30 de julio de 2024

Las radiaciones β y el origen del neutrino

No deja de llamar la atención los diferentes modos de comportarse que presenta la materia subatómica, y cómo, cada uno de ellos, da lugar a fuentes de energía muy diferentes. Un caso claro es el que se da en las radiaciones α y las β, modos distintos de radiación, pero que no se dan desconectados. Las radiaciones α, que vienen a ser emisión de núcleos de helio, suponían una auténtica degradación nuclear, resultado de la cual se obtenía otro elemento más ligero. Sin embargo, la radiación β (a base de electrones) se presentaba con otro carácter, tratándose nada más que ―digamos― un reajuste electrónico del átomo, y que se suele dar tras la emisión de partículas α. ¿Por qué? ¿Qué quiere decir esto?

En la mayoría de los núcleos atómicos de los elementos pesados, el número de neutrones no se encuentra parejo al de protones, sino que suele ser superior, con una relación que puede llegar al orden de 1’5, como ocurre por ejemplo en el radio. Cuando en estos elementos pesados se emite una partícula α, se eliminan dos protones y dos neutrones de su núcleo; y, al producirse esta reducción, dicha proporción aumenta, poniendo en peligro la estabilidad del núcleo. Pero entonces ocurre algo muy curioso, a saber: que un neutrón se transforma en un protón emitiendo un electrón o una partícula β, manteniéndose así dicha estabilidad.

Éste era un fenómeno que se observó relativamente pronto, en torno a los años 30, cuando todavía estaba en borrador la identificación de la estructura atómica en las partículas que todos conocemos. Recordemos que Chadwick descubrió el neutrón en 1932. Pues bien, el mismo Chadwick se entretuvo investigando estas emisiones β. Y observó una situación curiosa. Mientras que las partículas α siempre poseían unas energías acotadas, definidas por las diferencias de energía entre el núcleo original y el final, en las partículas β no se daba esa circunstancia, obteniéndose unos valores energéticos que oscilaban en un intervalo bastante más amplio. El mismo Bohr se interesó por este fenómeno, proponiendo la posibilidad de que no se cumpliera en este caso el principio de conservación de energía.

A Pauli, esta hipótesis de Bohr no le satisfizo. Desde un punto de vista más prudente, postuló la posibilidad de que, junto con la partícula β, se emitiese de modo simultáneo otra partícula que se escapara a la observación y en virtud de la cual se alcanzara el equilibrio de energías. Curiosamente, Pauli denominó a estas partículas todavía desconocidas, sólo postuladas teóricamente, como neutrones (nada que ver con las partículas que más tarde descubriría Chadwick y que denominó así, y que son los neutrones que todos conocemos). Qué fueran estas partículas de Pauli fue desconocido durante algún tiempo. Gamow cuenta la anécdota de que, cuando en sus clases Fermi explicaba esta situación, y ante las preguntas de sus alumnos de si los neutrones de Chadwick podían ser las partículas de Pauli, contestaba: «Le neutrone di Chadwikc sonno grande. Le neutrone di Pauli erano piccole; egli devono star chiamato neutrini». Fermi, sin darse cuenta, había bautizado ya a las partículas misteriosas de Pauli: los neutrinos.

No fue hasta 1955 que Reines y Cowan, en Los Álamos, lograron identificar experimentalmente al neutrino. Comprobaron que estos eran generados en gran número como «un resultado de la degradación beta de los productos de fisión formados en la reacción en cadena». Y se dieron cuenta de un hecho asombroso: mientras los neutrones, e incluso los rayos γ, podían ser detenidos por gruesos muros de hormigón que rodean la pila atómica, los neutrinos se escapaban a ellos con total facilidad. ¡Atravesaban los muros de hormigón como un colador! Lo que hicieron estos dos científicos fue idear un modo de detección, apoyándose en una ecuación teórica postulada por Fermi: P+ν → n+e⁺. Esta ecuación venía a decir que cuando un neutrino choca contra un protón, debería convertir al protón en un neutrón emitiendo un electrón positivo, un positrón. Y así lo hicieron, dando como resultado la validación empírica de la ecuación de Fermi, y demostrando que Pauli tenía razón, identificando a la vez el nuevo neutrón misterioso: el neutrino.

