12 de abril de 2016

Entre el neopositivismo y la filosofía analítica

Hay una cuestión que me parece especialmente espinosa, a saber: el origen de la filosofía analítica y su entronque con el neopositivismo. ¿Por qué se produce esta conexión tan íntima? Hace ya unos meses leí un artículo que, aunque su principal tema no era éste sino que se centraba más en la figura de uno de estos filósofos analíticos, en muy poco espacio realizó una exposición que me pareció estupenda.

El origen de todo este proceso se apoyaría en tres momentos: en el sensismo del siglo XVI, en el empirismo de los siglos XVII-XVIII y en el no menos importante asociacionismo del XIX. Su consecuencia fue la deriva en unas teorías gnoseológicas apoyadas eminentemente en la metodología científica: es el positivismo. El punto de partida positivista era que de todo aquello que el hombre pueda calificar como real debe de haber tenido noticia mediante la experiencia sensible. Aquí surge una primera cuestión de si el positivismo es equiparable o confundible con el materialismo. Partimos del hecho de que sólo se puede tener experiencia sensible de realidades materiales pero, ¿implica ello que todo conocimiento se origine necesariamente en la experiencia sensible? Los materialistas (y en general los positivistas, la verdad) dirán que sí, pero también hay grandes pensadores que no piensan así, como el mismo Kant para quien se puede tener un conocimiento de diversa índole que, aunque no sea eminentemente científico no por eso deja de ser conocimiento. Pero el caso es que hacia ahí —hacia el materialismo— es hacia donde ha tendido esta actitud positivista.

Ante la actitud positiva-materialista hay que poner de manifiesto un hecho que en principio parece inconcuso. Sí que es cierto que toda noticia de cualquier cosa parte de ‘lo positivo’; pero no es menos cierto que esta noticia positiva es ‘fenómeno’, y que es común considerar que no contiene toda la realidad de lo aprehendido; o sea, que la realidad de la cosa es más que lo aprehendido fenoménicamente, que la realidad de la cosa es más que la cosa en tanto que objeto, precisamente todo aquello que no podemos aprehender de ella, pero que no por no poder conocerlo dejamos de afirmar su existencia. Ello apunta a una dimensión allende (el noúmeno kantiano).

Ante las voces críticas que se puedan alzar en contra de esta afirmación, cabría objetar que si no fuera así ¿por qué el ser humano no se iba a contentar con lo dado?, ¿por qué el esfuerzo científico por escudriñar todo aquello que se esconde tras el fenómeno positivo? Cada vez se va hacia lo más y más profundo, intentando alcanzar así lo que se conoce como la esencia de las cosas; y si no se tuviera dicha convicción, no tendría mayor sentido el mismo ejercicio de la ciencia. Por otro lado, en este camino hacia lo profundo de la realidad no todo es dato empírico, sino que también hay mucha construcción teórica desde un uso crítico de la razón. ¿Qué otra cosa si no es el racionalismo crítico de Popper?

Pero bueno: es en este marco en el que hay que situar a los miembros del Círculo de Viena (con el que el mismo Popper mantuvo relación aunque rápidamente se distanció). En dicho Círculo se estableció una línea diversa que debía seguir todo enunciado para poder ser catalogado como científico: bien describiendo la observación directa de los hechos; bien describiendo algo a nivel teórico pero que, de modo lógico (o sea, siguiendo los silogismos de la lógica), pudiéramos retrotraerlo a fenómenos del primer tipo.

De estos dos tipos de enunciados, los primeros son científicos claramente; sin embargo establecer la ‘cientificidad’ de los segundos es un poco más complicado. Pero es fundamental, porque si no se puede retrotraer un enunciado ‘teórico’ a sus fundamentos empíricos o de experiencia positiva, tal enunciado no es científico, y no puede pasar a integrar el grueso del conocimiento científico. Éste es el origen del análisis lógico dentro del positivismo en general. Yo puedo realizar una teoría de la que no tenga experiencia física; y si la puedo retrotraer mediante un proceso lógico a una experiencia anterior físicamente probada, dicha teoría es científica. Se entremezclan de algún modo la experiencia científica tradicional con el análisis lógico de los enunciados. De aquí surge la famosa idea de que lo relevante no es tanto lo que ‘yo pueda conocer’, como lo que ‘yo pueda decir’; o sea, decir hipótesis que yo pueda contrastar empíricamente o retrotraer lógicamente hasta una teoría científica ya contrastada.

Pues bien, este análisis lógico fue el principal objetivo de la filosofía analítica. En ella lo que se analizaba lógicamente no eran tanto los enunciados científicos como los sistemas léxicos (formales) de los lenguajes empleados por distintos grupos humanos. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de comprobar hasta qué punto era legítimo afirmar si esos enunciados encontraban algún tipo de arraigo en la realidad (positiva) o no.

El principal problema advino en el conflicto de todo aquel conjunto de significados que por su propia índole era difícilmente contrastable con la realidad mediante una experiencia positiva: los contenidos morales, religiosos, artísticos, filosóficos... Aquellos lenguajes que tenían su correlato en la experiencia positiva de la realidad eran denominados lenguajes significativos. Todo lenguaje que no fuera significativo, carecería de sentido para el ser humano. Este ‘carecer de sentido’ implicaba que se trataba de algo ilusorio, irreal,… que enmarcado en un ámbito beligerante contra lo moral y lo religioso imponía a todo el que utilizara enunciados de este tipo un rasgo alienante en tanto que le hacía vivir en una realidad ilusoria, cautiva de lo emocional e irracional.

