22 de marzo de 2016

La conciencia estética

Acabábamos el anterior post preguntándonos por la posibilidad de si la obra artística aporta algún tipo de verdad o no. Para encarar la cuestión, Gadamer comienza recordándonos la evolución que ha sufrido el concepto de ‘estético’ y que se plasma en el pensamiento de Kant, en el que se pasa de un sentido de percepción sensible, de aísthesis, a un sentido de sentimiento estético (más allá de lo meramente artístico). La lectura que hace Gadamer de Kant apunta hacia una subjetivización estética, enfoque que no nos parece demasiado justa. Sí que es cierto que desde Kant se puede ir a una postura subjetivista, que es a la que según Gadamer llega Schiller; es cierto que hay esa posible lectura de la estética kantiana, pero para llegar a donde quiere llegar Gadamer (y que ahora veremos) no era necesaria; antes bien, ambas posturas (Kant y Gadamer) se pueden situar en línea de continuidad (a nuestro modo de ver).

El problema de la verdad del arte gira en torno a otro problema: si el arte es un fin en sí mismo o no. A juicio de Gadamer, algo así ocurre en Schiller, quien tendería hacia una subjetivización de la estética materializando la teoría formal kantiana, dotándole de contenido; en consecuencia, la referencia a la naturaleza o a la realidad se ve difuminada para dar más peso a la acción del artista, del genio,… a la obra de arte. El arte como modo de plasmar la naturaleza es sustituido por un punto de vista propio, autónomo, dominador. De este modo, los límites de lo que hasta ese momento era considerado bello aparecen transgredidos, pues la única limitación es la impuesta por el artista. Como dice Gadamer, «de la idea primera de una educación a través del arte se acaba pasando a una educación para el arte». Lo estético ya no es un medio sino un fin, un fin al que se ha de llegar desde lo social y lo cultural, y no desde lo que la propia obra de arte pueda ofrecer: hay como una ruptura entre la obra de arte respecto de su mundo. Unión que ya no es necesaria porque quien dictamina si algo es estético o no, no es tanto el propio objeto artístico sino la conciencia estética, el espectador. Una conciencia estética que no está sometida a nada, que posee «un grado cero de determinación», y desde la cual se valora todo lo que puede ser considerado como arte.

Este proceso de depuración o de ruptura con su mundo no es del todo negativo, ya que abstrayendo todo lo que ‘encadena’ a su mundo a la obra de arte nos permite quedarnos con lo que sería la obra de arte ‘pura’: es lo que Gadamer denomina distinción estética, la cual tiene lugar en la vivencia estética. La vivencia estética puede abstraer del objeto artístico todo aquello que le es inherente (referente a su mundo, a su contexto,… y que le dota de significado) pero que no es estrictamente estético. Pero por el mismo motivo, nos permite también considerar todo eso otro que no por no ser estético deja de pertenecer a la obra de arte; no sólo hay en ella un momento puramente estético, sino también e ineludiblemente un momento 'impuro', contextual,… que influye también en el espectador. Esto se ve claro en las obras antiguas, en las que se mantienen elementos del pasado, de épocas anteriores: hay algo antiguo que se actualiza en el presente, hay una dimensión histórica pero que no es valiosa en esa conciencia estética subjetivizante que hemos comentado, pues ella está por encima de estas cosas.

El modo subjetivizante provoca que el arte y el artista sean considerados como un fin en sí mismos. No es extraña en este sentido la consideración del arte como una especie de pseudo-religión de ciertas sociedades románticas, que otorgan al artista poderes cuasi-sacerdotales, como nuevos ‘redentores mundanos’. Nunca en otra época fue tan fácil ser artista, aunque no hay que dejarse engañar: «se había vuelto fácil hacer buena poesía, y por eso era tanto más difícil convertirse en buen poeta». También es cierto que con frecuencia los propios artistas eran más prudentes y sobrios que lo que a los propios observadores les hubiera gustado; si estos no dudaban en endiosarles, aquellos tenían una auténtica tarea consigo mismos para no caer en esos auto-endiosamientos.

Qué duda cabe de que es interesante abstraer del objeto artístico todo aquello que no es eminentemente estético para su valoración estética; pero mal llevado puede desembocar hacia una especie de virtuosismo que raya fácilmente en la afectación. Si queremos prescindir de todo lo extra-estético, hay que prescindir a su vez de todo significado, de toda conceptuación, para dotar a la obra de arte de ‘plena’ significatividad estética. Pero esta significatividad, este carácter de poseer un significado que todavía está por decir, ¿puede reposar en la obra de arte por sí misma, sin estarle dada una referencialidad externa?, ¿puede ser éste un apoyo sólido para la estética? «¿No hay que conceder también al concepto de la ‘vivencia’ estética lo que conviene igualmente a la percepción: que percibe lo verdadero y se refiere así al conocimiento?».

15 de marzo de 2016

La valía de nuestros gobernantes

Acabo de tener la oportunidad de conocer más de cerca a una figura importante del panorama intelectual español de comienzos del siglo XX: me refiero a Américo Castro. Como tantos intelectuales de la época (rápidamente me vienen a la cabeza por serme más familiares las figuras de José Ortega y Gasset y de Eugenio d’Ors), realizó un esfuerzo intenso por culturizar a una sociedad que por aquél entonces estaba muy necesitada en este sentido.

