31 de enero de 2023

Un hombre de poder no es siempre un hombre de Estado

Toda comunidad se rige por escalas jerárquicas. Y no sólo las comunidades humanas, sino también las de ciertos animales. Desde la etología se identifica a aquel que goza un puesto jerárquico elevado en un grupo atendiendo a qué individuo es el más observado: por lo general, todos están más atentos a él. Este es un fenómeno que puede ser apreciado perfectamente en los patios de los colegios, por ejemplo, de modo que se puede identificar qué niños poseen un ‘rango’ más elevado aplicando el ‘criterio de atención’. Este rango más elevado suele ser otorgado por los demás según procesos habituales, en función de ciertas cualidades que posee un miembro y que pone al servicio del grupo; por ejemplo, dotes organizativas (para organizar juegos), o consideración por los más débiles (defendiéndolos, o acompañándolos), o destreza en algún deporte, etc. Una vez el estatus ha sido concedido, los demás se apoyan en ellos preguntándoles cosas, buscando su protección o su apoyo, o pretendiendo ganarse su amistad.

En el comienzo de los cursos, sobre todo cuando no se conocen los niños entre ellos, suele haber un período de desconcierto, de roces, midiéndose unos a otros. En el seno de una familia en la que el niño se siente querido, ya sabe a qué atenerse, ya sabe qué lugar le corresponde, acumulando experiencias nutritivas, viviéndolo con normalidad y serenidad. Pero el desconocimiento del contexto activa otro tipo de estrategias, formando grupos, originándose enfrentamientos en ocasiones conflictivos, y generándose estructuras de liderazgo. Con el tiempo, los ánimos se serenan, pero las estructuras suelen permanecer. Es frecuente la imagen de un niño que tiene cierto temor a ir a un colegio en el que no conoce a nadie; cómo cambia cuando ya tiene uno o varios amigos que le saludan al llegar. En opinión de Eibl-Eibesfeldt, estas estructuras de grupo se suelen formar sobre todo por las cualidades prosociales del individuo (del líder) que hemos comentado. Y estos ajustes se deben a procesos sociales generalizados e identificados. Pero a veces ocurre que es tal la necesidad de amparo, de amistad, de seguridad, que uno no es capaz de ‘elegir’ al buen líder, y el resultado de esos procesos sociales muy bien puede ser desafortunado.

Como decía, cuando falta esa proximidad, esa amistad cercana, uno se siente desubicado, sin saber a qué atenerse, activando otro tipo de estrategias, más defensivas, sin la serenidad que propicia la confianza de sentirse aceptado. Por este motivo, cuando convivimos con personas desconocidas, solemos ser más desconsiderados; ya no nos importan tanto, sino que el protagonismo lo adquieren nuestros propios intereses. Por suerte o por desgracia, esto es algo común en las sociedades de nuestras grandes urbes, que facilitan esta actitud, la cual dinamita a la vez su cohesión. Las grandes sociedades anónimas se convierten con facilidad en sociedades ‘de lucha’, de combate, aunque sea un combate con chaqueta y corbata, en vez de con espadas y escudos.

No es casualidad que los candidatos políticos se dejen ver y se hagan fotos con los grupos sociales más frágiles (ancianos, niños, enfermos). Ciertamente, el posible elector no puede saber la honestidad del político que realiza tales acciones; del mismo modo, y en sentido opuesto, al elector no le llegan muchas de las acciones prosociales que pueda hacer un político. Nuestra sociedad es así, y difícilmente puede ser de otra manera, pues lo que une a política y sociedad es un ‘contrato’ en virtud del cual se espera por parte de ambas partes una contribución mutua para beneficio del Estado. En realidad, esta contribución mutua debe ir más allá de lo estrictamente ‘contractual’, de manera que todo político y todo grupo social debe favorecer la buena marcha del Estado, y hacia ahí debe encaminar sus esfuerzos, hacia un sentimiento de comunidad que repercuta positivamente en ese sentido. Cuando lo cierto es que es una tarea que está siendo postergada. Con frecuencia, ni los miembros de los distintos grupos sociales ni los de los distintos partidos políticos tienen verdaderamente en mente dicho objetivo: generar cohesión en una sociedad para el beneficio colectivo, beneficio en todos los aspectos posibles.

Por lo general, en las sociedades modernas hay una necesidad de amparo de la que se aprovechan los partidos políticos para subir al poder. Es más, hay una tendencia generalizada hacia la erosión de lazos afectivos profundos, hacia la ruptura de relaciones personales (familiares y conyugales), hacia la supresión de narraciones que llenen de sentido nuestras vidas; tendencia cuyo resultado no es otro que la existencia de individuos aislados, que huyen de su soledad mediante escapismos, y que necesitan sentirse adheridos a una persona, a un proyecto, a una idea, del modo que sea, incapaces de distinguir críticamente qué le pertenece al político, qué le pertenece a la sociedad, qué le pertenece al Estado. Lo que siembra la posibilidad de que el político pueda no deberse a su sociedad o a su Estado, sino sólo a sí mismo, con el aplauso de los que se le han adherido.

«La necesidad de integración en una comunidad conduce con frecuencia a que se dé a un partido mayor importancia que al Estado. En una situación así, las personalidades marcadamente orientadas hacia el poder tienen ventajas de salida. Con ello, una comunidad corre el riesgo de delegar su soberanía en hombres de poder, que terminan sustrayéndose al control parlamentario», dice Eibl-Eibesfeldt.

No siempre un hombre de poder es un hombre de Estado. Y, cuando es el caso, campa a sus anchas, embelesado de sí mismo.

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