Por otro lado se pre-anunciaba también el problema de si es el uso científico de la razón el único válido para conocer la realidad. Vaya por delante que, como ya se puso de manifiesto a partir de Popper, es complicado hablar de un ejercicio puro de la ciencia, ya que se comenzaban a barajar otros elementos que a modo de impurezas contaminaban ese ejercicio científico ideal. Poco a poco y de forma paralela, comenzaron a ponerse de manifiesto otros modos diversos de usar la razón, usos más poiéticos o estéticos desde los cuales posibilitar un encuentro con lo real generador de un conocimiento que ciertamente no era científico, pero no por ello dejaba también de ser conocimiento. Pero esto ya es otro tema.

5 de abril de 2016

De la fantasía infantil a la realidad

Cada niño posee un mundo fantástico en su interior. Digo fantástico no en el sentido de genial, sino en el sentido de ideal, de fantasía. Lo que corresponde al adulto es acompañar el niño para que vaya adecuando ese mundo ideal al mundo real que lo rodea. Es natural que el niño vea así el mundo: de modo fantástico; lo que no es natural es un niño con un mundo demasiado real, ni un adulto con todavía un mundo demasiado fantástico. Estos últimos casos se producen cuando este trance ha sido traumático, cuando se ha entendido la educación como un ‘obligar al niño a actuar conforme se espera de él’ y no tanto como ‘un ayudarle a encontrar en lo profundo de sí mismo su propia autenticidad’.

Es por ello que este paso del mundo de sus fantasías al mundo real no lo deben ver como algo traumático, sino como un proceso unitario en el que se aúnan sus personalidades en desarrollo con una especie de ‘adaptación al medio’. Hay en el mundo que les rodea (entorno familiar, escuela,…) unas estructuras definidas según unos principios normativos de orden, de relaciones, etc. Pues bien, se tendrá que dar en ellos (en los niños) un aprendizaje de lo que es el mundo, el cual se debe conjugar con otro tipo de aprendizaje no menos importante: el de quiénes son ellos mismos. Y el caso es que el niño encuentra en su interior una necesidad de ambos tipos de conocimiento: están ávidos de aprender y de saber quiénes son y cuál es su lugar.

Efectivamente, el niño presenta una necesidad interior de aprender a conocerse tanto a sí mismo como al mundo que le rodea, y lo ha de hacer de forma conjunta, global. ¿Cómo? Pues desarrollando sus capacidades psíquicas mediante acciones con un sentido, adquiriendo control sobre sus movimientos en un contexto adecuado y coherente, organizando los contenidos de sus experiencias de acuerdo al orden encontrado en el mundo. Un complejo entramado de acciones y reacciones que se podrían agrupar en dos tipos de pautas: por un lado, pautas de nutrición mental y física por parte de su entorno; por el otro, pautas de actividad espontánea e inteligente por sí mismo.

Así, poco a poco, tanto por lo que reciben como por lo que hacen (y por lo que reciben de aquello que hacen) irán familiarizándose con su entorno y con sus posibilidades, se irán familiarizando con el medio y con ellos mismos, lo que les ayudará a conocer las características de todo lo que les rodea y sus propias capacidades, y así podrán ser independientes y actuarán de forma equilibrada en su crecimiento.

Claro, esto es fácil decirlo, pero mucho más complicado es hacerlo. Porque no se trata tanto de ir diciendo al niño cómo ha de comportarse en cada situación, como de crear un ámbito de amor y protección en el que el niño se sienta seguro y pueda desplegar su personalidad confiadamente. Y esto —os aseguro— no es nada fácil. La teoría es muy bonita (¿qué padres no lo querrían para sus hijos?) pero la práctica ya no lo es tanto: días de agotamiento, de estrés, de conflictos conyugales,… además que los niños ¡no siempre ayudan! ni mucho menos. Pero todo este proceso es fundamental, y de él va a depender y con mucho sus futuras personalidades. De hecho, la mayoría de los problemas psíquicos de las personas se generan en esta fase. ¿Por qué?

Pues porque el adulto no ha entendido bien este proceso, y lo que ha generado es una represión de las energías vitales del niño provocando distorsiones en su débil personalidad.

Esto sobreviene sobre todo cuando el entorno del niño no es adecuado; y si no es adecuado es porque los padres no lo han sabido tejer, por el motivo que sea, afirmación que a no pocos padres sorprende. Pocos padres son conscientes de que su ambiente familiar es disfuncional; mucho menos de cómo se ha ido creando dicha situación. Cuando ayudas a adultos a ser conscientes de todo ello se producen situaciones verdaderamente asombrosas: bien de rechazo y negación, bien de sorpresa y aceptación que deriva fácilmente en esfuerzo por la mejora.