Castro comenzó esta cruzada intelectual desde muy joven. Si bien sus objetos principales de estudio fueron los literarios y los históricos, en estos años jóvenes se dedicó también a la renovación de la enseñanza universitaria en nuestro país, de la mano de García Morente por ejemplo. Pero como no obtuvo los resultados que esperaba, enseguida dio el paso hacia lo que le inquietaba más: la literatura y la historia.

A mi modo de ver, su trabajo se caracteriza por dos aspectos, uno de carácter personal y otro de carácter profesional, a saber: su apasionamiento y su rigurosidad. Si bien ambos elementos pueden ser muy fecundos, no combinados adecuadamente pueden proporcionar unos resultados cuya aceptación no sea compartida por todos. Algo así le ocurrió a él. Su apasionamiento le llevó a realizar afirmaciones un tanto precipitadas, calificadas como dogmáticas incluso, muchas de las cuales él mismo reconoció y fue corrigiendo con el tiempo, aunque ello no le libró de una buena dosis de críticas. 

Lo que sí que se puede afirmar (y es una opinión generalizadamente compartida) es que gracias a él (y a los que estaban con él, como Menéndez Pidal) los estudios sobre nuestra literatura y sobre nuestra historia nunca serán iguales; podríamos decir que a partir de su trabajo estos estudios se profesionalizan, se hacen rigurosamente científicos, sin olvidar los aspectos contextuales en los que se generan. La historia ya no será una mera recopilación de datos, sino que lo que se busca es una auténtica comprensión de dicha historia, de lo que es la identidad española, de lo que somos nosotros mismos en tanto que españoles: como él mismo dice, será una historia acompañada de una teoría de la historia.

Inicialmente comienza dicha cruzada intelectual con un optimismo envidiable. Leer algunos textos suyos al respecto no tiene desperdicio: reflejan sin duda un hombre ilusionado y comprometido con su país, para culturizarlo y dotarle de unas herramientas adecuadas para el buen desarrollo de la tarea investigadora y educativa, todo lo que sin duda repercutiría en un buen desarrollo de su sociedad que sería dirigida por una clase política a la altura de los tiempos.

Ese optimismo de las primeras décadas del siglo XX pronto dejó paso a una decepción y a una desesperanza. Pero lejos de abandonar en su particular cruzada, lo que hizo fue modificar los parámetros de su planteamiento. Se daba cuenta de que entre los españoles había un enfrentamiento radical del que parecía que no se podían evadir, y que él definía como crónico cainismo español. Hasta entonces, en tanto que perteneciente al grupo republicano y liberal pensaba que se encontraba en el ‘bando de los buenos’; pero tras su experiencia durante los años previos a la Guerra Civil, se dio cuenta de una cosa de especial relevancia: que no se trataba tanto de que hubiera ‘malos’ o ‘buenos’ de un partido o de otro, sino que el problema radicaba en el modo de ejercer la política en España. Según palabras textuales suyas, «todo se hace saltar con la dinamita del rencor y de la incapacidad; prefieren que España se acabe a que la salven ‘ellos’».

A nivel personal he de decir que estas palabras no han podido sino recordarme a nuestra más rabiosa actualidad. Me vienen a la cabeza las imágenes que nuestra ‘élite’ política nos ofreció en el reciente debate de investidura. Leyendo a Castro, me preguntaba cuál de nuestros cuatro principales políticos prefería de verdad a España frente a ellos mismos, frente a sus intereses partidistas; o si lo que de verdad les importaba era salvarse ellos, a costa de nuestra querida España.

Me surgían dudas como, por ejemplo, qué se puede esperar de un partido político que no toma las medidas oportunas para la gestión buena y honesta de su propio equipo; o qué se puede esperar de un dirigente que no duda en criticar agresivamente a su adversario político, a veces (por desgracia con frecuencia) con una desvergüenza que raya ya no la mala educación sino la mínima legalidad retórica requerida en un discurso de estas características, acusando e insultando de unas maneras que escandalizarían al más pintado; o qué se puede esperar de una persona que, sin mayor experiencia en el poder, viene con un recetario de lo que España necesita y que, lógicamente, es lo que su partido va a proporcionar; o qué es lo que se puede esperar de alguien que promete lo que todos queremos escuchar, aun a sabiendas de su imposible cumplimiento.

Me encantó la idea de Américo Castro de que la solución no pasa por el color del partido. A mi modo de ver, Castro no quería decirnos que todos los partidos son equivalentes, sino que antes que ponerse a discernir quiénes son los buenos y quiénes los malos, la cuestión es que hay que cambiar de clave. No nos podemos dejar engañar ante quienes nos prometen lo que no se puede prometer, primero porque nos hacen promesas imposibles de alcanzar y segundo porque cuando nos hacen esas promesas imposibles manifiestan más el interés por conseguir el poder que por ejercerlo adecuadamente. Cuando viene un iluminado diciéndonos los malos que son los otros y que son ellos los que tienen los remedios para la maltrecha España, los que tienen la varita mágica para que todos nuestros problemas se solucionen, pues a mí eso me asusta. Cuando viene otro cuyo principal argumento es descalificar al adversario y cuyo programa político es decir aquello que todos queremos escuchar, pues a mí eso también me asusta.

