, cuando pensamos en el concepto general de hombre, de naturaleza humana: según Locke, en ella, «va ciertamente incluido el color, pues no hay hombre que de él carezca, pero no es un color determinado, blanco o negro, ya que no hay color alguno que convenga a todos los seres humanos. También incluye en dicha idea de humanidad la estatura, pues todos los hombres tienen una u otra; pero no es ni elevada, ni baja, ni mediana, sino algo que prescinde de estas particularidades. Y así con todo lo demás» (§9). Aparecen todos los rasgos que le corresponden, pero sin adoptar ningún valor concreto, como en vacío.
Berkeley piensa que, lo que en realidad ocurre, es que se adopta una idea particular y, partiendo de ella, se la convierte en general «cuando se la hace representar o se la toma en lugar de otras ideas particulares del mismo tipo» (§12). Pero el caso es que siempre es preciso que cuando se piensa sobre generalidades esté presente, de alguna manera, la representación concreta de algo. Además, en su opinión tampoco son necesarias las ideas generales abstractas ni para el conocimiento ni para la comunicación entre las personas, sino que con las ‘nociones generales’ es suficiente: «Bien sabido es, y lo reconozco de buen grado, que todo conocimiento y toda demostración se apoyan en nociones universales: pero eso no quiere decir que tales nociones se formen por abstracción según el modo ya explicado» (§15).
¿Dónde cabe situar entonces este carácter universal de las
nociones generales? «La universalidad
no consiste, a mi entender, en una realidad absoluta y positiva o concepto puro de una cosa, sino en la relación que ésta guarda con las demás particulares, a las cuales representa o
significa; en virtud de lo cual, lo mismo las cosas que las palabras y
nociones, de suyo particulares, se
convierten en universales» (§15). Ya
digo, esta idea me parece interesante, porque supone una crítica importante a
nuestro modo de pensar las cosas; nos es fácil hablar de ciertos entes
universales, los conceptos, pero, lo cierto es que esos conceptos no pueden ser
efectivamente pensados, en todo caso mentados, lo cual es distinto. Podemos
hablar del concepto ‘árbol’; pero no puede pensarse en sí mismo este concepto,
no podemos pensar puramente en un árbol abstracto y universal abstrayendo todas
sus notas particulares según las cuales cada árbol existe.
Lo que de hecho
hacemos, y creo que Berkeley tenía razón, es pensar en uno o varios árboles
concretos y, a partir de ellos, hablar de las características generales de los
árboles. Ello no quiere decir que no existan características generales de los
árboles (de hecho, podemos hablar de ellas, en general), sino de valorar
críticamente la posibilidad o no de poder pensar el concepto general de árbol,
su idea abstracta, en toda su pureza.
6 de octubre de 2020
Confianza no es idoneidad
A veces es curioso cómo en la vida se entrelazan las cosas. El caso es que las ideas que estuve comentando sobre Montaigne en el post anterior, estuvieron presentes (sin acabar de ser consciente) en una conversación que mantuve con unos amigos hará ya un par de años, y a raíz de la cual escribí entonces estas líneas, que acabo de desempolvar por la circunstancia. La verdad es que la conversación que mantuvimos fue muy interesante, sin entrar en los típicos debates para defender nuestros diferentes modos de pensar políticos, sociales, etc., sino intentando analizar lo que supone el ejercicio de un poder, en este caso político. Estaban próximas entonces las últimas elecciones generales. Pues bien, la conversación giró en torno a la percepción que teníamos, ya no de los actuales políticos, sino de lo que es el ejercicio del desempeño político, en general. De los distintos temas que surgieron, quisiera destacar uno al que quizá todos estamos acostumbrados, pero que no deja de llamar la atención cuando se escucha explícitamente: en un momento dado, se escuchó la afirmación de que era comprensible que los políticos mintieran, e incluso que en el imaginario colectivo se aceptaba que les era lícito mentir. Ante la expectación del resto, el autor de la afirmación explicó su comentario.
No se refería a mentir abiertamente ―algo que todos teníamos en mente, sin duda―, sino a otra cosa. Se refería a que es difícil, en la práctica, llevar a cabo todas aquellas promesas realizadas durante la campaña, no tanto por falta de intención como por imposibilidad material: una cosa es mentir abiertamente, y otra no ser capaz de llevar a la práctica aquello que te has propuesto cuando, desde fuera, no ejercías tal cargo de poder, por mucha intención que tuvieras de hacerlo.