Recordemos que al principio el lenguaje afectivo es el único que entiende el niño; y que a menudo nosotros mismos no somos conscientes de cuál es el ambiente afectivo que estamos generando en nuestro entorno cercano. Y que hemos de procurar ese buen ambiente afectivo. Pues bien, un entorno afectivo cálido y amoroso —que no es tan fácil de conseguir como digo— es imprescindible aunque no suficiente para su buen desarrollo, pues además hacen falta pautas de nutrición adecuadas. No me refiero a pautas de nutrición fisiológica (que también, indudablemente) sino a pautas de nutrición en sentido amplio: afectiva, cognitiva, comunicativa, social, lúdica,… de modo que todas ellas deben ir en una misma dirección, debe haber una coherencia entre todos los procesos. Y cuando no es así, el desarrollo de los pequeños se ve gravemente afectado. Y esto es algo que los niños absorben como esponjas, atmosféricamente.

A mi modo de ver, éste es el verdadero meollo de la educación. El conflicto adviene básicamente cuando el niño no es capaz de comprender aquello que el adulto le ofrece, porque según el canal del que se trate recibe una información u otra. Lógicamente, no hablo de una comprensión cognitiva al modo del adulto, sino de un integrar según sus modestas capacidades (más o menos inconscientemente) esta información distorsionada que reciben, produciéndoles disonancias que les afectan gravemente en sus incipientes personalidades, disonancias que luego tratarán de subsanar mediante rebusques y adaptaciones forzadas. Ante una educación no funcional surgen personalidades adaptadas.

29 de marzo de 2016

Dime la verdad, pero no me mientas

Hace unas semanas comentaba en un post cómo el estudio de las falacias se había ampliado, yendo de un aspecto —digamos— más técnico y concreto a una consideración más amplia y contextual. Ello nos conducía al hecho de que su estudio se complicaba, situación que lejos de amedrentarnos lo que debía suponernos era un acicate para analizar y comprender mejor todo lo que rodea a un argumento falaz.

Pero por otro lado, este esfuerzo tampoco debe llevarnos a ampliar el concepto de falacia más allá de lo que le corresponde. Estaba pensando a la hora de escribir estas líneas en la débil línea que separa dos conceptos que en ocasiones se confunden: me refiero a los conceptos de falacia y de falsedad. ¿Se puede afirmar que un argumento falaz es falso? ¿Es lo mismo falacia que falsedad? A mi modo de ver, y entiendo que esta opinión es generalmente compartida, no se pueden confundir. No obstante, creo que es interesante que nos detengamos en el concepto de falsedad, un concepto que si bien en principio todos tenemos una idea clara de lo que puede ser, cuando nos detenemos un poco a pensar en ello las cosas se complican.

Si respondemos a la pregunta de qué es falsedad, la primera respuesta que nos puede venir a la cabeza es la siguiente: una falsedad es la afirmación de algo que no es verdadero. Creo que podemos estar de acuerdo con esta definición. Pero detengámonos un poco en ella. Pensemos en la siguiente situación. Supongamos que yo estoy firmemente convencido de algo que en general se sabe que no es cierto; por ejemplo, no sé, supongamos que yo digo que la sinfonía de Beethoven llamada Pastoral es su novena sinfonía; y lo afirmo con total rotundidad. Efectivamente, la sinfonía Pastoral no es la novena sino la sexta, pero resulta que yo estoy totalmente convencido de que es la novena, y así lo afirmo. Pues bien: si hago esa afirmación, ¿estoy mintiendo técnicamente? Es obvio que no estoy diciendo la verdad pero, ¿podemos afirmar que estoy mintiendo, que es una mentira lo que estoy diciendo? Chirría un poco, ¿verdad?

Ello nos lleva a que cuando hablamos en estos términos hemos de tener presente dos variables: la verdad o falsedad efectiva de aquello que decimos por un lado; y la intención con la que realizamos dicha afirmación, independientemente de que aquello sea verdadero o falso, por el otro.

Combinando estas dos variables dos a dos se pueden dar cuatro casos. a) El primero de ellos, en principio no ofrece ningún problema: si digo la verdad con la intención de decir la verdad, pues todo solucionado. b) Se puede dar también la posibilidad que nos ocupa: que yo diga algo que en principio no es verdad, pero no lo haga con la intención de engañar sino con mi convicción de decir la verdad. En este caso de lo que se trataría es de una equivocación.

Antes de comentar las otras dos posibilidades, imaginémonos esta situación. Es una anécdota bastante conocida. Se cuenta que el capitán y el primer oficial del Valiant (un buque carguero) discutían a menudo por la tendencia del primer oficial a beber más de la cuenta. Un día, el capitán se hartó de esta conducta, y anotó en el cuaderno de bitácora: “hoy el primer oficial estaba ebrio”. Al día siguiente, le tocó el turno de guardia al primer oficial, quien leyendo lo que escribió el capitán, apuntó a continuación: “hoy el capitán estaba sobrio”.

Lo primero que cabe preguntarse en referencia a la conducta del primer oficial es si faltó a la verdad o no, si su afirmación era falsa o no. Démonos cuenta de que estrictamente hablando lo que dijo no era falso, era cierto; otra cosa es que lo que diera a entender fuera otro mensaje, que ése sí que ya no era tan cierto. El primer oficial no faltó a la verdad, pero sí que estaba faltando a su intención de ser veraz. Este sería el tercero de los cuatro casos que comentábamos, el c): la situación de que se afirme algo con la intención de engañar, por muy verdadero que sea. Aquí ya se debería hablar de mentira, es decir, de la afirmación de algo independientemente de que sea cierto o no pero con la intención de engañar al otro. Por no hablar ya del caso cuarto, el d), a saber: decir algo que no es cierto con la intención de engañar. Este caso no hace falta comentarlo tampoco.