23 de julio de 2024

La actividad creadora

El proceso creativo, apoyado en la actividad de la imaginación, es sumamente complejo. Toda acción imaginativa posee una larga historia tras de sí: «lo que llamamos creación no suele ser más que un catastrófico parto consecuencia de una larga gestación», dice Vigotsky, y ello tanto en adultos como en niños. El punto de partida es el almacén acumulado por cada uno en su biografía, a causa de lo aprendido durante todas nuestras experiencias, material que emplearemos para dar pábulo a nuestra fantasía. A partir de ahí comienza un proceso más complejo, en el cual se distinguen la disociación y la asociación. Mediante la disociación separamos en unidades más simples las impresiones recibidas, y mediante la asociación las agrupamos según ordenamientos diversos al natural, que es tal y como fueron percibidas. Ciertamente, estos dos procesos están a la base del desarrollo mental del ser humano, que sirve para el pensamiento abstracto y la comprensión figurada.

Los recuerdos adquiridos no permanecen en nuestro cerebro como fotografías en un archivo, sino que constituyen procesos en virtud de los cuales la objetividad de lo percibido deja de ser tal, cuanto menos en términos absolutos: se almacenan constelaciones neurales dinámicas que transforman lo percibido en otras unidades. Así, las impresiones originales son olvidadas o magnificadas, modificadas según el sentimiento interno y la biografía de cada individuo, y guardadas de modo misterioso en nuestro cerebro. Sobre este material modificado por la disociación es sobre el que trabajan los procesos imaginativos de la asociación, ya sea según un registro científico u otro artístico, y tanto a nivel de un caso concreto como, en un nivel superior, enmarcándolas en una trama más amplia de sentido en la que se incardina.

Y esto, ¿por qué? La principal motivación de la actividad creadora es la adaptación al entorno ambiental que rodea al hombre, cuando se encuentra con una situación que de alguna manera le genera un conflicto: «el ser que se encuentre plenamente adaptado al mundo que le rodea, nada podría desear, no experimentaría ningunos afanes y, ciertamente nada podría crear. Por eso en la base de toda acción creadora reside siempre la inadaptación, fuente de necesidades, anhelos y deseos».

Cualquier necesidad puede convertirse en el impulso a una creación, algo que ocurre incluso en el mundo animal: nadie le dice a un depredador qué camino tomar exactamente para conseguir una presa. Pero las necesidades y los deseos nada pueden crear por sí solos, ya que son meros resortes que impelen a la acción. ¿Qué más se precisa para la creación? Pues la representación de imágenes nuevas no existentes. Estas imágenes nuevas, objetivos a alcanzar por la actividad creadora, surgen a causa de la necesidad de satisfacer una inquietud o deseo, toda aspiración provocada por un desencuentro o desequilibrio de nuestra relación con el entorno, sea del carácter que sea. Las imágenes que se nos presenten dependerán en gran medida de la experiencia pasada, así como de las expectativas a alcanzar y de los intereses que las acompañan.

Pero también de un elemento más que suele pasar desapercibido: las posibilidades que nos brinda el ambiente en sentido amplio, porque aun cuando pensemos que la imaginación es una facultad exclusivamente personal y que no depende nada más que de las posibilidades de nuestra fantasía, independiente de las condiciones externas, en el fondo no es así. Toda creación es hija de su tiempo y de su contexto; «partirá de los niveles alcanzados con anterioridad y se apoyará en las posibilidades que existen también fuera de él». Por eso la ciencia es histórica, así como el propio devenir del arte, o de las diferentes culturas y de las sociedades: toda nueva creación, sea del orden que sea, está apoyada en las precedentes. Dice Vigotsky una frase que no tiene desperdicio: «Ningún descubrimiento ni invención científica, aparece antes de que se creen las condiciones materiales y psicológicas necesarias para su surgimiento». ¿Podría haber pensado Arquímedes en un satélite? Sin embargo, Pitágoras ya hablaba de una música celestial, realidades ambas (la música y los astros) que ya le eran familiares, aunque él las unió de modo muy particular.

Si esto es así, ninguna creación es estrictamente individual, sino que en todas hay un momento social sin el cual no se podría haber dado; todo ello sin quitar ningún mérito al creador, pues también es cierto que el contexto es el mismo para muchas personas, y sólo unos pocos logran dar con la idea genial.