Nuestros queridos candidatos han tenido una oportunidad de oro para demostrar su madurez política, si en vez de mirar hacia otro lado (o hacia sí mismos) de verdad hubiesen estado preocupados por España y por todos nosotros, los españoles. ¿Alguien se ha visto reconocido de verdad en sus discursos? ¿Alguien ha atisbado, siquiera un poco, cierta preocupación auténtica por el devenir de su país? ¿Alguien ha visto en alguno de ellos cierta posibilidad de sacrificar algunos intereses propios en aras del entendimiento y del bien común? ¿Por qué uno no puede reconocer algún acto de valía en el otro, independientemente de que sus ideas políticas sean diversas? ¿Por qué uno no puede mirar de frente al otro, y decirle: vamos a salir de ésta juntos? ¿Dónde estamos?

En fin, querido Américo Castro. Supongo que tendremos que seguir peleando por conseguir una convivencia social y política que esté a la altura de los tiempos. Si hace cien años no lo estaba, creo que podemos seguir afirmando que sigue sin estarlo. Tiempo al tiempo.

8 de marzo de 2016

Desde lo no consciente hacia lo consciente

Caer en la cuenta de todos estos procesos que estamos comentando en esta serie de posts entiendo que es sin duda un paso importante. La mayoría de las familias permanecemos ajenas a ellos; y este hecho —el hecho de ser conscientes— puede derivar fácilmente en una transformación personal importante. A lo mejor no, como también ocurre a menudo, pero a lo mejor sí, que también se da con frecuencia.

Incidamos un poco en esos mensajes no funcionales. Decíamos que en la comunicación no verbal, que suele darse de manera inconsciente, transmitimos principalmente emociones, sentimientos,… transmitimos afectos que por otro lado es lo que principalmente captan los más pequeños. Si nos detenemos en este hecho, nos daremos cuenta de que nuestros pequeños captan principalmente aquello que transmitimos sin darnos cuenta. ¿Qué consecuencias puede conllevar esto?

El principal problema no es que esto sea así, porque de hecho se da, y se da así inevitablemente. El problema adviene cuando ese proceso no es funcional. Si es funcional, todo en orden; pero puede no serlo. Y si no lo es, pueden advenir no pocos problemas.

En primera instancia podemos identificar dos modos o dos circunstancias en que dicho proceso sea no funcional, a saber: una comunicación emocional inmoderada, y una disonancia en el mensaje. a) Por un lado, cuando transmitimos emociones fuertes de forma inmoderada. No es raro que en determinadas circunstancias nos encontremos alterados afectivamente (cansados, irritados,…) y lo pague el primero que se cruce en nuestro camino. Todos nos reconoceremos en situaciones así, y efectivamente lo que hacemos es transmitir lo que sentimos. El problema viene cuando lo hacemos inmoderadamente sobre un niño, en una situación que ni viene a cuento, porque así le creamos una disfuncionalidad al niño que no acaba de comprender lo que le ha ocurrido; como se suele decir, ha recibido un chorreo sin saber muy bien por qué.

b) Por el otro, cuando hay un mensaje incoherente entre lo que transmitimos verbal y no verbalmente, entre lo que decimos y lo que sentimos: esto es, cuando transmitimos un mensaje que no refleja nuestro verdadero estado interior. Esto es más frecuente de lo que pueda parecer. A veces con la boca se dice algo, pero con el cuerpo, con la mirada, con el gesto, con la postura, con la misma entonación… se está diciendo algo muy, muy distinto. Y esto genera un mensaje discordante que confunde al receptor, sin saber muy bien a qué atenerse. El hecho de actuar así es manifestación ya de una disonancia en el emisor; disonancia que se transmite al receptor.

Estos fenómenos se dan en infinidad de ocasiones en la vida cotidiana, y como suele ocurrir a menudo no acabamos de ser conscientes de ellos. Esto es algo que nos sucede a todos. Pero el caso es que este fenómeno influye sobremanera en la época infantil, y dentro de ella en los primeros tres años de vida. Fruto de estos comportamientos nuestros, los caracteres de nuestros hijos, aún por formar, se ven altamente influenciados. Pero ojo, influenciados no sólo negativamente; lo será negativamente cuando el proceso sea no funcional, pero lo será positivamente —y ahí está el reto— cuando la educación sea funcional, que también influye y muy notablemente en los niños.

Me gustaría incidir en que no estamos hablando de grandes trastornos de la personalidad. Por lo normal, somos personas normales, que mejor o peor tratamos de manejarnos en la vida. Pero ello no es óbice para que tengamos nuestras pequeñas taras, aspectos de nuestra personalidad que todos tenemos —manías, prejuicios, pequeñas obsesiones,…—, normalmente sin mayor importancia, pero que mantenidas en el tiempo tienen un efecto distorsionador no sólo para nuestros hijos, sino para nosotros mismos y nuestras relaciones personales. Son rasgos de nuestros carácter (timidez, extroversión, perfeccionismo,…) que no representan una enfermedad clínica, pero que modulan nuestro comportamiento y por ende afecta al de nuestros hijos, como no podía ser de otra manera.