Pero claro, esto da que pensar. Todos sabemos que ningún político va a cumplir todas sus promesas. ¿Ellos lo saben? Supongo que sí; si nosotros lo sabemos, pues supongo que ellos también. Y el asunto es: ¿por qué hacen tantas promesas, entonces, a sabiendas de que no las van a cumplir? En el calor de la conversación surgieron dos respuestas: bien porque creen que es lo que verdaderamente necesita el país y esperan poder llevarlo a cabo a un plazo más o menos largo, bien para ganarse adeptos prometiendo aquello que la gente quiere escuchar. De lo segundo no hablamos prácticamente nada: parece que forma parte del circo, desgraciadamente. Personalmente me sigue llamando la atención de aquéllos que confían en quien les promete el oro y el moro; ¿lo harán tan bien ―sus promesas― que nos embaucan para que pensemos que ‘esta vez sí’, que ‘esta vez es la buena’? Supongo que sí. Por mi experiencia personal, no en éste sino en otro ámbito, cuando alguien te ofrece tantas cosas que hasta a ti mismo, deseoso de que se conviertan en realidad, te chirría, porque piensas que no puede ser tan bonita la vida, lo primero que me viene a la cabeza es que esta persona, o me está intentando jalear, o no está en la realidad de las cosas.
Pero de primero sí que hablamos más. ¿Por qué se dicen cosas que se esperan llevar a cabo, y que a la postre no se llevan? Esto es algo más complicado. Lo primero que nos viene a la cabeza ante promesas políticas incumplidas es que son unos embaucadores. Y aunque en ocasiones sea así, no sé hasta qué punto sea justo generalizarlo. Todo aquél que haya desempeñado un cargo de responsabilidad, que haya tenido a su cargo un grupo de personas más o menos grande… sabe de la dificultad que entraña llevar adelante un proyecto. Las intenciones de los dirigentes han de ser llevadas a la práctica, y esto es de todo menos fácil. Hace falta todo un equipo de gestión responsable y profesional, que no se improvisa. No sólo los de arriba, sino todos los miembros implicados, han de saber qué va la cosa. Y pensamos que, con mucha frecuencia, lo usual es que los miembros del equipo fueran más profesionales en las tareas ejecutivas que los propios dirigentes, los cuales eran como capitanes sin haber sido grumetes antes. Quizá éste sea uno de los principales problemas de nuestra clase política: que ostentan grandes responsabilidades sin haber sido antes curtidos por la vida. Y, cuando uno desempeña una responsabilidad, sencillamente por ostentar un cargo, difícilmente saldrá de ahí nada bueno, salvo palabras vacías, tan irreales como las expectativas de quien las dice. ¡Cuántos políticos son personas sin experiencia! Un dirigente sin experiencia no sabe dirigir, no sabe mandar, no sabe proyectar, porque no sabe lo que lleva entre manos.
Hay que tener muy clara la diferencia entre la confianza que en uno pueden haber depositado (unos electores, un dirigente que hace un nombramiento directo, etc.) para desempeñar un cargo, de la idoneidad que uno pueda tener para su desempeño. Quizá el gran problema de nuestra clase política es el no tener bien claro los problemas que pueda acarrear cuando una persona de confianza no es idónea. O quizá no les importe, lo que seguramente es mucho peor.
29 de septiembre de 2020
Política contra virtud
Cuenta Michael de Montaigne en uno de sus ensayos una historia que da que pensar. El ensayo es “De si el jefe de una plaza sitiada ha de salir a parlamentar”, un texto que, a pesar de haber sido escrito en el siglo XVI, creo que su aplicabilidad a la sociedad occidental del siglo XXI es evidente, como creo que se verá. Lo transcribo literalmente:
«Lucio Marcio, legado de los romanos en la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, queriendo ganar el tiempo que aún necesitaba para aprestar a su ejército, hizo proposiciones de paz, por las que el rey medio dormido, concedió una tregua de varios días, proporcionando así a su enemigo ocasión y posibilidad de armarse, con lo que el rey se buscó su última ruina. Por el contrario, los ancianos del senado, respetuosos de las costumbres de sus padres, tacharon esta práctica de enemiga del antiguo estilo, que era, según decían, combatir con valor y no con astucia ni con sorpresas y encuentros de noche, ni con huidas simuladas y contraataques inopinados, emprendiendo la guerra sólo después de haberla anunciado, y a menudo, tras haber asignado hoya y lugar para la batalla».