16 de julio de 2024

El sí-mismo: un concepto filosófico con base neurocientífica

Nuestro sentimiento de identidad es más amplio que la noticia consciente que podamos tener de nosotros mismos, recogiendo lo que se suele conocer como la experiencia de nuestro sí-mismo, y que incluye todo aquello que también somos y que excede el ámbito de nuestra conciencia, y que está vinculado fundamentalmente con nuestra dimensión biológica. El asunto pasa por averiguar cómo podemos tener noticia de todo aquello que excede el ámbito de la conciencia. Hoy en día se piensa que ello es posible gracias a la noticia que de nuestra dimensión corpórea llega al cerebro, sirviéndose éste de ella para generarla. La identidad deja de ser una idea abstracta, ya no puede ser reducida a una mera res cogitans, sino que, en su conformación, aparece ineludiblemente nuestro cuerpo. No podemos pensar en nuestra conciencia al margen de nuestro cuerpo.

Damasio piensa que la conciencia tenía que ver precisamente con esto, con la integración en el cerebro de toda la información que recibe del cuerpo. En su opinión, el sentimiento de identidad está vinculado a los procesos homeostáticos en virtud de los cuales el cuerpo se autorregula. Tal y como explica Castellanos, esta teoría ha sido enriquecida por la que se conoce como teoría del ‘marco subjetivo neuronal’, propuesta por Tallon-Badry. Según ésta, la representación que cada uno se hace de sí mismo y de su relación con el entorno deriva del continuo diálogo que se da entre el cerebro y el organismo, así como con el entorno. Lo que se quiere decir es que nuestra consciencia de nosotros mismos, de que somos nosotros, es un precipitado de la noticia que estamos teniendo continuamente de nuestro cuerpo. «La experiencia interna y el cuerpo interno son las dos caras de la misma moneda, para algunos la misma». Nuestro sentimiento de existir tiene que ver con la continua actualización neuronal del cuerpo en el cerebro, así como de sus sucesivos estados. Por otro lado, continuamente nuestro cerebro está recibiendo información del entorno, añadiéndola a su haber, dispuesto a emplearla cuando la ocasión así lo solicite. Todo ello, lo interno y lo externo, lo va integrando para ir autorregulándose tanto en lo que se refiere a su atemperamiento con el entorno como con lo que se refiere a su atemperamiento interno, como decía Rof Carballo. Un equilibrio dinámico, siempre en proceso de autoajustamiento, en función de las circunstancias externas así como de las necesidades internas.

El cuerpo es, en principio, condición necesaria para que nuestra conciencia exista; lo que no implica que se confundan, pues son dos dimensiones humanas distinguibles, pero sí que expresa la dependencia: pueden existir cuerpos sin conciencia, pero no conciencia sin cuerpos.

Pues bien, la teoría del marco subjetivo neuronal trata de dar razón de nuestra experiencia subjetiva e interna; se han identificado aquellas estructuras cerebrales protagonistas, a saber: la ínsula, la corteza cingulada, la amígdala y la corteza somatosensorial. Lo cierto es que la red aferente al cerebro desde el cuerpo cubre no pocas estructuras encefálicas, las cuales están también muy conectadas con otras regiones, por lo que se observa cómo la información somática que recibe el cerebro afecta a muchos de los procesos superiores. Esto es muy importante, pues la conciencia pertenece a ese conjunto de los procesos superiores específicamente humanos.

Lo que nos lleva a un aspecto fundamental de nuestro modo de ser personas, más allá de la actividad consciente que podamos ejercer. En nuestro organismo ocurren un sinfín de procesos ajenos a nuestra consciencia, una pequeña parte de los cuales aflora a la consciencia, en determinadas ocasiones. No todo lo no consciente se hace consciente, y seguramente sea mejor así, pues en caso contrario recibiríamos mucha más información de la que podríamos gestionar, y la noticia somática colapsaría nuestras posibilidades cognitivas. Lo cierto es que, por lo general, centramos nuestra atención en lo consciente, en lo mental, y poco nos detenemos en la sensación de nuestro cuerpo. Esto es una carencia notable, pues las sensaciones corporales nos avisan de lo que se está fraguando en nuestro cuerpo; el mismo Damasio, con su idea de los marcadores somáticos, afirmaba que quien posee esa sensibilidad para con su cuerpo, estaba mejor dispuesto para tomar las decisiones adecuadas; algo análogo a lo que se trabaja desde el ‘enfoque corporal’ de Gendlin. Se sabe que no pocos procesos vegetativos (digestión, respiración, circulación, etc.) influye en la funcionalidad cerebral superior, y que ésta, a su vez, según sus propios procesos, influye en aquélla, más allá del control ‘automático’ que realiza el tronco cerebral. La medicina psicosomática no es un castillo en el aire, ni mucho menos; que se lo digan a Rof Carballo si eso, uno de sus principales introductores en la medicina de nuestro país durante el siglo pasado.