Si digo que no podía ser de otra manera, es por una razón muy sencilla. Nosotros somos como somos, y nos comportamos como somos. Y los que están alrededor conviven con nosotros, que somos como somos. Los comportamientos de los demás miembros del hogar, necesariamente se han de adaptar al nuestro, y viceversa: nosotros nos hemos de adaptar al de ellos. En este juego recíproco, los más pequeños —y por ende los más débiles— son los que más se han de adaptar, pues ellos están configurando su personalidad y la configuran precisamente en esa especie de ‘adaptación al medio’ que es su desarrollo en la familia. Por eso están más a merced de las circunstancias (familiares) que lo podamos estar los adultos, aunque no nos engañemos porque los adultos también estamos sujetos a todo esto.

Aunque he dicho algo que no es del todo cierto: sí que puede ser de otra manera. Me explico: no puede ser de otra manera el hecho de que nuestro carácter afecte a los demás y a nuestros hijos, eso no; lo que sí puede ser de otra manera es el modo en que esto se da. Y, ¿cómo puede ser de otra manera? Pues por algo tan sencillo y tan complicado como esto: cayendo en la cuenta, siendo conscientes de nosotros mismos, de nuestras emociones, de nuestros modos de expresarlas, de nuestros comportamientos, de nuestros gestos,… para con todo ello poder así a la vez darnos cuenta de cómo transmitimos efectivamente a los más pequeños ciertos tipos de conducta ante las que, cuando las vemos reflejadas en ellos, frecuentemente nosotros solemos ser los primeros sorprendidos. “¿Cómo puede ser que mi hijo se comporte así? Si yo nunca le he obligado a comportarse así”. Conscientemente puede ser que sea así, pero en el ámbito de la no consciencia las cosas son mucho más complejas. Y la tarea principal consiste en traer las cosas del ámbito de la no consciencia al de la consciencia, tarea nada fácil por cierto.

1 de marzo de 2016

Las falacias: más que un (mal) argumento

Desde los inicios de la Retórica se han realizado esfuerzos en dos sentidos que, si bien en primera instancia pudieran parecer diversos o incluso opuestos, a la postre resulta que van los dos de la mano para alcanzar un objetivo común, a saber: la correcta argumentación. Estas dos tendencias a que me refiero son los siguientes. Por un lado, el estudio positivo de la buena argumentación, que tiene que ver con aquello que hay que hacer para argumentar apropiadamente, con conocer las normas que rigen la buena argumentación, etc.. Y por el otro, el estudio de lo que hay que evitar, el conocimiento de las maniobras consideradas inadecuadas y de aquello que perjudique la buena argumentación. A esto último es a lo que tradicionalmente se le ha denominado falacia. Así, un argumento falaz sería aquel que no es representativo de la buena argumentación.

No faltan autores que piensan que las falacias no deben estudiarse como tales, que no tiene demasiado sentido dedicarse a ellas en sí mismas, y ello por dos razones principales. La primera, porque consideran que en lo que hay que centrarse es en la buena argumentación, y no ‘perder’ el tiempo en la mala. Y la segunda, porque entienden que los modos de hacer malas argumentaciones son tantos, son tan enormes las posibilidades de hacer argumentos falaces, que no tiene sentido siquiera detenerse en dicha tarea.

Ante estos motivos cabría hacer —a mi modo de ver— sendas objeciones. Al primer motivo, pues bueno, si bien es cierto que hay que enseñar el arte de la buena argumentación (como todo en la vida) tampoco está de más (todo lo contrario) mostrar aquellas ocasiones en que se hace mal, pues eso también nos ayuda a aprender y a mejorar. Y en referencia al segundo motivo, efectivamente es así: por lo general los modos de hacer mal las cosas son mucho más numerosos que los modos de hacerlas bien pero ello, lejos de hacernos desistir del empeño de su estudio, quizá nos debería llevar a plantearlo de otro modo. Y aquí es a dónde quería llegar, pues este otro modo de plantearlo es una vía que, iniciándose en la modernidad, es una de las que se está siguiendo en la actualidad. Y este giro es muy interesante, porque conlleva a su vez un modo diferente de entender la argumentación.

Tradicionalmente se ha considerado falacia como un argumento engañoso, que viola las reglas del buen argumento. Su estudio clásico ha seguido un método que se conoce como escolar; esto es, se han realizado colecciones de tipos específicos de falacias para conocerlas e identificarlas, analizándolas usualmente según parámetros de la lógica, con la finalidad consecuente de prevenirnos para no usarlas y para que no las usen contra nosotros. Se conoce como método escolar porque ha sido el método que tradicionalmente se ha empleado en ámbitos académicos, ámbitos que por su propia índole se encuentran distantes de un contexto real en el que se puedan dar los distintos discursos. Por este motivo, por reducirse su estudio a ámbitos académicos, para su identificación y exposición se tendía a proponer ejemplos exagerados en contextos un tanto irreales, cayendo con frecuencia en cierta caricaturización.

