5 de abril de 2016

De la fantasía infantil a la realidad

Cada niño posee un mundo fantástico en su interior. Digo fantástico no en el sentido de genial, sino en el sentido de ideal, de fantasía. Lo que corresponde al adulto es acompañar el niño para que vaya adecuando ese mundo ideal al mundo real que lo rodea. Es natural que el niño vea así el mundo: de modo fantástico; lo que no es natural es un niño con un mundo demasiado real, ni un adulto con todavía un mundo demasiado fantástico. Estos últimos casos se producen cuando este trance ha sido traumático, cuando se ha entendido la educación como un ‘obligar al niño a actuar conforme se espera de él’ y no tanto como ‘un ayudarle a encontrar en lo profundo de sí mismo su propia autenticidad’.

Es por ello que este paso del mundo de sus fantasías al mundo real no lo deben ver como algo traumático, sino como un proceso unitario en el que se aúnan sus personalidades en desarrollo con una especie de ‘adaptación al medio’. Hay en el mundo que les rodea (entorno familiar, escuela,…) unas estructuras definidas según unos principios normativos de orden, de relaciones, etc. Pues bien, se tendrá que dar en ellos (en los niños) un aprendizaje de lo que es el mundo, el cual se debe conjugar con otro tipo de aprendizaje no menos importante: el de quiénes son ellos mismos. Y el caso es que el niño encuentra en su interior una necesidad de ambos tipos de conocimiento: están ávidos de aprender y de saber quiénes son y cuál es su lugar.

Efectivamente, el niño presenta una necesidad interior de aprender a conocerse tanto a sí mismo como al mundo que le rodea, y lo ha de hacer de forma conjunta, global. ¿Cómo? Pues desarrollando sus capacidades psíquicas mediante acciones con un sentido, adquiriendo control sobre sus movimientos en un contexto adecuado y coherente, organizando los contenidos de sus experiencias de acuerdo al orden encontrado en el mundo. Un complejo entramado de acciones y reacciones que se podrían agrupar en dos tipos de pautas: por un lado, pautas de nutrición mental y física por parte de su entorno; por el otro, pautas de actividad espontánea e inteligente por sí mismo.

Así, poco a poco, tanto por lo que reciben como por lo que hacen (y por lo que reciben de aquello que hacen) irán familiarizándose con su entorno y con sus posibilidades, se irán familiarizando con el medio y con ellos mismos, lo que les ayudará a conocer las características de todo lo que les rodea y sus propias capacidades, y así podrán ser independientes y actuarán de forma equilibrada en su crecimiento.

Claro, esto es fácil decirlo, pero mucho más complicado es hacerlo. Porque no se trata tanto de ir diciendo al niño cómo ha de comportarse en cada situación, como de crear un ámbito de amor y protección en el que el niño se sienta seguro y pueda desplegar su personalidad confiadamente. Y esto —os aseguro— no es nada fácil. La teoría es muy bonita (¿qué padres no lo querrían para sus hijos?) pero la práctica ya no lo es tanto: días de agotamiento, de estrés, de conflictos conyugales,… además que los niños ¡no siempre ayudan! ni mucho menos. Pero todo este proceso es fundamental, y de él va a depender y con mucho sus futuras personalidades. De hecho, la mayoría de los problemas psíquicos de las personas se generan en esta fase. ¿Por qué?

Pues porque el adulto no ha entendido bien este proceso, y lo que ha generado es una represión de las energías vitales del niño provocando distorsiones en su débil personalidad.

Esto sobreviene sobre todo cuando el entorno del niño no es adecuado; y si no es adecuado es porque los padres no lo han sabido tejer, por el motivo que sea, afirmación que a no pocos padres sorprende. Pocos padres son conscientes de que su ambiente familiar es disfuncional; mucho menos de cómo se ha ido creando dicha situación. Cuando ayudas a adultos a ser conscientes de todo ello se producen situaciones verdaderamente asombrosas: bien de rechazo y negación, bien de sorpresa y aceptación que deriva fácilmente en esfuerzo por la mejora.

Recordemos que al principio el lenguaje afectivo es el único que entiende el niño; y que a menudo nosotros mismos no somos conscientes de cuál es el ambiente afectivo que estamos generando en nuestro entorno cercano. Y que hemos de procurar ese buen ambiente afectivo. Pues bien, un entorno afectivo cálido y amoroso —que no es tan fácil de conseguir como digo— es imprescindible aunque no suficiente para su buen desarrollo, pues además hacen falta pautas de nutrición adecuadas. No me refiero a pautas de nutrición fisiológica (que también, indudablemente) sino a pautas de nutrición en sentido amplio: afectiva, cognitiva, comunicativa, social, lúdica,… de modo que todas ellas deben ir en una misma dirección, debe haber una coherencia entre todos los procesos. Y cuando no es así, el desarrollo de los pequeños se ve gravemente afectado. Y esto es algo que los niños absorben como esponjas, atmosféricamente.

A mi modo de ver, éste es el verdadero meollo de la educación. El conflicto adviene básicamente cuando el niño no es capaz de comprender aquello que el adulto le ofrece, porque según el canal del que se trate recibe una información u otra. Lógicamente, no hablo de una comprensión cognitiva al modo del adulto, sino de un integrar según sus modestas capacidades (más o menos inconscientemente) esta información distorsionada que reciben, produciéndoles disonancias que les afectan gravemente en sus incipientes personalidades, disonancias que luego tratarán de subsanar mediante rebusques y adaptaciones forzadas. Ante una educación no funcional surgen personalidades adaptadas.

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