El estado de nuestro cuerpo y nuestro comportamiento consciente están mucho más vinculados de lo que pudiéramos pensar en un principio. Por ejemplo, se ha logrado observar en los laboratorios qué ocurre con los cerebros de dos personas cuando se comunican entre sí. Primeramente, se activan las áreas de atención y de escucha, pero curiosamente se armonizan las involucradas en los procesos somáticos. «Los cerebros se comunican, la actividad cerebral de la persona que habla está influyendo en la actividad neuronal del que escucha», sincronización que se extiende también al ritmo de los latidos, por ejemplo. Caso paradigmático de esto es la sincronización existente entre una madre y un hijo.

En fin, parece que no es ocioso introducirnos en las dinámicas de nuestro cuerpo, no sólo porque influyen relevantemente (o son parte constitutiva) de la experiencia de nuestro sí-mismo, sino también en tanto que nos ayuda a conocernos mejor con todo lo que puede aportar para mejorar nuestras vidas. Parece razonable extender esa máxima de siempre que tiene que ver con conocernos a nosotros mismos, para que no se quede únicamente en la dimensión espiritual (¡que no es poco!) sino que incluya también nuestra dimensión biológica. «Conocerse es también conocer las vísceras. Comprender la biología desde lo sapiencial es aprender a afinar la orquesta orgánica que llevamos dentro» dice bellamente Castellanos.

9 de julio de 2024

El concepto: malabarismos de nuestra conciencia

En opinión de Peirce, podemos definir concepto como un estado de la mente, una disposición de nuestra mente que es la que se da cuando tenemos en nuestra conciencia dicho concepto; como se dice ahora, se trataría de un ‘engrama cognitivo’. Lo interesante del concepto, pues muy bien podemos tener otros estados mentales, es que posee una significación. Gracias a esta significación podemos reconocer precisamente a ciertos objetos porque poseen las características que tal concepto explicita. Ahora bien, en esto tan sencillo, a saber, reconocer a ese objeto que tengo ante mí según tal concepto, por ejemplo como ‘árbol’, es en el fondo un asunto muy complejo. Como ya nos tiene acostumbrados, Peirce es muy agudo. En esto que acabamos de hacer, reconocer a tal objeto como árbol, si nos fijamos, están presentes simultáneamente dos representaciones: por un lado la del concepto ‘árbol’, y por el otro la de la cosa que está ante nosotros y estamos percibiendo. Y cada una de estas representaciones no deja de ser un estado mental, un ‘pensamiento’ como él dice. De este modo, reconocemos a un objeto como tal cuando coinciden ambos estados mentales: la percepción del objeto y el concepto con el cual lo identificamos. Pero, si Peirce tiene razón, el caso es que cada uno de estos estados mentales no dejan de ser una experiencia, no dejan de acontecer en el tiempo. Si esto es así, si ciertamente se tratan de dos experiencias diferentes, ¿cómo pueden coincidir?

Tendemos a hablar de pensamientos iguales o diferentes, pero, en el fondo, no puede haber dos pensamientos iguales, pues cada uno de ellos deviene en el tiempo, y cada uno de ellos tiene un principio y un final. «Los pensamientos no tienen ninguna existencia, salvo en la mente; sólo existen en tanto se les considera. De ahí que dos pensamientos no pueden ser similares, a menos que se pongan juntos en la mente. Pero, en lo que respecta a su existencia, dos pensamientos están separados por un intervalo de tiempo», dice Peirce.

Si lo he comprendido bien, lo que Peirce está tratando de poner de manifiesto es lo problemático de emparejar pensamientos o estados mentales entre sí; que, cuando asociamos una representación de una intuición sensible a un concepto, en el fondo se trata de una comparación entre dos representaciones mentales, la proporcionada por la rememoración del concepto y por la percepción sensible que estamos teniendo, dos estados mentales que no pueden estar presentes a la vez y que, por lo tanto, no podemos emparejar. Ahora bien, si esto es así, surge la duda de cómo efectivamente somos capaces de reconocer objetos conceptuándolos; si esto no puede derivarse de la percepción inmediata, y si esto es algo incuestionablemente posible por los mismos hechos (¡todos reconocemos objetos!), hay que dar con otra justificación. La hipótesis que propone Peirce es que tal emparejamiento, o cuasi-emparejamiento, algo cuyo fundamento hay que buscar en otro lado.