Más allá de la equivocación, pues, cobra relevancia la pretensión de esa falta de sinceridad en la comunicación. Podemos decir que la mentira tiene que ver con la intención de engañar, con el hecho de faltar a nuestra veracidad o cuanto menos con el propósito de hacerlo. Porque podemos pretender engañar al otro, pero otra cosa es que lo consigamos. A este respecto ya Santo Tomás de Aquino (como se puede ver esto ya viene de antiguo) distinguía entre falsedad material (se dice lo contrario a la verdad), falsedad formal (se dice lo contrario a lo que se estima verdadero) y falsedad efectiva (consigue el engaño del interlocutor).

Y rizando el rizo, se puede dar también esta circunstancia de forma opuesta a lo que acabamos de comentar: si bien puede ocurrir que un engaño no se produzca cuando se intenta, también puede darse el caso de que sin pretenderlo se produzca tal engaño, esto es, el interlocutor interprete algo ajeno a nuestra intención por distintos motivos (por su suspicacia, por ejemplo). Aunque aquí no cabría hablar de mentira.

Como vemos, el tema es complicado pero interesante. Como conclusión podemos decir que para hablar de mentira, más que una falta a la verdad objetiva, debe haber un carácter intencional de engañar en un contexto dialógico. Lo que no nos evade de la responsabilidad de saber de qué estamos hablando. Pero en cualquier caso, aunque se trate de una mentira, también hay que decir que no es estrictamente una falacia.



22 de marzo de 2016

La conciencia estética

Acabábamos el anterior post preguntándonos por la posibilidad de si la obra artística aporta algún tipo de verdad o no. Para encarar la cuestión, Gadamer comienza recordándonos la evolución que ha sufrido el concepto de ‘estético’ y que se plasma en el pensamiento de Kant, en el que se pasa de un sentido de percepción sensible, de aísthesis, a un sentido de sentimiento estético (más allá de lo meramente artístico). La lectura que hace Gadamer de Kant apunta hacia una subjetivización estética, enfoque que no nos parece demasiado justa. Sí que es cierto que desde Kant se puede ir a una postura subjetivista, que es a la que según Gadamer llega Schiller; es cierto que hay esa posible lectura de la estética kantiana, pero para llegar a donde quiere llegar Gadamer (y que ahora veremos) no era necesaria; antes bien, ambas posturas (Kant y Gadamer) se pueden situar en línea de continuidad (a nuestro modo de ver).

El problema de la verdad del arte gira en torno a otro problema: si el arte es un fin en sí mismo o no. A juicio de Gadamer, algo así ocurre en Schiller, quien tendería hacia una subjetivización de la estética materializando la teoría formal kantiana, dotándole de contenido; en consecuencia, la referencia a la naturaleza o a la realidad se ve difuminada para dar más peso a la acción del artista, del genio,… a la obra de arte. El arte como modo de plasmar la naturaleza es sustituido por un punto de vista propio, autónomo, dominador. De este modo, los límites de lo que hasta ese momento era considerado bello aparecen transgredidos, pues la única limitación es la impuesta por el artista. Como dice Gadamer, «de la idea primera de una educación a través del arte se acaba pasando a una educación para el arte». Lo estético ya no es un medio sino un fin, un fin al que se ha de llegar desde lo social y lo cultural, y no desde lo que la propia obra de arte pueda ofrecer: hay como una ruptura entre la obra de arte respecto de su mundo. Unión que ya no es necesaria porque quien dictamina si algo es estético o no, no es tanto el propio objeto artístico sino la conciencia estética, el espectador. Una conciencia estética que no está sometida a nada, que posee «un grado cero de determinación», y desde la cual se valora todo lo que puede ser considerado como arte.

Este proceso de depuración o de ruptura con su mundo no es del todo negativo, ya que abstrayendo todo lo que ‘encadena’ a su mundo a la obra de arte nos permite quedarnos con lo que sería la obra de arte ‘pura’: es lo que Gadamer denomina distinción estética, la cual tiene lugar en la vivencia estética. La vivencia estética puede abstraer del objeto artístico todo aquello que le es inherente (referente a su mundo, a su contexto,… y que le dota de significado) pero que no es estrictamente estético. Pero por el mismo motivo, nos permite también considerar todo eso otro que no por no ser estético deja de pertenecer a la obra de arte; no sólo hay en ella un momento puramente estético, sino también e ineludiblemente un momento 'impuro', contextual,… que influye también en el espectador. Esto se ve claro en las obras antiguas, en las que se mantienen elementos del pasado, de épocas anteriores: hay algo antiguo que se actualiza en el presente, hay una dimensión histórica pero que no es valiosa en esa conciencia estética subjetivizante que hemos comentado, pues ella está por encima de estas cosas.

