9 de enero de 2024

Cuando la palabra expresa lo hondo de la existencia

Comentábamos en el anterior post el fondo originario sobre el cual emergía tanto el gesto como la palabra; un fondo originario sobre el cual las tendencias vitales del ser humano se articulan, bien mediante su conducta, bien mediante su lenguaje. Podríamos preguntarnos, si el origen del lenguaje es prelingüístico, por qué nos es más transparente el lenguaje que otros tipos de comunicación de este cariz, como pueda ser la misma música. Quizá la respuesta pase porque hemos perdido esa dimensión originaria; o mejor: porque la hemos velado, ocultado, silenciado, ya que nos hemos acostumbrado a comunicarnos con una lengua ya constituida, con sus significaciones compartidas, que empleamos combinándolas y estableciendo —como el diccionario— equivalencias entre ellas. Nuestra lingüisticidad es horizontal, no ortogonal; se ampara en significaciones ya dadas y definidas, no desvela nada oculto, porque ya lo dice todo. En esa horizontalidad el sentido de una frase nos parece inteligible de modo evidente, y como algo independiente de la misma frase en que se dice, porque en el fondo comprendemos significados de diccionario, que ya están dados y de los que no sabemos salir. Pero el caso es que esta claridad no es originaria, el lenguaje no comenzó con sus significados ya bien delimitados, sino que se retrotrae a un origen misterioso, de modo que su claridad destaca sobre un fondo oscuro que nos permanece inadvertido, y que le dio origen. Una lectura ortogonal del lenguaje nos haría ver que la expresión no es una mera combinación de significados ya existentes, sino la expresión gestual de una vivencia originaria en la cual hay un mundo experiencial inefable que sólo puede ser dicho con trémulos gemidos, cada cual, cada cultura, con los suyos: las palabras se convierten así en ámbitos de significado abriéndonos, sencillas pero profundas como un trazo, a un mundo.

Es lo que designa el término himma de Ibn ‘Arabi, que viene a significar el hecho de tener presente en el concebir, en el pensar, en el proyectar y en el desear, el thymos, es decir, la fuerza vital, el corazón. La palabra es originaria cuando el himma hace presente el thymos; en cualquier otro caso no es sino engaño, interpretaciones equívocas, epidérmicas, falseadoras de ese fondo primigenio. Por eso la filosofía es mucho más que jugueteo con las palabras y los conceptos: lo que trata de hacer es definir el mundo mediante esas imágenes que son las palabras, y para ello debe surgir de experiencias originarias, si quiere describirlo fielmente. Sólo mediante la experiencia podemos percibir las correspondencias entre las sutilezas de la conciencia y los niveles de realidad, dice Hillman.

Es el conocimiento del corazón, porque también el corazón conoce, también el corazón tiene inteligencia, en cuyo caso va de la mano con el amor, por medio de la fantasía. Cuando la filosofía surge del corazón, cuando surge de la experiencia originaria, es fantasía amorosa, reflejo fiel de la realidad, por mucho que en su discurso se disfrace de conceptos fríos desprovistos de calidez.

Insisto: una palabra no es, en el fondo, algo otro a un gesto (que también puede ser reducido, por cierto, a meras significaciones de diccionario); del mismo modo que una conducta expresa el ser, así también el decir. El vínculo del vocablo con su sentido vivo no es un vínculo externo de asociación, sino existencial. Sólo al institucionalizarse pierde su riqueza originaria, lo que ocurre cuando nos remitimos al uso cosificado tanto de palabras como de gestos. Un pensamiento es un fenómeno de expresión, algo experiencial, no es algo otro a su expresión. Una palabra no ortogonal, es una palabra muerta. Como dice Merleau-Ponty, «el lenguaje tiene, sí, un interior, pero este interior no es un pensamiento cerrado en sí mismo y consciente de sí. ¿Qué expresa el lenguaje, pues, si no expresa unos pensamientos? Presenta o, mejor, es la toma de posición del sujeto en el mundo de sus significados».

Si esto es cierto, cada palabra es una toma de posición del sujeto en el mundo, de modo que el sentido de cada vocablo traspasa su significado de diccionario para abrirnos a la cosmovisión existencial que todo sujeto comparte intersubjetivamente con la comunidad de hablantes en su decir. Cada palabra es un mundo íntimo que asoma, que se hace público, igual que los primeros gestos del bebé en el inicio de su vida. Esa pulsión originaria de donde nace la vida se ha de adecuar a las formas y significados compartidos, aprendiendo un alfabeto ya existente en un escenario que pueda comprenderlo. El milagro se produce cuando algo nuevo se dice mediante lo ya conocido y adquirido, tensión creadora hacia lo inefable, algo que ocurre ―si se piensa― en toda palabra dicha desde lo hondo. Sus posibilidades son infinitas, tantas como situaciones en el mundo, tantas como el ser humano es capaz de trascenderse. «Hay que reconocer, pues, como un hecho último esta potencia abierta e indefinida de significar —eso es, a la vez de captar y de comunicar un sentido— por la que el hombre se trasciende hacia un comportamiento nuevo, o hacia el otro, o hacia su propio pensamiento a través de su cuerpo y de su palabra».

La palabra auténtica es un exceso de nuestra existencia natural, un precipitado intelectual de una vida que naturalmente se ve impelida a ir más allá de sí misma. La palabra del academicista o del intelectualista no revela ninguna creación, ninguna expresión de un yo que pugna por darse a conocer, por hacerse público. Algo a lo que, a causa del uso cotidiano y mecánico del lenguaje, en lugar de generarnos violencia con tan sólo planteárnoslo, asumimos como el modo propio de comunicación. Podría decirse que las distintas lenguas o ‘medios de expresión’ que existen en el mundo, «son el depósito y la sedimentación de los actos de la palabra en los que el sentido informulado, no solamente halla la manera de traducirse al exterior, sino que además adquiere la existencia para sí y es verdaderamente creado como sentido». Es así como cada término posee una significación que parece que le corresponde de suyo, en vez de haber sido el precipitado cristalizado de la creación humana. Y lo cierto que será a partir de esas significaciones compartidas que podrán darse infinidad de nuevos actos creativos del yo, asumiéndolas y generando otras nuevas.

Actos creativos en los que se ve involucrada toda la persona: la palabra es a la vez motricidad e inteligencia. Frente al dualismo entre existir como cuerpo y existir como conciencia, la palabra no encuentra una razón de ser adecuada, salvo reduccionistamente, tal y como afirmaba Eugenio d’Ors. En la palabra se expresa somáticamente la psique, psíquicamente el cuerpo. El que habla no lo hace según un proceso paralelo a la existencia dramática de cada sujeto, sino que le pertenece intrínsecamente. El cuerpo, el aparato fonador no es un instrumento que emplea la conciencia para dictar sus pensamientos, sino que estos son en la medida en que pueden ser generados por un cuerpo cuyas estructuras posibilitan su génesis. Hay una unidad misteriosa entre cuerpo y conciencia, un pozo insondable de experiencias vividas que me permiten conocerlo como nunca conoceremos el cuerpo de otra persona, porque en el fondo nosotros también somos él. «Así la experiencia del propio cuerpo se opone al movimiento reflexivo que separa al objeto del sujeto y al sujeto del objeto».

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