Esta ‘hipótesis’ no es gratuita, sino que está avalada por los hechos, es decir, por las sucesivas experiencias en que lo hemos ido empleando. Y aquí viene lo interesante: ¿cuál es el fundamento, entonces, de dicha hipótesis? A su modo de ver, «la formación de tal pensamiento representante tiene que depender de una fuerza efectiva real subyacente a la consciencia, y no meramente de una computación mental». Esta idea no puede sino recordarme a Merleau-Ponty.

No se trata de recuperar una imagen mental partiendo de un concepto, como si de un programa informático se tratara, sino que estamos hablando de procesos orgánicos, fisiológicos, ninguno de los cuales es exactamente igual ni al anterior ni al posterior, aunque estén enderezados hacia el mismo término; cada uno de estos procesos fisiológicos son una entidad en sí misma, y su fundamento está en lo aprendido y memorizado por el individuo pero no como un archivador informático a base de bytes, sino de engramas mnemónicos que son biológicos y están en continuo devenir tempóreo. Y en cada momento, sólo podemos tener una: no podemos tener dos experiencias simultáneas, sino una detrás de otra. En su opinión no es posible que haya dos representaciones genuinas simultáneas, sino que toda representación lo es genuina, sin partes, «sin similaridad alguna con ninguna otra cosa» (§25). Todo estado mental (pensamientos, sensaciones, etc.) son absolutamente simples e inanalizables, y no se puede afirmar que están compuestos de otros estados mentales. En este sentido, todo pensamiento supone una experiencia única, y supone una experiencia inexplicable, incomparable. Lo que cambia mucho el modo de comprender esa experiencia ‘tan sencilla’ de identificar a ese objeto como árbol.

Todo acto de conciencia presupone ya un acontecimiento sobre el que recae, de modo que cuando reflexionamos sobre una sensación, ésta ‘ya’ ha pasado; y, una vez pasada, ya nunca la podremos recuperar en su originalidad en tanto que ya no está presente. Y será de toda esa información percibida que trataremos de emplear la oportuna para identificar lo percibido con algunos esquemas retenidos mnemónicamente en nuestro cerebro. Es el único modo que tenemos de dotarle de significatividad, de modo que, de cualquier sensación, solo permanece como inexplicable todo aquello que no podamos predicar de ella, todo aquello sobre lo que no podamos volver reflexivamente. El resto, intentaremos ubicarlo en nuestro ‘almacén personal’. Y el caso es que todo ello no se realiza en el nivel del pensamiento, como juego de ideas, conceptos, etc., sino que se da por esa ‘fuerza efectiva subyacente a la consciencia’. Creo que este planteamiento es muy interesante.

Apurando más este análisis, si nos fijamos, ninguna sensación tiene per se valor intelectual, sino que dicho valor reside en aquellas conexiones que se puedan establecer en la misma representación con otras representaciones pasadas (conceptos, perceptos, recuerdos). Aquí cabe establecer la función representativa del signo, en que es capaz de evocarnos ciertos conceptos partiendo de ciertas intuiciones sensibles. «Tenemos, así, en el pensamiento tres elementos: primero, la función representativa que le hace ser una representación; segundo, la pura aplicación denotativa, o conexión real, que pone a un pensamiento en relación con otro; y, tercero, la cualidad material, o cómo siente, que da al pensamiento su cualidad». La verdad es que no sé si he alcanzado a comprender lo que explicaba Peirce, pero me ha parecido interesante el análisis que realiza, un paso muy interesante que nos ayuda a crear un marco desde el cual, por ejemplo, leer los avances de la neurociencia y de la funcionalidad cerebral, por ejemplo.