¿Hasta qué punto ―se pregunta Montaigne― es más meritorio ganar en buena lid, que ganar por astucia o sutilezas fraudulentas de cualquier índole? El pensador francés se hace eco aquí de la sentencia de Virgilio en su Eneida: “Dolus an virtus quis in hoste requirat?”, que quiere decir, “Astucia o valentía en el enemigo, ¿qué importa?”. Uno puede pensar que, cuando lo que importa es la victoria, quizá se sea menos sensible a estas disquisiciones; que, cuando lo que importa es salir vencedor por el beneficio que ello va a reportar a los suyos, quizá sea ingenuidad no pensar así. De hecho, seguramente este modo de pensar queda avalado por los hechos: «pensamos ―dice el pensador francés― que las más ocasiones de sorpresa surgen de esta práctica; y a nuestro parecer no hay hora más propia que la de los parlamentos y tratados de paz para que un jefe esté ojo avizor, y por esta causa es regla en boca de todos los hombres de guerra de nuestro tiempo, que el gobernador de una plaza sitiada no salga nunca él mismo a parlamentar». No sé por qué, pero este modo de pensar me recuerda al modo maquiavélico de hacer política, donde parece que lo importante sea ganar, conseguir el poder, no importando en absoluto los medios empleados para alcanzarlo ni el ejercicio de las responsabilidades asumidas. ¿Hasta qué punto es lícito, en una vida, emplear medios viles para conseguir fines en principio legítimos? ¿Se puede hacer trampa cuando lo que está en juego es considerado importante por nosotros?
Completa Montaigne estas reflexiones con el ensayo siguiente, “La
peligrosa hora de los parlamentos”, el cual comienza con las quejas de los que habían sido víctimas de esta treta, quienes «quejábanse de traición porque
durante las mediaciones para el acuerdo y mientras aún duraba el tratado,
hubiérenles sorprendido y desbaratado». Pero hace aquí otra reflexión que da
para pensar, como es el hecho de que, uno (un jefe de unas tropas) puede muy
bien tener unas intenciones, que luego el desarrollo de los acontecimientos puede
no seguir; a veces, lo que ocurre no depende únicamente de uno sólo, por mucho
poder que tenga, sino de aquellos que le rodean, y de los azares del destino. Me explico.
En toda negociación hay algo que se nos escapa. No sólo importa, como el mismo Montaigne hace mención, que sea bien distinto cuando uno negocia en posición de debilidad o de fortaleza; sino que también importa, en el desarrollo de la negociación y en el cumplimiento de los acuerdos adoptados, cómo nuestras decisiones y acciones ‘se nos van de las manos’ y, a causa de las consecuencias de todo ello, cambian las tornas.
Efectivamente, uno no puede saber cómo se van a desenvolver las cosas, más allá de los actos propios y de los efectos directos. Cualquiera que haya dirigido a un grupo de personas sabrá de qué hablo. A menudo, los acontecimientos nos desbordan, y no todo depende exclusivamente de nosotros, o de aquellos sobre los que recae determinada responsabilidad. El propio devenir de los acontecimientos enardece o amilana a los subalternos, tomando una autonomía ajena al sentir de los principales responsables, actuando por cuenta propia según criterios ajenos a los de sus superiores (lo cual no quiere decir que estos últimos se eximan de cualquier responsabilidad). ¿Hasta qué punto es responsable un general —por ejemplo— del saqueo que sus tropas realizan a una villa conquistada mediante un tratado de paz, cuando entran en ella victoriosas? Creo que no es una respuesta fácil de contestar. En cualquier caso, es una invitación para reflexionar sobre ello y evitar en lo posible este tipo de consecuencias no deseables, algo que sí que debe estar presente en cualquiera que ostente cierto poder.