El modo subjetivizante provoca que el arte y el artista sean considerados como un fin en sí mismos. No es extraña en este sentido la consideración del arte como una especie de pseudo-religión de ciertas sociedades románticas, que otorgan al artista poderes cuasi-sacerdotales, como nuevos ‘redentores mundanos’. Nunca en otra época fue tan fácil ser artista, aunque no hay que dejarse engañar: «se había vuelto fácil hacer buena poesía, y por eso era tanto más difícil convertirse en buen poeta». También es cierto que con frecuencia los propios artistas eran más prudentes y sobrios que lo que a los propios observadores les hubiera gustado; si estos no dudaban en endiosarles, aquellos tenían una auténtica tarea consigo mismos para no caer en esos auto-endiosamientos.

Qué duda cabe de que es interesante abstraer del objeto artístico todo aquello que no es eminentemente estético para su valoración estética; pero mal llevado puede desembocar hacia una especie de virtuosismo que raya fácilmente en la afectación. Si queremos prescindir de todo lo extra-estético, hay que prescindir a su vez de todo significado, de toda conceptuación, para dotar a la obra de arte de ‘plena’ significatividad estética. Pero esta significatividad, este carácter de poseer un significado que todavía está por decir, ¿puede reposar en la obra de arte por sí misma, sin estarle dada una referencialidad externa?, ¿puede ser éste un apoyo sólido para la estética? «¿No hay que conceder también al concepto de la ‘vivencia’ estética lo que conviene igualmente a la percepción: que percibe lo verdadero y se refiere así al conocimiento?».

15 de marzo de 2016

La valía de nuestros gobernantes

Acabo de tener la oportunidad de conocer más de cerca a una figura importante del panorama intelectual español de comienzos del siglo XX: me refiero a Américo Castro. Como tantos intelectuales de la época (rápidamente me vienen a la cabeza por serme más familiares las figuras de José Ortega y Gasset y de Eugenio d’Ors), realizó un esfuerzo intenso por culturizar a una sociedad que por aquél entonces estaba muy necesitada en este sentido.

Castro comenzó esta cruzada intelectual desde muy joven. Si bien sus objetos principales de estudio fueron los literarios y los históricos, en estos años jóvenes se dedicó también a la renovación de la enseñanza universitaria en nuestro país, de la mano de García Morente por ejemplo. Pero como no obtuvo los resultados que esperaba, enseguida dio el paso hacia lo que le inquietaba más: la literatura y la historia.

A mi modo de ver, su trabajo se caracteriza por dos aspectos, uno de carácter personal y otro de carácter profesional, a saber: su apasionamiento y su rigurosidad. Si bien ambos elementos pueden ser muy fecundos, no combinados adecuadamente pueden proporcionar unos resultados cuya aceptación no sea compartida por todos. Algo así le ocurrió a él. Su apasionamiento le llevó a realizar afirmaciones un tanto precipitadas, calificadas como dogmáticas incluso, muchas de las cuales él mismo reconoció y fue corrigiendo con el tiempo, aunque ello no le libró de una buena dosis de críticas. 

Lo que sí que se puede afirmar (y es una opinión generalizadamente compartida) es que gracias a él (y a los que estaban con él, como Menéndez Pidal) los estudios sobre nuestra literatura y sobre nuestra historia nunca serán iguales; podríamos decir que a partir de su trabajo estos estudios se profesionalizan, se hacen rigurosamente científicos, sin olvidar los aspectos contextuales en los que se generan. La historia ya no será una mera recopilación de datos, sino que lo que se busca es una auténtica comprensión de dicha historia, de lo que es la identidad española, de lo que somos nosotros mismos en tanto que españoles: como él mismo dice, será una historia acompañada de una teoría de la historia.

Inicialmente comienza dicha cruzada intelectual con un optimismo envidiable. Leer algunos textos suyos al respecto no tiene desperdicio: reflejan sin duda un hombre ilusionado y comprometido con su país, para culturizarlo y dotarle de unas herramientas adecuadas para el buen desarrollo de la tarea investigadora y educativa, todo lo que sin duda repercutiría en un buen desarrollo de su sociedad que sería dirigida por una clase política a la altura de los tiempos.

Ese optimismo de las primeras décadas del siglo XX pronto dejó paso a una decepción y a una desesperanza. Pero lejos de abandonar en su particular cruzada, lo que hizo fue modificar los parámetros de su planteamiento. Se daba cuenta de que entre los españoles había un enfrentamiento radical del que parecía que no se podían evadir, y que él definía como crónico cainismo español. Hasta entonces, en tanto que perteneciente al grupo republicano y liberal pensaba que se encontraba en el ‘bando de los buenos’; pero tras su experiencia durante los años previos a la Guerra Civil, se dio cuenta de una cosa de especial relevancia: que no se trataba tanto de que hubiera ‘malos’ o ‘buenos’ de un partido o de otro, sino que el problema radicaba en el modo de ejercer la política en España. Según palabras textuales suyas, «todo se hace saltar con la dinamita del rencor y de la incapacidad; prefieren que España se acabe a que la salven ‘ellos’».

A nivel personal he de decir que estas palabras no han podido sino recordarme a nuestra más rabiosa actualidad. Me vienen a la cabeza las imágenes que nuestra ‘élite’ política nos ofreció en el reciente debate de investidura. Leyendo a Castro, me preguntaba cuál de nuestros cuatro principales políticos prefería de verdad a España frente a ellos mismos, frente a sus intereses partidistas; o si lo que de verdad les importaba era salvarse ellos, a costa de nuestra querida España.

