26 de diciembre de 2023

El encuentro al modo de la dialéctica platónica

Esta actitud de apertura fundamental que comentábamos está íntimamente relacionada con la actitud del que pregunta. El que no se cuestiona, quizá no se plantee lo fundamental de una vida; el que no pregunta, quizá sea porque cree que ya lo sabe todo. Preguntar es un riesgo que no todos están dispuestos a asumir. En ocasiones no es necesario preguntar explícitamente, sino que basta con estar abierto, con una apertura radical en virtud de la cual uno se da cuenta de que las cosas no son como las esperaba, y lo asume: «El conocimiento de que algo es así y no como uno creía implica evidentemente que se ha pasado por la pregunta de si es o no es así». Pero seguramente esto no sea suficiente, precisando ser complementado por una auténtica pregunta.

Pero, cuando se pregunta, ¿hacia dónde se pregunta? Es esencial a toda pregunta dos caracteres. a) Por un lado, que posea un determinado sentido, una direccionalidad, que será en la que se tenga que situar la respuesta para ser adecuada a la pregunta que trata de responder. Lo preguntado no es irrelevante, sino que ya establece el marco en el que la respuesta se debe dar. «Con la pregunta, lo preguntado es colocado bajo una determinada perspectiva». b) Por el otro, supone ya como un aviso o un pre-anuncio de que se va a dar una ruptura con el estatus previo a la pregunta, un estar dispuesto a modificar lo ya sabido. Una modificación que, si se pregunta en serio, el que pregunta debe estar dispuesto a asumir.

Es por ello por lo que preguntar adecuadamente es tan complicado, frente al preguntar por preguntar. Es la misma diferencia existente entre el que habla con fundamento y el que habla por hablar, entre el diálogo y el parloteo. Frente a la apertura del hablar auténtico, el inauténtico sólo habla para tener razón y no «para darse cuenta de cómo son las cosas», porque en definitiva ‘ya lo sabe’.

El que está seguro de saberlo todo por lo general no pregunta, ya que para poder preguntar hay que querer saber; y para querer saber uno tiene que saber que no sabe, motivo por el cual quiere saber aquello que no sabe. El preguntar auténtico implica una actitud de apertura, en la que uno se queda en suspensión, al descubierto. Cuando no es así, en realidad no es una pregunta: es otra cosa, una pantomima.

Pero esta apertura no es total o infinita, sino que —como decía— se encuentra inmersa en un horizonte desde el cual se pregunta: y si este horizonte, en tanto que es más vasto que nuestro saber, posibilita la pregunta, también la confina. Cuando una pregunta no se realiza en la holgura existente entre lo que no sé y los límites del horizonte en el que me sitúo, se convierte en una pregunta sin sentido; no sé en definitiva qué estoy preguntando, a pesar de que efectivamente hay algo que no sé y que quiero saber. Pero no lo he sabido plantear, y la pregunta está desorientada, dificultando así su respuesta. Algo similar ocurre cuando emisor y receptor se encuentran en horizontes diversos, pues la posibilidad de diálogo auténtico se reduce considerablemente, se dificulta irremediablemente.

En tanto que confinada, la respuesta posee un aspecto positivo pero también negativo. Lo digo en el sentido de que, si bien posee una parte que responde efectivamente a la pregunta, también posee otra por la que desplaza respuestas negativas a esa pregunta. Porque no se trata sólo de responder correctamente la pregunta, sino de saber también por qué el resto son incorrectas. Uno sabe algo no sólo cuando lo sabe, sino también cuando sabe contrastar las diferentes posibilidades que tratan de darle respuesta. «La cosa misma sólo llega a saberse cuando se resuelven las instancias contrarias y se penetra de lleno en la falsedad de los contraargumentos». Es por esto por lo que saber implica entrar no sólo en aquello positivo sino también en lo negativo, en lo que se opone, en los contrarios; y es aquí donde hay que buscar la diferencia entre el saber riguroso y la mera opinión. El saber es dialéctico.

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