22 de septiembre de 2020
El proceso evolutivo de la mutación: una suerte ruidosa
Un proceso paradójico es que, si bien por una parte parece que los cuerpos vivos mantengan cierta autonomía frente al entorno que les rodea, autonomía relativa ya que siempre dependen de su ambiente para poder vivir, por otro lado, su capacidad de reproducción parece que los lleva a compartirse, a ‘repartirse’ a sí mismos dando luz a nuevos organismos vivos. De hecho, la reproducción no es sino la génesis de un organismo nuevo con una parte, con un pequeño fragmento, de otro. El carácter individual de todo organismo no es tal; y ello en dos sentidos. El primero, en el que acabamos de comentar: que todo organismo está íntimamente inserto y vinculado con su entorno, sin el cual no podría sobrevivir; el segundo, en el sentido de que todo organismo presenta una tensión a darse a sí mismo en beneficio de lo que será su descendencia (independientemente de que tenga mayor o menor fortuna en tal empresa, algo que decidirán las leyes de la vida).
Sabemos que el código genético de una especie se transmite de individuo a individuo gracias al ADN, en cuyo seno hay fragmentos ‘con sentido’ —los genes— que poseen la información necesaria para que se puedan formar las moléculas fundamentales del nuevo organismo. Son como los moldes en los que sólo pueden encajar distintos tipos de moléculas. ¿Cuáles son, a grandes rasgos, los papeles que juegan los principales elementos que solemos manejar cuando hablamos de estas cosas? El profesor Manuel Alfonseca lo explica (en este post) de un modo muy intuitivo, en analogía con el funcionamiento de un ordenador, una analogía simplificada pero que puede servir para comprenderlo . En todo ordenador hay una CPU, una central de procesos en la que se ejecutan los programas, se recogen las variables, etc.; y una serie de recursos guardados según sus características: la información almacenada en el disco duro, la memoria caché (memoria intermedia empleada para acelerar los procesos), memorias externas para llevar información de un ordenador a otro. Pues bien, el ADN sería algo así como el disco duro del ordenador, en tanto que su principal función es almacenar el código genético; pero el caso es que no es capaz de ‘ejecutar los programas’, para lo cual necesitará el resto de la ‘maquinaria celular’. El ARN sería algo así como la memoria caché, en tanto que sirve de intermediario entre el ADN y la ‘maquinaria celular’, «trasladando del uno a la otra una copia de un solo gen». ¿Qué es lo que compone la maquinaria celular para poder procesar la información genética? Pues entrarían los ribosomas (que descifran la información del ARN y sintetizan las proteínas), las mitocondrias (que, oxidando la glucosa, proporciona los recursos energéticos necesarios), y los cloroplastos (en el caso de los organismos que necesiten realizar la función clorofílica). Una maquinaria, ciertamente descentralizada, pero extremadamente eficaz. Pero no todos los genes funcionan idénticamente, afirmación que hay que aclarar. Primero hay que decir que no está para nada claro —todo lo contrario— que cada gen esté asociado a una determinada funcionalidad; lo que hoy en día se piensa es que los genes no actúan por separado, sino estructuralmente, dato que es importante y que evita que se den simplificaciones reduccionistas, tal y como explica por activa y por pasiva el profesor Sanmartín (en Los nuevos redentores, por ejemplo).
Y a lo que iba. Cuando decía que los genes no
funcionan siempre idénticamente, me refería al hecho de que, si bien los genes
tienen en principio unas mismas potencialidades, no todos las actualizan por
igual. Por ejemplo, si hablásemos del gen del color de los ojos, ese gen bien
se puede actualizar en marrón, verde o azul. En todos los individuos se trata
del mismo gen, aunque con distintas variantes, cada una de las cuales se
denomina alelo.