Me surgían dudas como, por ejemplo, qué se puede esperar de un partido político que no toma las medidas oportunas para la gestión buena y honesta de su propio equipo; o qué se puede esperar de un dirigente que no duda en criticar agresivamente a su adversario político, a veces (por desgracia con frecuencia) con una desvergüenza que raya ya no la mala educación sino la mínima legalidad retórica requerida en un discurso de estas características, acusando e insultando de unas maneras que escandalizarían al más pintado; o qué se puede esperar de una persona que, sin mayor experiencia en el poder, viene con un recetario de lo que España necesita y que, lógicamente, es lo que su partido va a proporcionar; o qué es lo que se puede esperar de alguien que promete lo que todos queremos escuchar, aun a sabiendas de su imposible cumplimiento.

Me encantó la idea de Américo Castro de que la solución no pasa por el color del partido. A mi modo de ver, Castro no quería decirnos que todos los partidos son equivalentes, sino que antes que ponerse a discernir quiénes son los buenos y quiénes los malos, la cuestión es que hay que cambiar de clave. No nos podemos dejar engañar ante quienes nos prometen lo que no se puede prometer, primero porque nos hacen promesas imposibles de alcanzar y segundo porque cuando nos hacen esas promesas imposibles manifiestan más el interés por conseguir el poder que por ejercerlo adecuadamente. Cuando viene un iluminado diciéndonos los malos que son los otros y que son ellos los que tienen los remedios para la maltrecha España, los que tienen la varita mágica para que todos nuestros problemas se solucionen, pues a mí eso me asusta. Cuando viene otro cuyo principal argumento es descalificar al adversario y cuyo programa político es decir aquello que todos queremos escuchar, pues a mí eso también me asusta.

Nuestros queridos candidatos han tenido una oportunidad de oro para demostrar su madurez política, si en vez de mirar hacia otro lado (o hacia sí mismos) de verdad hubiesen estado preocupados por España y por todos nosotros, los españoles. ¿Alguien se ha visto reconocido de verdad en sus discursos? ¿Alguien ha atisbado, siquiera un poco, cierta preocupación auténtica por el devenir de su país? ¿Alguien ha visto en alguno de ellos cierta posibilidad de sacrificar algunos intereses propios en aras del entendimiento y del bien común? ¿Por qué uno no puede reconocer algún acto de valía en el otro, independientemente de que sus ideas políticas sean diversas? ¿Por qué uno no puede mirar de frente al otro, y decirle: vamos a salir de ésta juntos? ¿Dónde estamos?

En fin, querido Américo Castro. Supongo que tendremos que seguir peleando por conseguir una convivencia social y política que esté a la altura de los tiempos. Si hace cien años no lo estaba, creo que podemos seguir afirmando que sigue sin estarlo. Tiempo al tiempo.

8 de marzo de 2016

Desde lo no consciente hacia lo consciente

Caer en la cuenta de todos estos procesos que estamos comentando en esta serie de posts entiendo que es sin duda un paso importante. La mayoría de las familias permanecemos ajenas a ellos; y este hecho —el hecho de ser conscientes— puede derivar fácilmente en una transformación personal importante. A lo mejor no, como también ocurre a menudo, pero a lo mejor sí, que también se da con frecuencia.

Incidamos un poco en esos mensajes no funcionales. Decíamos que en la comunicación no verbal, que suele darse de manera inconsciente, transmitimos principalmente emociones, sentimientos,… transmitimos afectos que por otro lado es lo que principalmente captan los más pequeños. Si nos detenemos en este hecho, nos daremos cuenta de que nuestros pequeños captan principalmente aquello que transmitimos sin darnos cuenta. ¿Qué consecuencias puede conllevar esto?

El principal problema no es que esto sea así, porque de hecho se da, y se da así inevitablemente. El problema adviene cuando ese proceso no es funcional. Si es funcional, todo en orden; pero puede no serlo. Y si no lo es, pueden advenir no pocos problemas.

En primera instancia podemos identificar dos modos o dos circunstancias en que dicho proceso sea no funcional, a saber: una comunicación emocional inmoderada, y una disonancia en el mensaje. a) Por un lado, cuando transmitimos emociones fuertes de forma inmoderada. No es raro que en determinadas circunstancias nos encontremos alterados afectivamente (cansados, irritados,…) y lo pague el primero que se cruce en nuestro camino. Todos nos reconoceremos en situaciones así, y efectivamente lo que hacemos es transmitir lo que sentimos. El problema viene cuando lo hacemos inmoderadamente sobre un niño, en una situación que ni viene a cuento, porque así le creamos una disfuncionalidad al niño que no acaba de comprender lo que le ha ocurrido; como se suele decir, ha recibido un chorreo sin saber muy bien por qué.

b) Por el otro, cuando hay un mensaje incoherente entre lo que transmitimos verbal y no verbalmente, entre lo que decimos y lo que sentimos: esto es, cuando transmitimos un mensaje que no refleja nuestro verdadero estado interior. Esto es más frecuente de lo que pueda parecer. A veces con la boca se dice algo, pero con el cuerpo, con la mirada, con el gesto, con la postura, con la misma entonación… se está diciendo algo muy, muy distinto. Y esto genera un mensaje discordante que confunde al receptor, sin saber muy bien a qué atenerse. El hecho de actuar así es manifestación ya de una disonancia en el emisor; disonancia que se transmite al receptor.