2 de julio de 2024

Sin metamatemática, no hay matemática… ni creatividad

Veíamos cómo no se podían eludir las interpretaciones metamatemáticas en el cálculo formal, estando siempre presentes en una o en otra forma en el despliegue de cualquier sistema axiomático. ¿Por qué, entonces, todo este esfuerzo axiomatizador? Supongamos que fuésemos capaces de llegar metamatemáticamente a una deducción inmediata, porque se ha hecho un uso riguroso de conceptos inequívocos siguiendo las reglas de la lógica común; en este caso, no tendría mucho sentido buscar un sistema formal que nos ofreciera un mayor rigor lógico o una mayor certeza en la deducción, porque ese nivel de justificación ya lo habíamos alcanzado desde la razón común. Pero claro, sabemos que no siempre es así: se puede muy bien dar el caso de que el uso del lenguaje común sea ambiguo y no nos sea suficiente con su uso habitual para garantizar cierto rigor en las deducciones, situación en la que parece razonable apoyarse en un sistema axiomático. Esto y no otra cosa era la silogística aristotélica. Y, si lo pensamos, se da aquí cierta paradoja: parece recomendable obtener una conclusión mediante las reglas lógicas de un sistema formal, en tanto que nos ofrecen verdades más rigurosas que las que se obtienen mediante el razonamiento común, pero un sistema formal que hemos axiomatizado apoyándonos en las convenciones semánticas más elementales de nuestra razón común. Lo que viene a ocurrir es que, en virtud de convenciones semánticas simples podemos crear un sistema formal, gracias al cual podemos llegar a conclusiones complejas con mayor grado de rigurosidad que empleando únicamente el lenguaje común.
  
Ciertamente esto ocurre, sobre todo cuando nos elevamos a niveles de razonamiento elevados y con consideraciones de un número elevado de variables simples y complejas. Puede ser una buena herramienta de ayuda, pero de ayuda, pues muy bien se puede volver en nuestra contra, podemos ser devorados por el monstruo que hemos creado, salvo que, menos mal, para su creación no hemos podido renunciar a la necesidad de las convenciones semánticas (metamatemáticas) para la creación del sistema formal. De esta manera, esta creación no será del todo lógica, sino que participará en alguna medida del carácter ambiguo del lenguaje habitual, independientemente de que se pueda conseguir un mayor rigor en su uso, como acabamos de ver. Gracias a ese carácter ambiguo del lenguaje habitual cabe cierta holgura, que será la que dé pie, precisamente, a la creatividad. Hay unas palabras del genial físico francés Louis de Broglie que no tienen desperdicio, en este sentido. Dice:

«Más que las puras deducciones, son las inducciones atrevidas y las concepciones originales la raíz de los grandes progresos de la Ciencia. Sólo el lenguaje ordinario, por ser más flexible, más matizado, más rico en su relativa imprecisión que el severo lenguaje algebraico, permite formular ideas verdaderamente nuevas y justificar su introducción por sugestiones o analogías. Aun en el curso de los razonamientos puramente deductivos, es el lenguaje ordinario el que permite expresar observaciones o comentarios susceptibles de ampliar los resultados obtenidos y de hacer percibir, como en una penumbra, los matices y las prolongaciones posibles».

Tal y como argumenta de Broglie, las convenciones semánticas son imprescindibles para los objetivos de la matemática, así como para los de la ciencia en general, de modo que ambas precisan de una metamatemática que se desarrolle concomitantemente con ella, creando nuevos contenidos y nuevas demostraciones , independientemente de que, gracias al empleo del cálculo formal, podamos luego alcanzar un mayor rigor en la demostración de afirmaciones y juicios esbozados metamatemáticamente.

Este vínculo entre lo matemático y lo metamatemático se percibe en estas dos situaciones. En primer lugar, en el hecho de la necesidad de definir semánticamente los elementos básicos del sistema axiomático, así como sus reglas sintácticas y de transformación, etc. En segundo lugar, y que es menos evidente pero quizá pone más de manifiesto esta idea, es la expresión conceptual de diferentes sistemas cuyos elementos comparten ciertas propiedades; por ejemplo: ¿por qué denominamos N al conjunto de los números naturales y R al de los racionales?, ¿es casualidad?

En el origen de todo sistema formal, pues, hay un momento de convenio, de arbitrariedad, no siendo posible demostrar lógicamente qué significa cada uno de sus elementos básicos. Y esto es algo que también ocurre en el lenguaje habitual: «es imposible pretender entenderse sin antes ponerse de acuerdo sobre el significado de algo y sin adoptar, aunque sea supuestamente, algunas reglas básicas de formación de las frases. Sobre estas convenciones no queda más que aceptar un grado indefinible (esperamos que suficiente) de comprensión», dice Raguní. Si bien no podemos desestimar ―entiendo― el avance en el rigor que nos ofrece el pensamiento formal, en las materias que así lo soliciten, creo que tampoco ello nos debe llevar a desestimar las bondades de todo lo que cabe cerrar en el amplio y rico ámbito de lo metamatemático.