Esto es algo que ocurre en todos los genes de todos los seres vivos. Y nos podemos preguntar por qué esto es así: ¿no sería más fácil que todas las personas, tuviéramos ojos marrones?, ¿por qué la diversidad de colores de ojos?... Preguntas que podemos extender a cualquier rasgo característico de cualquier ser vivo. Pues bueno, el caso es que más que una desventaja es una ventaja: si todas las especies gozaran de dicha uniformidad, tendrían poca flexibilidad, y ello dificultaría su posible adaptación a un entorno siempre cambiante. Porque una de las condiciones para poder adaptarse a estas condiciones cambiantes del entorno, es gozar de cierta holgura de respuesta, la cual se da precisamente gracias a la variabilidad genética; será esta variabilidad genética la que dote al organismo de una holgura de respuesta mínimamente exigible para poder adaptarse a su entorno. Esta holgura, esta flexibilidad que dota de posibilidades a un organismo para que se pueda adaptar al ambiente, se da gracias a la existencia de ruidos en el proceso de transmisión genética. Si dicha transmisión fuese siempre perfecta, no habría lugar a ‘errores’ en las replicaciones del ADN, es decir, no habría lugar a mutaciones, y todos los individuos serían exactamente idénticos. Pero no es así; y gracias a ello, la evolución es posible, y con ella el mantenimiento de la vida sobre la superficie de nuestro planeta.
Tampoco pensemos que estas mutaciones son todas provechosas o útiles. Muchas de ellas se perderán en el olvido de las generaciones, pero otras no, y persistirán en las especies a modo de alelos de los distintos genes, unos expresados morfológica o funcionalmente, otros en silencio esperando la ocasión para mostrar su utilidad. En este sentido es necesario que las poblaciones cuenten con el número de individuos mínimo para que esta variabilidad genética sea funcional; en números inferiores a este mínimo, es fácil que el grupo poblacional no sea viable y con el tiempo desaparezca.
Aunque estas mutaciones son útiles para la viabilidad de la
especie, tampoco pueden ser demasiado frecuentes, tanto como para poner en
peligro la estabilidad de ésta y de sus procesos reproductivos. Con tantas
modificaciones, no habría ya información genética que transmitir, pues todo
sería un aglomerado de moléculas sin más información orgánica, y sin utilidad
real para que el organismo sea viable y la especie pueda continuar existiendo. ¿Cuál
es el equilibro adecuado, entre estabilidad y variabilidad, entre código
genético y mutaciones, para que la especie sea viable de modo óptimo? No hay
ningún dato que nos pueda ayudar en este sentido. Será el propio devenir del
tiempo el que irá diciendo si, el modo de darse esas variables en esta especie
en concreto, fue adecuado o no, en cuyo caso ya no existirá para contarlo.
15 de septiembre de 2020
Los tiempos en la historia
Comentábamos en este post —siguiendo a Bernard Williams— hasta qué punto es legítimo entender por historia únicamente lo que hoy en día entendemos por tal, una disciplina científica, técnica, aséptica, desplazando todo relato sobre tiempos pretéritos que no cumplan tal requisito. Estos dos modos de hacer historia él los personifica en Tucídides y Heródoto respectivamente. Y nos planteábamos si los relatos de este último eran efectivamente historia o no. Creo que no me equivoco al afirmar que hoy en día se opina de modo generalizado así, es decir, que para que un relato histórico sea verdadero, o incluso para que pueda ser caracterizado así, como histórico, ha de contar con ese carácter técnico. De hecho, ¿no era esa la idea de Tucídides, intentando ofrecer más verdaderamente los hechos acaecidos anteriormente, mediante su expresión en prosa, científica?, ¿no pretendía así alejarse de esas narraciones míticas, meras leyendas, tal y como hacía Heródoto? Sin duda, este cambio de estilo ya fue una ‘declaración de intenciones’, para dar a entender que su modo de hacer era más legítimo que el realizado hasta entonces.
A ello contribuyó el hecho de que en la época de Tucídides la escritura ya estaba más implantada culturalmente, mientras que en la de Heródoto estaba todavía generalizada la transmisión cultural oral, abriéndose hueco en estas lides la escritura. Pero creo que esta circunstancia no entra en el meollo de lo que estábamos comentando, sino que hay que buscar, si no en otra dirección, sí profundizando un poco más. Porque el hecho es que —tal y como nos hace ver Williams— la generalización de un modo de comunicación oral o escrito tiene una consecuencia importante entre lo que es la concepción del pasado, el cual se puede entender bien desde una concepción local, bien desde una concepción objetiva; todo lo cual revierte a su vez, en el modo de entender la verdad (histórica, en este caso). No se puede comprender igual lo que sea ‘decir la verdad sobre el pasado’ en el caso de Heródoto que en el caso de Tucídides (más próximo a nosotros).
