29 de septiembre de 2020

Política contra virtud

Cuenta Michael de Montaigne en uno de sus ensayos una historia que da que pensar. El ensayo es “De si el jefe de una plaza sitiada ha de salir a parlamentar”, un texto que, a pesar de haber sido escrito en el siglo XVI, creo que su aplicabilidad a la sociedad occidental del siglo XXI es evidente, como creo que se verá. Lo transcribo literalmente: «Lucio Marcio, legado de los romanos en la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, queriendo ganar el tiempo que aún necesitaba para aprestar a su ejército, hizo proposiciones de paz, por las que el rey medio dormido, concedió una tregua de varios días, proporcionando así a su enemigo ocasión y posibilidad de armarse, con lo que el rey se buscó su última ruina. Por el contrario, los ancianos del senado, respetuosos de las costumbres de sus padres, tacharon esta práctica de enemiga del antiguo estilo, que era, según decían, combatir con valor y no con astucia ni con sorpresas y encuentros de noche, ni con huidas simuladas y contraataques inopinados, emprendiendo la guerra sólo después de haberla anunciado, y a menudo, tras haber asignado hoya y lugar para la batalla».

¿Hasta qué punto ―se pregunta Montaigne― es más meritorio ganar en buena lid, que ganar por astucia o sutilezas fraudulentas de cualquier índole? El pensador francés se hace eco aquí de la sentencia de Virgilio en su Eneida: “Dolus an virtus quis in hoste requirat?”, que quiere decir, “Astucia o valentía en el enemigo, ¿qué importa?”. Uno puede pensar que, cuando lo que importa es la victoria, quizá se sea menos sensible a estas disquisiciones; que, cuando lo que importa es salir vencedor por el beneficio que ello va a reportar a los suyos, quizá sea ingenuidad no pensar así. De hecho, seguramente este modo de pensar queda avalado por los hechos: «pensamos ―dice el pensador francés― que las más ocasiones de sorpresa surgen de esta práctica; y a nuestro parecer no hay hora más propia que la de los parlamentos y tratados de paz para que un jefe esté ojo avizor, y por esta causa es regla en boca de todos los hombres de guerra de nuestro tiempo, que el gobernador de una plaza sitiada no salga nunca él mismo a parlamentar». No sé por qué, pero este modo de pensar me recuerda al modo maquiavélico de hacer política, donde parece que lo importante sea ganar, conseguir el poder, no importando en absoluto los medios empleados para alcanzarlo ni el ejercicio de las responsabilidades asumidas. ¿Hasta qué punto es lícito, en una vida, emplear medios viles para conseguir fines en principio legítimos? ¿Se puede hacer trampa cuando lo que está en juego es considerado importante por nosotros?

Completa Montaigne estas reflexiones con el ensayo siguiente, “La peligrosa hora de los parlamentos”, el cual comienza con las quejas de los que habían sido víctimas de esta treta, quienes «quejábanse de traición porque durante las mediaciones para el acuerdo y mientras aún duraba el tratado, hubiérenles sorprendido y desbaratado». Pero hace aquí otra reflexión que da para pensar, como es el hecho de que, uno (un jefe de unas tropas) puede muy bien tener unas intenciones, que luego el desarrollo de los acontecimientos puede no seguir; a veces, lo que ocurre no depende únicamente de uno sólo, por mucho poder que tenga, sino de aquellos que le rodean, y de los azares del destino. Me explico.

En toda negociación hay algo que se nos escapa. No sólo importa, como el mismo Montaigne hace mención, que sea bien distinto cuando uno negocia en posición de debilidad o de fortaleza; sino que también importa, en el desarrollo de la negociación y en el cumplimiento de los acuerdos adoptados, cómo nuestras decisiones y acciones ‘se nos van de las manos’ y, a causa de las consecuencias de todo ello, cambian las tornas.

Efectivamente, uno no puede saber cómo se van a desenvolver las cosas, más allá de los actos propios y de los efectos directos. Cualquiera que haya dirigido a un grupo de personas sabrá de qué hablo. A menudo, los acontecimientos nos desbordan, y no todo depende exclusivamente de nosotros, o de aquellos sobre los que recae determinada responsabilidad. El propio devenir de los acontecimientos enardece o amilana a los subalternos, tomando una autonomía ajena al sentir de los principales responsables, actuando por cuenta propia según criterios ajenos a los de sus superiores (lo cual no quiere decir que estos últimos se eximan de cualquier responsabilidad). ¿Hasta qué punto es responsable un general —por ejemplo— del saqueo que sus tropas realizan a una villa conquistada mediante un tratado de paz, cuando entran en ella victoriosas? Creo que no es una respuesta fácil de contestar. En cualquier caso, es una invitación para reflexionar sobre ello y evitar en lo posible este tipo de consecuencias no deseables, algo que sí que debe estar presente en cualquiera que ostente cierto poder.

2 comentarios:

  1. Muy interesante.Esta vez necesito tiempo para encontrar la respuesta adecuada ya que es un tema muy delicado en cuestión de PRINCIPIOS.
    Saludos,E.

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    1. Me gusta de Montaigne que en ocasiones pone sobre la mesa ciertas cuestiones, sin intentar ofrecer una solución, dejándola abierta. En la práctica, las cosas se complican mucho mas que en la teoría. Un saludo.

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