Estos fenómenos se dan en infinidad de ocasiones en la vida cotidiana, y como suele ocurrir a menudo no acabamos de ser conscientes de ellos. Esto es algo que nos sucede a todos. Pero el caso es que este fenómeno influye sobremanera en la época infantil, y dentro de ella en los primeros tres años de vida. Fruto de estos comportamientos nuestros, los caracteres de nuestros hijos, aún por formar, se ven altamente influenciados. Pero ojo, influenciados no sólo negativamente; lo será negativamente cuando el proceso sea no funcional, pero lo será positivamente —y ahí está el reto— cuando la educación sea funcional, que también influye y muy notablemente en los niños.

Me gustaría incidir en que no estamos hablando de grandes trastornos de la personalidad. Por lo normal, somos personas normales, que mejor o peor tratamos de manejarnos en la vida. Pero ello no es óbice para que tengamos nuestras pequeñas taras, aspectos de nuestra personalidad que todos tenemos —manías, prejuicios, pequeñas obsesiones,…—, normalmente sin mayor importancia, pero que mantenidas en el tiempo tienen un efecto distorsionador no sólo para nuestros hijos, sino para nosotros mismos y nuestras relaciones personales. Son rasgos de nuestros carácter (timidez, extroversión, perfeccionismo,…) que no representan una enfermedad clínica, pero que modulan nuestro comportamiento y por ende afecta al de nuestros hijos, como no podía ser de otra manera.

Si digo que no podía ser de otra manera, es por una razón muy sencilla. Nosotros somos como somos, y nos comportamos como somos. Y los que están alrededor conviven con nosotros, que somos como somos. Los comportamientos de los demás miembros del hogar, necesariamente se han de adaptar al nuestro, y viceversa: nosotros nos hemos de adaptar al de ellos. En este juego recíproco, los más pequeños —y por ende los más débiles— son los que más se han de adaptar, pues ellos están configurando su personalidad y la configuran precisamente en esa especie de ‘adaptación al medio’ que es su desarrollo en la familia. Por eso están más a merced de las circunstancias (familiares) que lo podamos estar los adultos, aunque no nos engañemos porque los adultos también estamos sujetos a todo esto.

Aunque he dicho algo que no es del todo cierto: sí que puede ser de otra manera. Me explico: no puede ser de otra manera el hecho de que nuestro carácter afecte a los demás y a nuestros hijos, eso no; lo que sí puede ser de otra manera es el modo en que esto se da. Y, ¿cómo puede ser de otra manera? Pues por algo tan sencillo y tan complicado como esto: cayendo en la cuenta, siendo conscientes de nosotros mismos, de nuestras emociones, de nuestros modos de expresarlas, de nuestros comportamientos, de nuestros gestos,… para con todo ello poder así a la vez darnos cuenta de cómo transmitimos efectivamente a los más pequeños ciertos tipos de conducta ante las que, cuando las vemos reflejadas en ellos, frecuentemente nosotros solemos ser los primeros sorprendidos. “¿Cómo puede ser que mi hijo se comporte así? Si yo nunca le he obligado a comportarse así”. Conscientemente puede ser que sea así, pero en el ámbito de la no consciencia las cosas son mucho más complejas. Y la tarea principal consiste en traer las cosas del ámbito de la no consciencia al de la consciencia, tarea nada fácil por cierto.

1 de marzo de 2016

Las falacias: más que un (mal) argumento

Desde los inicios de la Retórica se han realizado esfuerzos en dos sentidos que, si bien en primera instancia pudieran parecer diversos o incluso opuestos, a la postre resulta que van los dos de la mano para alcanzar un objetivo común, a saber: la correcta argumentación. Estas dos tendencias a que me refiero son los siguientes. Por un lado, el estudio positivo de la buena argumentación, que tiene que ver con aquello que hay que hacer para argumentar apropiadamente, con conocer las normas que rigen la buena argumentación, etc.. Y por el otro, el estudio de lo que hay que evitar, el conocimiento de las maniobras consideradas inadecuadas y de aquello que perjudique la buena argumentación. A esto último es a lo que tradicionalmente se le ha denominado falacia. Así, un argumento falaz sería aquel que no es representativo de la buena argumentación.

No faltan autores que piensan que las falacias no deben estudiarse como tales, que no tiene demasiado sentido dedicarse a ellas en sí mismas, y ello por dos razones principales. La primera, porque consideran que en lo que hay que centrarse es en la buena argumentación, y no ‘perder’ el tiempo en la mala. Y la segunda, porque entienden que los modos de hacer malas argumentaciones son tantos, son tan enormes las posibilidades de hacer argumentos falaces, que no tiene sentido siquiera detenerse en dicha tarea.