Creo que esta reflexión es muy importante, y que cuesta
hacerse eco en toda su magnitud; porque es ciertamente complicado situarse en un marco hermenéutico distinto a aquel en el que uno está situado;
para nosotros, personas del siglo XXI, inmersos en una sociedad tecnológica, cuyo
tiempo está medido hasta la paranoia, es muy difícil situarnos en un horizonte
de comprensión en el que esa dimensión cronológica del tiempo no es importante,
ni siquiera presente, sino que el paso de las generaciones se mide según otros
parámetros.
Pensemos en cada uno de nosotros: todos tenemos alguna noción del pasado, de nuestro pasado; pero no siempre la tenemos igual. Pensemos, por ejemplo, qué diferente es cuando somos niños a cuando somos adultos. En el primer caso, nuestra concepción del tiempo, el modo en que ubicamos en la línea del tiempo nuestros recuerdos, no tiene nada que ver a cómo lo hacemos con unos cuantos años más. De hecho, no deja de ser llamativo las dificultades de un niño para distinguir lo que ocurrió antes, de lo que ocurrió ayer, o anteayer, o la semana pasada, o hace un mes. Para un niño, todo hecho pasado ocurrió ‘ayer’, sin poder afinar más. No será hasta que ese niño vaya creciendo que podrá ir definiendo con más precisión tanto el tiempo pasado como el tiempo futuro, y que podrá ir haciéndose cargo con más precisión de la línea del tiempo. Pero el caso es que, por lo general, parece que el niño viva en un eterno presente, pensando que todo lo que ya pasó, pasó… ayer.
Pero, como digo, cuando crecemos ya vamos adquiriendo cierta noción del tiempo, el cual esbozamos a modo de una línea sobre la cual vamos situando mediante puntos los distintos sucesos del pasado, así como los que prevemos para el futuro. Y damos por hecho que todos los adultos alcanzan dicha concepción del tiempo. Pero ¿es así?, ¿es éste el único modo de entender el tiempo en el devenir de la historia?, ¿todo lo que no sea así considerado, hay que abandonarlo o desestimarlo?
8 de septiembre de 2020
Punto de partida de la metafísica de Driesch
Cuando uno se pregunta por cuestiones metafísicas, es frecuente que, llegado un punto se detenga en ese proceso de profundización, bien por comodidad, bien por prejuicios… pero no sé hasta qué punto cabe tildar a esta actitud como eminentemente filosófica. ¿Está cerrado todo camino teórico para plantearse la cuestión metafísica? Clásicamente, y aun en las culturas primitivas, existía una confianza en una razón que nos podía informar sobre este ámbito que está detrás de lo percibido, de lo mudable; es decir, sobre «cómo está propiamente constituido lo que ahora se nos ‘presenta’ así y después de otro modo», en palabras de Driesh. ¿Se puede apresar lo que, por definición, se escapa a nuestras estructuras aprehensoras? ¿Se puede apresar lo inaprensible? Sabido es que, ante la poca unanimidad sobre qué fuera eso, se planteó la posibilidad de que acaso no hubiera nada de eso, de modo que esa metafísica racionalmente aprehendida no pudiera alcanzar el rango legítimo de filosófica. Sin embargo, si nos fijamos, que ‘algo existe’ es una afirmación que realizan también los críticos de la metafísica clásica quienes, aunque desplazaran hacia el polo del sujeto el ámbito de lo metafísico (así Kant, para quien lo metafísico estaba emplazado allende el sujeto, no allende las cosas), no renegaban de él. También Kant hablaba en términos de metafísica, tanto como para titular así una de sus obras más importantes, La metafísica de las costumbres.
El problema que se plantea Driesch es si, en definitiva, es
lícito afirmar que cualquier metafísica no es sino una creencia, partiendo de
la base de que lo único completamente cierto es que el yo experimenta algo
conscientemente: «lo único completamente seguro es que yo tengo conciencia de algo», parafraseando
a Descartes. ¿Debería dedicarse la filosofía únicamente a aquello de lo que el
yo tiene conciencia? ¿Debería erigirse la filosofía en una filosofía del orden, que trata de aquello que se nos
presenta y en tanto que se nos presenta, aquello de lo que tenemos conciencia
en tanto que se nos presenta y tal y como se nos presenta? Si esta fuera la
opción, se llegaría a lo que Driesch denomina filosofía o teoría del orden, radicalmente y por
definición a-metafísica; una teoría que sería profundamente solipsista, ya que,
del mismo modo que nos impide conocer ‘cosas en sí’, nos impide también conocer
otros ‘yoes en sí’.
