8 de marzo de 2016

Desde lo no consciente hacia lo consciente

Caer en la cuenta de todos estos procesos que estamos comentando en esta serie de posts entiendo que es sin duda un paso importante. La mayoría de las familias permanecemos ajenas a ellos; y este hecho —el hecho de ser conscientes— puede derivar fácilmente en una transformación personal importante. A lo mejor no, como también ocurre a menudo, pero a lo mejor sí, que también se da con frecuencia.

Incidamos un poco en esos mensajes no funcionales. Decíamos que en la comunicación no verbal, que suele darse de manera inconsciente, transmitimos principalmente emociones, sentimientos,… transmitimos afectos que por otro lado es lo que principalmente captan los más pequeños. Si nos detenemos en este hecho, nos daremos cuenta de que nuestros pequeños captan principalmente aquello que transmitimos sin darnos cuenta. ¿Qué consecuencias puede conllevar esto?

El principal problema no es que esto sea así, porque de hecho se da, y se da así inevitablemente. El problema adviene cuando ese proceso no es funcional. Si es funcional, todo en orden; pero puede no serlo. Y si no lo es, pueden advenir no pocos problemas.

En primera instancia podemos identificar dos modos o dos circunstancias en que dicho proceso sea no funcional, a saber: una comunicación emocional inmoderada, y una disonancia en el mensaje. a) Por un lado, cuando transmitimos emociones fuertes de forma inmoderada. No es raro que en determinadas circunstancias nos encontremos alterados afectivamente (cansados, irritados,…) y lo pague el primero que se cruce en nuestro camino. Todos nos reconoceremos en situaciones así, y efectivamente lo que hacemos es transmitir lo que sentimos. El problema viene cuando lo hacemos inmoderadamente sobre un niño, en una situación que ni viene a cuento, porque así le creamos una disfuncionalidad al niño que no acaba de comprender lo que le ha ocurrido; como se suele decir, ha recibido un chorreo sin saber muy bien por qué.

b) Por el otro, cuando hay un mensaje incoherente entre lo que transmitimos verbal y no verbalmente, entre lo que decimos y lo que sentimos: esto es, cuando transmitimos un mensaje que no refleja nuestro verdadero estado interior. Esto es más frecuente de lo que pueda parecer. A veces con la boca se dice algo, pero con el cuerpo, con la mirada, con el gesto, con la postura, con la misma entonación… se está diciendo algo muy, muy distinto. Y esto genera un mensaje discordante que confunde al receptor, sin saber muy bien a qué atenerse. El hecho de actuar así es manifestación ya de una disonancia en el emisor; disonancia que se transmite al receptor.

Estos fenómenos se dan en infinidad de ocasiones en la vida cotidiana, y como suele ocurrir a menudo no acabamos de ser conscientes de ellos. Esto es algo que nos sucede a todos. Pero el caso es que este fenómeno influye sobremanera en la época infantil, y dentro de ella en los primeros tres años de vida. Fruto de estos comportamientos nuestros, los caracteres de nuestros hijos, aún por formar, se ven altamente influenciados. Pero ojo, influenciados no sólo negativamente; lo será negativamente cuando el proceso sea no funcional, pero lo será positivamente —y ahí está el reto— cuando la educación sea funcional, que también influye y muy notablemente en los niños.

Me gustaría incidir en que no estamos hablando de grandes trastornos de la personalidad. Por lo normal, somos personas normales, que mejor o peor tratamos de manejarnos en la vida. Pero ello no es óbice para que tengamos nuestras pequeñas taras, aspectos de nuestra personalidad que todos tenemos —manías, prejuicios, pequeñas obsesiones,…—, normalmente sin mayor importancia, pero que mantenidas en el tiempo tienen un efecto distorsionador no sólo para nuestros hijos, sino para nosotros mismos y nuestras relaciones personales. Son rasgos de nuestros carácter (timidez, extroversión, perfeccionismo,…) que no representan una enfermedad clínica, pero que modulan nuestro comportamiento y por ende afecta al de nuestros hijos, como no podía ser de otra manera.

Si digo que no podía ser de otra manera, es por una razón muy sencilla. Nosotros somos como somos, y nos comportamos como somos. Y los que están alrededor conviven con nosotros, que somos como somos. Los comportamientos de los demás miembros del hogar, necesariamente se han de adaptar al nuestro, y viceversa: nosotros nos hemos de adaptar al de ellos. En este juego recíproco, los más pequeños —y por ende los más débiles— son los que más se han de adaptar, pues ellos están configurando su personalidad y la configuran precisamente en esa especie de ‘adaptación al medio’ que es su desarrollo en la familia. Por eso están más a merced de las circunstancias (familiares) que lo podamos estar los adultos, aunque no nos engañemos porque los adultos también estamos sujetos a todo esto.

Aunque he dicho algo que no es del todo cierto: sí que puede ser de otra manera. Me explico: no puede ser de otra manera el hecho de que nuestro carácter afecte a los demás y a nuestros hijos, eso no; lo que sí puede ser de otra manera es el modo en que esto se da. Y, ¿cómo puede ser de otra manera? Pues por algo tan sencillo y tan complicado como esto: cayendo en la cuenta, siendo conscientes de nosotros mismos, de nuestras emociones, de nuestros modos de expresarlas, de nuestros comportamientos, de nuestros gestos,… para con todo ello poder así a la vez darnos cuenta de cómo transmitimos efectivamente a los más pequeños ciertos tipos de conducta ante las que, cuando las vemos reflejadas en ellos, frecuentemente nosotros solemos ser los primeros sorprendidos. “¿Cómo puede ser que mi hijo se comporte así? Si yo nunca le he obligado a comportarse así”. Conscientemente puede ser que sea así, pero en el ámbito de la no consciencia las cosas son mucho más complejas. Y la tarea principal consiste en traer las cosas del ámbito de la no consciencia al de la consciencia, tarea nada fácil por cierto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario