15 de marzo de 2016

La valía de nuestros gobernantes

Acabo de tener la oportunidad de conocer más de cerca a una figura importante del panorama intelectual español de comienzos del siglo XX: me refiero a Américo Castro. Como tantos intelectuales de la época (rápidamente me vienen a la cabeza por serme más familiares las figuras de José Ortega y Gasset y de Eugenio d’Ors), realizó un esfuerzo intenso por culturizar a una sociedad que por aquél entonces estaba muy necesitada en este sentido.

Castro comenzó esta cruzada intelectual desde muy joven. Si bien sus objetos principales de estudio fueron los literarios y los históricos, en estos años jóvenes se dedicó también a la renovación de la enseñanza universitaria en nuestro país, de la mano de García Morente por ejemplo. Pero como no obtuvo los resultados que esperaba, enseguida dio el paso hacia lo que le inquietaba más: la literatura y la historia.

A mi modo de ver, su trabajo se caracteriza por dos aspectos, uno de carácter personal y otro de carácter profesional, a saber: su apasionamiento y su rigurosidad. Si bien ambos elementos pueden ser muy fecundos, no combinados adecuadamente pueden proporcionar unos resultados cuya aceptación no sea compartida por todos. Algo así le ocurrió a él. Su apasionamiento le llevó a realizar afirmaciones un tanto precipitadas, calificadas como dogmáticas incluso, muchas de las cuales él mismo reconoció y fue corrigiendo con el tiempo, aunque ello no le libró de una buena dosis de críticas. 

Lo que sí que se puede afirmar (y es una opinión generalizadamente compartida) es que gracias a él (y a los que estaban con él, como Menéndez Pidal) los estudios sobre nuestra literatura y sobre nuestra historia nunca serán iguales; podríamos decir que a partir de su trabajo estos estudios se profesionalizan, se hacen rigurosamente científicos, sin olvidar los aspectos contextuales en los que se generan. La historia ya no será una mera recopilación de datos, sino que lo que se busca es una auténtica comprensión de dicha historia, de lo que es la identidad española, de lo que somos nosotros mismos en tanto que españoles: como él mismo dice, será una historia acompañada de una teoría de la historia.

Inicialmente comienza dicha cruzada intelectual con un optimismo envidiable. Leer algunos textos suyos al respecto no tiene desperdicio: reflejan sin duda un hombre ilusionado y comprometido con su país, para culturizarlo y dotarle de unas herramientas adecuadas para el buen desarrollo de la tarea investigadora y educativa, todo lo que sin duda repercutiría en un buen desarrollo de su sociedad que sería dirigida por una clase política a la altura de los tiempos.

Ese optimismo de las primeras décadas del siglo XX pronto dejó paso a una decepción y a una desesperanza. Pero lejos de abandonar en su particular cruzada, lo que hizo fue modificar los parámetros de su planteamiento. Se daba cuenta de que entre los españoles había un enfrentamiento radical del que parecía que no se podían evadir, y que él definía como crónico cainismo español. Hasta entonces, en tanto que perteneciente al grupo republicano y liberal pensaba que se encontraba en el ‘bando de los buenos’; pero tras su experiencia durante los años previos a la Guerra Civil, se dio cuenta de una cosa de especial relevancia: que no se trataba tanto de que hubiera ‘malos’ o ‘buenos’ de un partido o de otro, sino que el problema radicaba en el modo de ejercer la política en España. Según palabras textuales suyas, «todo se hace saltar con la dinamita del rencor y de la incapacidad; prefieren que España se acabe a que la salven ‘ellos’».

A nivel personal he de decir que estas palabras no han podido sino recordarme a nuestra más rabiosa actualidad. Me vienen a la cabeza las imágenes que nuestra ‘élite’ política nos ofreció en el reciente debate de investidura. Leyendo a Castro, me preguntaba cuál de nuestros cuatro principales políticos prefería de verdad a España frente a ellos mismos, frente a sus intereses partidistas; o si lo que de verdad les importaba era salvarse ellos, a costa de nuestra querida España.

Me surgían dudas como, por ejemplo, qué se puede esperar de un partido político que no toma las medidas oportunas para la gestión buena y honesta de su propio equipo; o qué se puede esperar de un dirigente que no duda en criticar agresivamente a su adversario político, a veces (por desgracia con frecuencia) con una desvergüenza que raya ya no la mala educación sino la mínima legalidad retórica requerida en un discurso de estas características, acusando e insultando de unas maneras que escandalizarían al más pintado; o qué se puede esperar de una persona que, sin mayor experiencia en el poder, viene con un recetario de lo que España necesita y que, lógicamente, es lo que su partido va a proporcionar; o qué es lo que se puede esperar de alguien que promete lo que todos queremos escuchar, aun a sabiendas de su imposible cumplimiento.

Me encantó la idea de Américo Castro de que la solución no pasa por el color del partido. A mi modo de ver, Castro no quería decirnos que todos los partidos son equivalentes, sino que antes que ponerse a discernir quiénes son los buenos y quiénes los malos, la cuestión es que hay que cambiar de clave. No nos podemos dejar engañar ante quienes nos prometen lo que no se puede prometer, primero porque nos hacen promesas imposibles de alcanzar y segundo porque cuando nos hacen esas promesas imposibles manifiestan más el interés por conseguir el poder que por ejercerlo adecuadamente. Cuando viene un iluminado diciéndonos los malos que son los otros y que son ellos los que tienen los remedios para la maltrecha España, los que tienen la varita mágica para que todos nuestros problemas se solucionen, pues a mí eso me asusta. Cuando viene otro cuyo principal argumento es descalificar al adversario y cuyo programa político es decir aquello que todos queremos escuchar, pues a mí eso también me asusta.

Nuestros queridos candidatos han tenido una oportunidad de oro para demostrar su madurez política, si en vez de mirar hacia otro lado (o hacia sí mismos) de verdad hubiesen estado preocupados por España y por todos nosotros, los españoles. ¿Alguien se ha visto reconocido de verdad en sus discursos? ¿Alguien ha atisbado, siquiera un poco, cierta preocupación auténtica por el devenir de su país? ¿Alguien ha visto en alguno de ellos cierta posibilidad de sacrificar algunos intereses propios en aras del entendimiento y del bien común? ¿Por qué uno no puede reconocer algún acto de valía en el otro, independientemente de que sus ideas políticas sean diversas? ¿Por qué uno no puede mirar de frente al otro, y decirle: vamos a salir de ésta juntos? ¿Dónde estamos?

En fin, querido Américo Castro. Supongo que tendremos que seguir peleando por conseguir una convivencia social y política que esté a la altura de los tiempos. Si hace cien años no lo estaba, creo que podemos seguir afirmando que sigue sin estarlo. Tiempo al tiempo.

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