Estrictamente hablando, esa teoría del orden no sería
conocimiento, porque nos podríamos preguntar: conocimiento… ¿de qué? Se
dedicaría a hablar de lo percibido y sólo en tanto que percibido; y lo más que
podría hacer sería tratar de comprenderlo,
comprender su estructura, su apariencia, su aparecer, pero sólo de lo
percibido.
¿No se puede afirmar
que esta teoría del orden no es sino una filosofía criticista llevada a su
máxima expresión? Kant creía en la existencia de las cosas, pero entendía que
su conocimiento en tanto que cosas ‘en sí’ era totalmente imposible. Driesch
llama la atención sobre el hecho de que, aun así, hablara de conocimiento. Que
el hombre corriente lo denomine así, es comprensible, pero que un pensador como
Kant haga lo propio, es un desliz imperdonable. En su opinión, lo que Kant
debería haber afirmado es que, no siendo posible el conocimiento (de la realidad
en sí), de lo único que se puede hablar es de una ‘percepción del orden de las
cosas’. También es cierto, y es una crítica que se le puede hacer a Driesch,
que esta crítica Kant la realizaba sobre todo desde el punto de vista de la
razón teórica, no práctica; pero, si consideramos la postura kantiana desde la
razón teórica, creo que Driesch tiene toda la razón.
La opinión de Driesch es que, efectivamente, es complicado hacer una filosofía contemporánea metafísica, sobre todo al estilo clásico. Sin embargo, no todo está perdido, porque el hecho de que la filosofía del orden sea a-metafísica, no implica que sea anti-metafísica, porque esta teoría del orden ni puede afirmar ni negar nada de lo ‘en sí’: «como teoría del orden, no quiere, por de pronto al menos, saber absolutamente nada sobre el problema de lo en sí, ni aun lo quiere conocer como problema». Quizá, el gran error del criticismo moderno, y aun del contemporáneo, es negar la posibilidad de conocimiento de lo en sí.
Lo dicho: que la filosofía del orden sea a-metafísica, no implica que niegue lo metafísico, ya que eso sería una negación dogmática que escaparía a sus propios principios. Lo que pretende la filosofía del orden es, en definitiva, comprender el orden, no estrictamente conocerlo (¡no tendría sentido esta pretensión dentro de sus coordenadas!). Y, una duda que se plantea Driesch, y que da origen a esta ‘obrita’ es la siguiente: «Y ¿no podría surgir de la filosofía del orden el concepto de lo en sí?». Si fuera así, la filosofía del orden, una filosofía de carácter crítico, alumbraría de modo efectivo una metafísica. Sabido es que Kant emprendió esta vía no según la razón teórica, sino según la razón práctica, camino que no será el emprendido por Driesch.
1 de septiembre de 2020
El objeto de la filosofía es el mismo que el de la ciencia, pero no
Podemos afirmar que, desde la época moderna, la sociedad occidental ha situado a la ciencia en la cúspide del conocimiento humano, seguramente porque se piensa que es la metodología que una mayor certeza puede arrojar en nuestra relación con la realidad. No pocos autores se preguntaron, sobre todo en ese momento de auge del cientificismo, a comienzos del siglo XX (aunque también sigue siendo una pregunta pertinente hoy en día), qué lugar le corresponde ocupar a la filosofía en este escenario. ¿Acaso —como se pregunta Vollmer en su Teoría evolucionista del conocimiento— está destinada a ser una «fuente de problemas no solucionados que fluye de modo cada vez más débil hasta que finalmente se agota ante la imposibilidad fundamental de dar respuesta a algunas preguntas?». Ante el auge de la ciencia, ¿sólo le resta a la filosofía reconocer su insuficiencia gnoseológica de la realidad y, como mucho, ceñirse a asuntos éticos, a la estela de los avances científicos? Ciertamente, no son pocos los científicos que valoran y mucho la filosofía. No quisiera plantear este post, por tanto, en términos de oposición, sino más bien en términos de complementariedad. Para poder esclarecer esta cuestión, es importante ―en mi opinión― definir los ámbitos en que se sitúan los objetos de sendas disciplinas; hecho esto, quizá nos llevemos la sorpresa de que igual ni el conocimiento científico se opone al filosófico, ni el filosófico al científico. Todo lo contrario.