A partir de la época moderna, y sobre todo a finales del siglo pasado todo esto se puso en cuestión, pues cuando se trataba de estudiar los argumentos falaces pronto se vio que el contexto jugaba un papel importante. Las falacias estudiadas así como en una camilla de cirujano tenía sentido en ese ambiente escolar, pero cuando se atendía a la vida cotidiana, a los usos cotidianos (diálogos, discusiones, tertulias,…) se puso de manifiesto la necesidad de atender a variables más allá de la falacia en sí, como por ejemplo a variables referenciales, contextuales, etc. Se podría dar el hecho, por ejemplo, que un argumento dicho en un contexto determinado fuera falaz, y dicho en otro no.

Vista la cuestión desde esta óptica —digamos— más general, más amplia, pronto se apercibió que el concepto de falacia adquiría connotaciones ambiguas a las que había que darle solución. Ya no por el hecho de que lo falaz de la falacia no fuera algo únicamente técnico (retórico) sino que también llevara aparejadas connotaciones éticas o normativas (en el sentido de que un argumento falaz no es éticamente bueno dado que su finalidad es engañar al interlocutor, y por ende, potenciar el mal entendimiento entre los individuos), sino por el hecho de que había que atender al discurso desde elementos más amplios que el propio discurso, provocando como digo que un argumento en principio válido pudiera dejar de serlo si se situaba en otro contexto.

Consecuencia de ello ha sido atender a un objetivo general de la argumentación —o del discurso— más amplio que el mero hacerlo técnicamente bien (que no es poco), como es el actualmente esgrimido por no pocos estudiosos de ‘resolver diferencias de opinión’. Un argumento bueno (o un discurso bueno) sería aquel que contribuye a resolver diferencias de opinión, que contribuye a localizar un punto de encuentro con el otro. Esta afirmación no tiene que ver tanto con la adquisición de una ‘verdad por consenso’ como con el hecho de considerar todos aquellos elementos ajenos al discurso desde el punto de vista técnico y que contribuyen notoriamente al buen o al mal entendimiento. Todo aquello que contribuye al mal entendimiento, que no contribuye a la resolución de una diferencia de opinión, va más allá de las denominadas falacias (consideradas en este sentido como argumentos malos o engañosos) para englobar todos aquellos elementos que, además de los argumentos falaces, nos distancias de esa meta o de ese objetivo final.

Este giro nos permite dar un paso adelante en la Retórica, sin duda, pero también nos complica mucho las cosas dadas las numerosas variables que se incorporan al estudio del buen discurso argumentativo. Me refiero a variables de tipo visual, por ejemplo, o de tipo afectivo, o de tipo cognitivo,… Elementos como un gesto, un chantaje emocional, ideologías imperantes, una creencia social o un prejuicio, ideas que se dan por supuestas o ideas en las que se abunda por considerarlas importantes,… En fin, el abanico de posibilidades que intervienen en que un discurso no esté focalizado a la resolución de diferencias de opinión puede ser inmenso. Pero ahí está el reto.

Aunque hay un reto todavía más interesante, y es el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a superar esa tentación de caer en una mera verdad por consenso; o de otra manera, el modo en que la Retórica puede ayudarnos (o no) a ‘decir’ la Metafísica, cuestión puesta entre interrogantes a partir de Kant. ¿Está destinado al ostracismo cualquier intento de decir lo metafísico precisamente por ser metafísico, trascendente? ¿O acaso la Retórica nos permite abordar otro tipo de ‘decir’ más allá del lógico-científico, que nos posibilite abordar cuestiones trans-físicas? Kant negó la posibilidad de decir científicamente (según el concepto de ciencia vigente en su época) la Metafísica, y realizó no pocos esfuerzos para acceder a ella desde otras claves, como pueden ser la ética (la libertad humana como llave) o la estética (como acceso diverso a la realidad). ¿Podemos apoyarnos en la propuesta kantiana para aventurar un acceso retórico a la metafísica? No faltan autores que responden afirmativamente a esta cuestión, aunque no faltan tampoco los que lo hacen negativamente.

24 de febrero de 2016

De lo estético a lo vital, o lo simbólico de la obra de arte

Hay un paso especialmente significativo en el que se manifiesta esta nueva consideración de la estética, como es el concepto de vivencia acuñado por los primeros hermeneutas (Dilthey). Hay una diferencia clara entre saber una cosa, y haberla vivido; la vivencia tiene unas connotaciones particulares que nos permiten constatar que se ha comprendido algo realmente, independientemente de que nos la hayan explicado de muchas maneras. Y este contenido que hemos vivenciado no se olvida sino que permanece en nosotros precisamente por la significatividad que nos ha supuesto. Este concepto cobra su sentido más pleno en el marco de otro concepto más amplio pero no menos importante, y que de alguna manera se encontraba implícito en aquellos autores que intentaban superar la mente racionalista moderna (Schleiermaier —Dilthey fue biógrafo suyo—, Schiller, Nietzsche, Bergson,…): me refiero al concepto de vida.