Ante estos motivos cabría hacer —a mi modo de ver— sendas objeciones. Al primer motivo, pues bueno, si bien es cierto que hay que enseñar el arte de la buena argumentación (como todo en la vida) tampoco está de más (todo lo contrario) mostrar aquellas ocasiones en que se hace mal, pues eso también nos ayuda a aprender y a mejorar. Y en referencia al segundo motivo, efectivamente es así: por lo general los modos de hacer mal las cosas son mucho más numerosos que los modos de hacerlas bien pero ello, lejos de hacernos desistir del empeño de su estudio, quizá nos debería llevar a plantearlo de otro modo. Y aquí es a dónde quería llegar, pues este otro modo de plantearlo es una vía que, iniciándose en la modernidad, es una de las que se está siguiendo en la actualidad. Y este giro es muy interesante, porque conlleva a su vez un modo diferente de entender la argumentación.

Tradicionalmente se ha considerado falacia como un argumento engañoso, que viola las reglas del buen argumento. Su estudio clásico ha seguido un método que se conoce como escolar; esto es, se han realizado colecciones de tipos específicos de falacias para conocerlas e identificarlas, analizándolas usualmente según parámetros de la lógica, con la finalidad consecuente de prevenirnos para no usarlas y para que no las usen contra nosotros. Se conoce como método escolar porque ha sido el método que tradicionalmente se ha empleado en ámbitos académicos, ámbitos que por su propia índole se encuentran distantes de un contexto real en el que se puedan dar los distintos discursos. Por este motivo, por reducirse su estudio a ámbitos académicos, para su identificación y exposición se tendía a proponer ejemplos exagerados en contextos un tanto irreales, cayendo con frecuencia en cierta caricaturización.

A partir de la época moderna, y sobre todo a finales del siglo pasado todo esto se puso en cuestión, pues cuando se trataba de estudiar los argumentos falaces pronto se vio que el contexto jugaba un papel importante. Las falacias estudiadas así como en una camilla de cirujano tenía sentido en ese ambiente escolar, pero cuando se atendía a la vida cotidiana, a los usos cotidianos (diálogos, discusiones, tertulias,…) se puso de manifiesto la necesidad de atender a variables más allá de la falacia en sí, como por ejemplo a variables referenciales, contextuales, etc. Se podría dar el hecho, por ejemplo, que un argumento dicho en un contexto determinado fuera falaz, y dicho en otro no.

Vista la cuestión desde esta óptica —digamos— más general, más amplia, pronto se apercibió que el concepto de falacia adquiría connotaciones ambiguas a las que había que darle solución. Ya no por el hecho de que lo falaz de la falacia no fuera algo únicamente técnico (retórico) sino que también llevara aparejadas connotaciones éticas o normativas (en el sentido de que un argumento falaz no es éticamente bueno dado que su finalidad es engañar al interlocutor, y por ende, potenciar el mal entendimiento entre los individuos), sino por el hecho de que había que atender al discurso desde elementos más amplios que el propio discurso, provocando como digo que un argumento en principio válido pudiera dejar de serlo si se situaba en otro contexto.

Consecuencia de ello ha sido atender a un objetivo general de la argumentación —o del discurso— más amplio que el mero hacerlo técnicamente bien (que no es poco), como es el actualmente esgrimido por no pocos estudiosos de ‘resolver diferencias de opinión’. Un argumento bueno (o un discurso bueno) sería aquel que contribuye a resolver diferencias de opinión, que contribuye a localizar un punto de encuentro con el otro. Esta afirmación no tiene que ver tanto con la adquisición de una ‘verdad por consenso’ como con el hecho de considerar todos aquellos elementos ajenos al discurso desde el punto de vista técnico y que contribuyen notoriamente al buen o al mal entendimiento. Todo aquello que contribuye al mal entendimiento, que no contribuye a la resolución de una diferencia de opinión, va más allá de las denominadas falacias (consideradas en este sentido como argumentos malos o engañosos) para englobar todos aquellos elementos que, además de los argumentos falaces, nos distancias de esa meta o de ese objetivo final.

Este giro nos permite dar un paso adelante en la Retórica, sin duda, pero también nos complica mucho las cosas dadas las numerosas variables que se incorporan al estudio del buen discurso argumentativo. Me refiero a variables de tipo visual, por ejemplo, o de tipo afectivo, o de tipo cognitivo,… Elementos como un gesto, un chantaje emocional, ideologías imperantes, una creencia social o un prejuicio, ideas que se dan por supuestas o ideas en las que se abunda por considerarlas importantes,… En fin, el abanico de posibilidades que intervienen en que un discurso no esté focalizado a la resolución de diferencias de opinión puede ser inmenso. Pero ahí está el reto.

Aunque hay un reto todavía más interesante, y es el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a superar esa tentación de caer en una mera verdad por consenso; o de otra manera, el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a ‘decir’ la Metafísica, cuestión puesta entre interrogantes a partir de Kant. ¿Está destinado al ostracismo cualquier intento de decir lo metafísico precisamente por ser metafísico, trascendente? ¿O acaso la Retórica nos permite abordar otro tipo de ‘decir’ más allá del lógico-científico, que nos posibilite abordar cuestiones trans-físicas? Kant negó la posibilidad de decir científicamente (según el concepto de ciencia vigente en su época) la Metafísica, y realizó no pocos esfuerzos para acceder a ella desde otras claves, como pueden ser la ética (la libertad humana como llave) o la estética (como acceso diverso a la realidad). ¿Podemos apoyarnos en la propuesta kantiana para aventurar un acceso retórico a la metafísica? No faltan autores que responden afirmativamente a esta cuestión, aunque no faltan tampoco los que lo hacen negativamente.