La gran crítica que se realiza a la filosofía es que, a
diferencia de la ciencia, no ofrece (no puede ofrecerlo) un conocimiento verdadero
de la realidad. ¿Para qué, entonces, continuar en esta tarea infructuosa? Ante
el reto lanzado, sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, no
pocos filósofos replantearon el quehacer filosófico, desafortunadamente a la
luz de la metodología científica. Y digo desafortunadamente, no tanto por la
imposibilidad de dicha empresa sino porque, lo que tiene que hacer la filosofía
para reivindicar su puesto, no es abandonar su idiosincrasia en beneficio de
una metodología que no es la suya (la científica), sino hacerse valer con la
suya propia, la cual seguramente ofrezca aspectos y dimensiones de la realidad
ajenos al conocimiento científico. Quizá, antes de hablar en términos de
metodología, deberíamos hablar en términos de ‘objeto de estudio’; porque lo
cierto es que el objeto de la filosofía no está ahí, delante de nosotros, del
mismo modo en que lo está el objeto de la ciencia, de modo que lo único que
habría que hacer es dar con el camino más adecuado para llegar hasta él. La
diferencia entre filosofía y ciencia no hay que buscarlo, pues, en el método
que sería mejor para llegar a conocer ese objeto de conocimiento que está ahí;
su diferencia es mucho más radical, y atañe primariamente al objeto al que
enderezan sus esfuerzos.
Más complejo es definir el objeto filosófico el cual, por su propia índole, sólo puede mantenerse desde el propio esfuerzo filosófico. Esto que puede parecer una paradoja, constituye el gran reto de la vida filosófica: la constatación de que su objeto no es un objeto manifiesto y patente, sino todo lo contrario, latente y huidizo (fugitivo, como dice J.J. Garrido).
Pero no se debe pensar en que este objeto huidizo sea un objeto al modo de la ciencia, que se nos escapa, como esas partículas subatómicas que no duran sino apenas unos milisegundos; no, no es eso. Porque el objeto filosófico no se encuentra separado de cualquier otro objeto de la realidad; se da con ellos, se da en ellos, aunque no se identifica con ellos. Es latente en tanto que subyace al modo cotidiano de enfrentarnos a las cosas, también al modo científico. Y es fugitivo porque no se nos presenta palmariamente, sino que, en primera instancia, permanece oculto a la mente, permanece velado a una mente ante la cual sólo se podrá desvelar si ésta hace un acto mental que posibilite la presencia del objeto en esta nueva dimensión. Esta dimensión es la que permanece velada para el conocimiento cotidiano y aún para el científico; y, una vez obrada en nuestra mente esta conversión, se actualizará todo (las cosas, lo que hacemos, las personas, nuestras vidas, nuestro entorno, incluso el conocimiento científico) de un modo diverso, destacando en todo objeto esa nueva dimensión.
El conocimiento filosófico nos lleva a consideraciones de las cosas diversas de las habituales. Es una aprehensión que, sin obviarla, trata de trascender la aprehensión sensible, para adquirir una noticia diversa de ellas. No nos quedamos en la simple noticia, aunque busquemos más noticias tras las noticias primeras; es otra cosa. Dice Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios: «es un modo de intelección que viene determinado por la visión de la interna estructura de las cosas y que, por tanto, lleva en sí los caracteres que le aseguran la posesión efectiva de lo que son aquéllas en su íntima necesidad». Como digo, también la ciencia va más allá de la noticia primera de las cosas, buscando más allá, buscando su estructura profunda; pero este buscar más allá siempre se realiza desde la misma clave, independientemente de que lo haga más profundamente, todo lo que su necesidad de precisión objetiva le permite avanzar. Pero no se acerca a esa necesidad interna que hace que las cosas sean como son, más allá de esta dimensión objetiva, que por necesidad es empírica.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)