Estos dos conceptos son producto de una consciencia del modo en que el hombre se encuentra en el mundo, y a partir de ella de una consciencia de los modos de estar en diferentes épocas y en diferentes lugares. La palabra vivencia adopta así un carácter epistemológico, que nos permite procesar los datos recibidos desde cuadros de coordenadas diferentes.

La información recibida no nos ofrece verdades necesarias, sino hechos comprensibles; no son datos científicos sino unidades de significado.

Para Dilthey lo más radical en la conciencia no es la sensación (fisiológica) sino la vivencia (hermenéutica).

Este giro es fundamental para comprender ya no la hermenéutica, sino la filosofía del siglo XX; el nuevo concepto de vida que ello supone limita de modo más que considerable la validez del modelo cientificista: hablamos de ciencias del espíritu, situadas claramente al otro lado de las ciencias al uso. Ya no hay objetos de conocimiento externos al sujeto, sino que las vivencias afectan a uno mismo (lo vivido es vivido por uno); comienza a darse una estrecha relación entre el objeto y el sujeto, una especie de mutua referencialidad que ni agota al sujeto ni a la realidad, todo lo contrario: posibilita un ámbito de conocimiento al que el método científico ni de lejos se puede acercar; un ámbito de conocimiento en el que lo conocido revierte de forma global sobre uno mismo: «toda vivencia está entresacada de la continuidad de la vida y referida al mismo tiempo al todo de ésta».

La vivencia estética asume así un papel especialmente relevante: es «la forma esencial de la vivencia en general». La obra de arte permite una vivencia del sujeto que de nuevo revertirá al ‘todo’ que es su vida; permite alcanzar una plenitud de significado que revertirá en lo que se irá constituyendo como el ‘sentido de la vida’. Es por ello que cada vez se ha ido dando más peso al arte vivencial, el cual se ha ido considerando paulatinamente como el arte auténtico. Ahora bien: ¿cómo saber que ese arte vivencial elude el riesgo subjetivista que nos invitaría a hablar de una estética relativista?

Para apelar a los límites del arte vivencial Gadamer apela a la diferencia entre el símbolo y la alegoría. Recordemos que se había producido un desplazamiento del gusto al genio, de la naturaleza (no debemos caer aquí en una consideración de la naturaleza simplista, sino que en Kant es algo mucho más profundo) a lo artístico… del símbolo ¿a la alegoría?

Gadamer entiende al símbolo y a la alegoría como dos conceptos cercanos aunque distintos: el primero muestra aquello que significa su propio ser (aquello cuyo significado se encuentra en su propio ser) mientras que la alegoría no. El símbolo es aquello que en su puro manifestarse remite más allá de sí mismo; la alegoría, en cambio, precisa de un logos (referencia significativa), de una interpretación para que se dé esa remisión. En el símbolo resuena un trasfondo metafísico que permanece ausente en la alegoría; el símbolo «presupone un nexo metafísico entre lo visible y lo invisible», mientras que en la alegoría «surge esta unidad significativa apuntando más allá de sí mismo hacia algo distinto». La pregunta que surge es inmediata: ¿cuál de los dos conceptos es más aplicable a la obra de arte?

Schelling dirá que lo propio de la obra de arte es su carácter simbólico, de modo que «su significado esté en su manifestación misma, no que éste se introduzca en ella arbitrariamente»: lo que hace la obra de arte es ‘reunir lo que debe estar junto’, y eso es algo que no precisa de ninguna interpretación añadida o externa.  Pero claro, esta remisión no es algo obvio sino que puede dar lugar a error. La propia índole del símbolo en tanto que apunta más allá de su mismo carácter sensorial a otro tipo de realidad, propicia cierto carácter enigmático y cierta incertidumbre en su aprehensión.

Este auge de lo simbólico se dio en detrimento de lo alegórico: «en el momento en que la esencia del arte se apartó de todo vínculo dogmático y pudo definirse por la producción inconsciente del genio, la alegoría tenía que volverse estéticamente dudosa». La valoración de lo simbólico implicó paralelamente una pérdida de la estima por lo alegórico, porque en el símbolo se daba una unión que, aunque ciertamente indeterminada, dejaba cierto juego libre más difícil de establecer en la alegoría —a juicio de Gadamer—; y ello precisamente por su desprendimiento del ámbito conceptual, ámbito específicamente reservado para la alegoría o la conciencia mítica. Y si bien la obra de arte debe ser referencial, esta referencialidad no debe ser estrecha (dogmática) sino enigmática.

Todo esto, como podemos comprobar, supuso un cambio en los paradigmas estéticos. Ya no en referencia a los cambios del gusto o de la valoración estética, sino sobre la propia conciencia estética o por su definición como tal, y con ella sobre la misma obra de arte. Lo que nos lleva a la inevitable cuestión de su valor: ¿aporta la obra artística algún tipo de verdad?

11 de febrero de 2016

Jornadas sobre la compasión de la UCV

Hoy voy a escribir un post un tanto atípico, pues el protagonismo no debe recaer en estas líneas sino allí a donde apuntan, esto es, a unas Jornadas que vamos a celebrar lunes y martes de la semana que viene en mi Universidad, y que organiza el grupo de investigación al que yo pertenezco.

