2 de julio de 2024

Sin metamatemática, no hay matemática… ni creatividad

Veíamos cómo no se podían eludir las interpretaciones metamatemáticas en el cálculo formal, estando siempre presentes en una o en otra forma en el despliegue de cualquier sistema axiomático. ¿Por qué, entonces, todo este esfuerzo axiomatizador? Supongamos que fuésemos capaces de llegar metamatemáticamente a una deducción inmediata, porque se ha hecho un uso riguroso de conceptos inequívocos siguiendo las reglas de la lógica común; en este caso, no tendría mucho sentido buscar un sistema formal que nos ofreciera un mayor rigor lógico o una mayor certeza en la deducción, porque ese nivel de justificación ya lo habíamos alcanzado desde la razón común. Pero claro, sabemos que no siempre es así: se puede muy bien dar el caso de que el uso del lenguaje común sea ambiguo y no nos sea suficiente con su uso habitual para garantizar cierto rigor en las deducciones, situación en la que parece razonable apoyarse en un sistema axiomático. Esto y no otra cosa era la silogística aristotélica. Y, si lo pensamos, se da aquí cierta paradoja: parece recomendable obtener una conclusión mediante las reglas lógicas de un sistema formal, en tanto que nos ofrecen verdades más rigurosas que las que se obtienen mediante el razonamiento común, pero un sistema formal que hemos axiomatizado apoyándonos en las convenciones semánticas más elementales de nuestra razón común. Lo que viene a ocurrir es que, en virtud de convenciones semánticas simples podemos crear un sistema formal, gracias al cual podemos llegar a conclusiones complejas con mayor grado de rigurosidad que empleando únicamente el lenguaje común.
  
Ciertamente esto ocurre, sobre todo cuando nos elevamos a niveles de razonamiento elevados y con consideraciones de un número elevado de variables simples y complejas. Puede ser una buena herramienta de ayuda, pero de ayuda, pues muy bien se puede volver en nuestra contra, podemos ser devorados por el monstruo que hemos creado, salvo que, menos mal, para su creación no hemos podido renunciar a la necesidad de las convenciones semánticas (metamatemáticas) para la creación del sistema formal. De esta manera, esta creación no será del todo lógica, sino que participará en alguna medida del carácter ambiguo del lenguaje habitual, independientemente de que se pueda conseguir un mayor rigor en su uso, como acabamos de ver. Gracias a ese carácter ambiguo del lenguaje habitual cabe cierta holgura, que será la que dé pie, precisamente, a la creatividad. Hay unas palabras del genial físico francés Louis de Broglie que no tienen desperdicio, en este sentido. Dice:

«Más que las puras deducciones, son las inducciones atrevidas y las concepciones originales la raíz de los grandes progresos de la Ciencia. Sólo el lenguaje ordinario, por ser más flexible, más matizado, más rico en su relativa imprecisión que el severo lenguaje algebraico, permite formular ideas verdaderamente nuevas y justificar su introducción por sugestiones o analogías. Aun en el curso de los razonamientos puramente deductivos, es el lenguaje ordinario el que permite expresar observaciones o comentarios susceptibles de ampliar los resultados obtenidos y de hacer percibir, como en una penumbra, los matices y las prolongaciones posibles».

Tal y como argumenta de Broglie, las convenciones semánticas son imprescindibles para los objetivos de la matemática, así como para los de la ciencia en general, de modo que ambas precisan de una metamatemática que se desarrolle concomitantemente con ella, creando nuevos contenidos y nuevas demostraciones , independientemente de que, gracias al empleo del cálculo formal, podamos luego alcanzar un mayor rigor en la demostración de afirmaciones y juicios esbozados metamatemáticamente.

Este vínculo entre lo matemático y lo metamatemático se percibe en estas dos situaciones. En primer lugar, en el hecho de la necesidad de definir semánticamente los elementos básicos del sistema axiomático, así como sus reglas sintácticas y de transformación, etc. En segundo lugar, y que es menos evidente pero quizá pone más de manifiesto esta idea, es la expresión conceptual de diferentes sistemas cuyos elementos comparten ciertas propiedades; por ejemplo: ¿por qué denominamos N al conjunto de los números naturales y R al de los racionales?, ¿es casualidad?

En el origen de todo sistema formal, pues, hay un momento de convenio, de arbitrariedad, no siendo posible demostrar lógicamente qué significa cada uno de sus elementos básicos. Y esto es algo que también ocurre en el lenguaje habitual: «es imposible pretender entenderse sin antes ponerse de acuerdo sobre el significado de algo y sin adoptar, aunque sea supuestamente, algunas reglas básicas de formación de las frases. Sobre estas convenciones no queda más que aceptar un grado indefinible (esperamos que suficiente) de comprensión», dice Raguní. Si bien no podemos desestimar ―entiendo― el avance en el rigor que nos ofrece el pensamiento formal, en las materias que así lo soliciten, creo que tampoco ello nos debe llevar a desestimar las bondades de todo lo que cabe cerrar en el amplio y rico ámbito de lo metamatemático.

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