En dicho grupo estamos acercándonos al fenómeno afectivo desde un doble punto de vista: filosófico y neuro-científico, analizando su repercusión en la conducta humana, y también en la cognición. Cuando hablamos de estos conceptos…, o mejor dicho, cuando profundizamos en ellos y atendemos a su génesis fisiológica-neurológica en nuestro cerebro, vemos cómo las fronteras se difuminan. Efectivamente, los límites que en un principio parecían claros y bien definidos, digamos que se hacen permeables, que se esponjan, permitiendo que los distintos fenómenos se salgan de aquellas casillas perfectamente establecidas en las que primariamente los teníamos conceptuados. No está claro dónde acaba una emoción y dónde comienza una acción, o qué peso tiene en todo este proceso el ámbito cognitivo. Aparece todo como en un estado constructo, en el que es difícil precisar qué es consecuencia de qué, o qué es el resultado de qué.

El estudio científico del cerebro ha avanzado notablemente en estos últimos años gracias al avance de la tecnología. Qué duda cabe que investigar nuestro cerebro presenta un indudable hándicap, como es que no lo podemos manipular abiertamente. A causa de ello su estudio se ha visto notablemente limitado, hasta que las nuevas técnicas han posibilitado dar ese paso cualitativamente importante, un paso que sin quitarle un ápice de importancia la verdad es que sabe a poco. Esto lo digo en el sentido de que nos falta mucho por saber, y estamos ávidos de ello. ¡Es tan poco lo que conocemos de nuestro cerebro! Hay un elemento que también quisiera constatar, y es cómo el enfoque filosófico del problema ayuda a una comprensión —diría— más lograda o más adecuada de todo ello. Ya no por el hecho de que ciertas reflexiones filosóficas realizadas en un pasado cercano (y no tan cercano) alcanzan una actualidad sorprendente a la luz de estos resultados científicos recién alcanzados, sino porque un enfoque filosófico contribuye a superar las coordenadas estrictamente científicas lo que sin duda enriquece la investigación. Si la filosofía se alimenta mucho de la ciencia, la ciencia también se enriquece de la filosofía.

La compasión es la protagonista de las Jornadas: ¿es la compasión algo intrínseco a la especie humana, o es un constructo social o cultural para compensar nuestra crueldad innata? Esta es la cuestión. Nos vamos a acercar a ella desde distintos puntos de vista: el filosófico (¡cómo no!) pero también el espiritual, el social e incluso el jurídico. En concreto en la mesa en que participo vamos a hablar de algunos filósofos que defienden alternativas diversas: unos hablarán de la crueldad como rasgo básico humano, otros de egoísmo y otros de compasión.

En fin, un momento para disfrutar y aprender de tanta gente preparada invitada y de la propia casa. Os adjunto el link de las Jornadas por si es de vuestro interés, en el que se puede ver el programa, etc.: http://proyectoscio.ucv.es/agenda-de-actividades/emocion-empatia-y-compasion/. En breve colocarán un enlace para poder presenciarlas en streaming, por si alguno estuviera interesado en visionar únicamente alguna parte en concreto (o todas, claro).

2 de febrero de 2016

Los niños también se adaptan al medio

«Todos los niños nacen genios; 9.999 de cada 10.000 son rápida e inadvertidamente despojados de su genio por los adultos» (María Montessori).

Según esta autora, en general los niños tienen todo lo que necesitan para ser seres humanos perfectamente realizados, pero el caso es que pocos llegan a ser adultos razonablemente estables. La mayoría crecen (crecemos) con taras (psicológicas, sociales,…) que hemos adquirido durante nuestras vidas. Y esto es debido al hacer 'no funcional' de los adultos. Esto puede parecer chocante, pero da mucho que pensar. ¿Cómo puede ser que yo, padre o madre, le esté impidiendo a mi hijo/a realizarse como persona? ¡Si le quiero como a nada en el mundo! Pues bien, hay un modo de que esto ocurra: sin darnos cuenta de ello. Y esto es algo más frecuente de lo que parece.

Hablaba en el anterior post de que faltaba por comentar un tercer factor que influía también en estos procesos no conscientes. Destacaba la relevancia de nuestro 'mochila emocional' en nuestro vivir cotidiano, y de la relevancia de nuestro mundo afectivo en las cosas que hagamos y en las decisiones que tomemos. También decía la relevancia de la comunicación no verbal en este aspecto, y que por medio de ella no dejamos de enviar continuamente información a nuestro alrededor, día tras día; y lógicamente de manera más continua a los que tenemos cerca. ¿Qué es lo que transmitimos? Ya lo sabemos: nuestras alegrías y nuestras tristezas, nuestros gustos y nuestros temores, nuestros sentimientos, nuestros estados de ánimo,… Transmitimos lo que somos en ese momento, cómo nos encontramos, qué sentimos. Por la comunicación no verbal no se transmite ciertamente lo que estamos pensando —aunque ¡a veces sí!—, pero sí lo que estamos sintiendo, lo que estamos viviendo en ese momento: si nos encontramos cómodos-incómodos, tranquilos-nerviosos, expectantes-agobiados, etc.

El tercer factor que quería destacar tiene que ver con cómo somos cuando somos pequeños, muy pequeños. En los primeros años de nuestras vidas, se da una circunstancia especialmente llamativa en referencia al tema que nos ocupa, y que se puede situar alrededor de los tres años. A partir de esta época, y aunque su personalidad se encuentre todavía en período de desarrollo, el niño comienza a hacer uso del lenguaje, empieza a ser consciente de sí mismo y de los procesos que se dan en su interior; empieza a ser consciente de sus sentimientos, de lo que quiere o  no, etc.

Pero hasta los tres años no es así. Desde que nace, el bebé sólo tiene un modo de comunicarse con su entorno. Es fácil adivinar cuál es: el de los afectos, el de los sentimientos, el de las señales, el de los movimientos, etc.; es decir, el lenguaje no verbal. Y en ese modo de comunicación, los niños en estas épocas tienen unas antenas privilegiadas, pues constituyen el único modo que poseen de comunicarse. Él no sabe lo que significan aún sus movimientos, sus emociones,… Precisamente ha de aprenderlo en su contexto familiar. Y este aprendizaje se sobre todo mediante ese canal que no es el verbal.

Se da aquí una casualidad importante: que curiosamente, lo que nosotros comunicamos mediante ese canal, es lo que en general nos suele  pasar desapercibido. Si por un lado el lenguaje no verbal es en esta situación especialmente relevante, por el otro suele pasarnos inadvertido. ¿Cuál puede ser la conclusión? Pues que los niños reciben una serie de información, que responde a un yo nuestro más o menos profundo, quizá desconocido para nosotros, y que no somos conscientes que lo estamos comunicando. Gestos de cansancio, de hastío, de agotamiento, de ternura,… miradas de alegría, de tristeza, de enfado,… incluso expresiones de cariño, o de reproche,… todo eso lo repetimos infinidad de veces delante de ellos, y ellos lo perciben sin darse cuenta de que lo están percibiendo; y lo que es más importante: van pasando de forma no consciente a su bagaje personal, a su ámbito emocional y axiológico,… van aprendiendo a comportarse para sentirse aceptados por sus progenitores en función de cómo reaccionen éstos.

Todo esto es fundamental, pues es en esta época cuando se inscriben de forma muy determinante (grabadas a fuego en sus estructuras fisiológicas) pautas de comportamiento en sus pequeños cerebros en proceso de formación. Démonos cuenta de que no estamos hablando aquí de malos tratos ni nada por el estilo, sino de pautas cotidianas nuestras de comportamiento que inciden indefectiblemente en la personalidad de nuestros hijos.

De esta manera, la forma de ser de nuestros hijos está fuertemente influenciada por el trato que reciben por nuestra parte (como no podía ser de otra manera). Hay veces que se escucha a padres que afirman que no saben a quién se parece su hijo, o cómo puede ser que les haya salido un hijo así o asá. ¿Qué respuesta les podríamos dar? Sin ánimo de caer en un mero determinismo, creo que no se puede dudar de que, en general, el comportamiento de los niños no son sino respuestas al entorno en el que se encuentran, filtradas por su propia personalidad y por otros factores digamos colaterales; su modo de ser no es sino el modo más adecuado que han encontrado para sentirse aceptados en su entorno cercano.

La cuestión entonces es la siguiente: si nuestros pequeños entienden de modo relevante el lenguaje no verbal, y nuestro yo más íntimo se comunica mayoritariamente por la parte no verbal, de la cual a menudo no somos conscientes… ¿qué quiere esto decir? Pues que a menudo no somos conscientes de lo que estamos transmitiendo a nuestros hijos. Lo que nos lleva a considerar un par de puntos.

El primero de ellos es el siguiente: qué es eso que comunicamos sin darnos cuenta. ¿Tan importante es? ¿Tanto ‘daño’ le hace a nuestro hijo? Ya he dicho que por lo general no se trata de nada especialmente grave, pero ello no es óbice para que podamos pulir algunos defectos, o mejorar algunas de nuestras costumbres, o hábitos,… en aras de ayudarles a crecer mejor. Si no cuidamos este aspecto nuestro, si no estamos pendientes de cómo nos comportamos cuando estamos con ellos, si no somos conscientes de qué comunicamos cuando no estamos comunicando nada, inevitablemente transmitiremos a nuestros hijos mensajes discordantes o no funcionales que no contribuirán positivamente a su sano desarrollo. Buscamos una educación funcional, no perfecta.

Y el segundo punto: ¿qué ocurre antes estos mensajes no funcionales? Esta es una pregunta interesante. Efectivamente, como he comentado antes al niño no le cabe sino adaptarse al contexto en que vive: al niño, desde el momento que vive en este entorno familiar nuestro, no le cabe sino convivir todos los días en este ambiente que nosotros hemos creado, y que hemos creado así no por nada sino porque está constituido como resultado de nuestra forma de ser. Obviamente, aquí se dan casos que no tiene mayor importancia (se trata únicamente de un intentar hacerlo mejor), pero a veces se producen casos de cierta gravedad que producen en el niño efectos graves o traumáticos. ¿Cómo responde el niño? Pues aprendiendo cierto tipo de conductas: en el ámbito de la resiliencia es lo que se denomina Mecanismos de Operación Interna (MOIs).