11 de junio de 2019

De Lorentz a la relatividad: un cambio de mentalidad

En un post previo, hablaba de la relevancia de H.A. Lorentz en el nacimiento de la teoría relatividad. Él se quedó a las puertas, fiel como era a la mentalidad física clásica. Efectivamente, Lorentz —al igual que Maxwell— nunca dejó de pensar en la existencia de ese medio continuo denominado éter, el cual serviría de soporte a los campos electromagnéticos, así como a los fenómenos de la propagación de la luz. Pero tal éter debería conformar un medio rígido, para que pudiera propagarse transversalmente las ondas de luz y, absoluto, algo que entraba en contradicción con otras experiencias (Fizeau), según las cuales parecía que el éter se veía ‘arrastrado’ por los desplazamientos que se daban en su seno. A juicio de Lorentz, esto no podía ser, no tenía sentido que el éter se desplazara o se deformara, y trataba de buscar una solución en el marco abierto por Maxwell que conocía muy bien, ya que la estudió a fondo en su tesis doctoral.  Él fue inicialmente un férreo defensor de la existencia del éter, tanto como para no asumir los primeros resultados de los experimentos de Michelson y Morley; pero, cuando sus resultados fueron ya corroborados, no le quedó más remedio que replantear su postura, intentando adaptarse a esta nueva situación.

Los resultados de Michelson y Morley pusieron de manifiesto que los hechos experimentales no coincidían con los teóricos. Su solución pasó por aplicar una serie de transformaciones de modo que las ecuaciones de Maxwell resultasen invariantes. Esta transformación la estableció a partir de la relación entre los cuadrados de la velocidad de un cuerpo (v) y la de la luz (c): se estableció en v2/c2, un valor que entonces no era posible contrastar empíricamente, ya que los medios tecnológicos de la época no permitían todavía ninguna observación de este calibre tan fino, y que no acabó de interpretar bien, como vamos a ver. Porque los cálculos de Lorentz tuvieron una consecuencia inesperada, a saber: que repercutían en que fueran variables las leyes de la mecánica clásica. ¿Qué quiere decir esto? Del mismo modo que la transformación de Galileo deja invariantes las ecuaciones de la mecánica newtoniana, la de Lorentz hace lo propio con las ecuaciones de Maxwell, pero… ¡supone variaciones importantes de la mecánica newtoniana! O sea, que la forma de los cuerpos, o la distancia entre dos puntos, o el tiempo, no tienen los mismos valores en un sistema fijo que en otro desplazándose.

La solución que dio Lorentz es que todo cuerpo que se desplazaba en el éter experimentaba una contracción longitudinal que serviría para compensar esta desviación de la experimentación respecto de la teoría. En lugar de pensar que esa diferencia tenía que ver con el arrastre del éter, junto con G.F. Fitzgerald postuló que un cuerpo cambia de forma como resultado de su movimiento.

Claro, esto pasaba por suponer que, a velocidades próxima a las de la luz, los objetos se acortaban para que el tiempo que tardaba en recorrerlos ésta (pensemos en el experimento de Fizeau) fuese el mismo. Para definir esto, Lorentz estableció en cada objeto un origen de coordenadas propio, pero únicamente a efectos teóricos, para facilitar los cálculos, convencido como estaba de que sólo había una referencia absoluta del tiempo y del espacio, la correspondiente al éter. Su conclusión fue la que sigue: «cuando se pasa de un observador a otro que está en movimiento rectilíneo uniforme con relación al primero, las ecuaciones que rigen los fenómenos electromagnéticos (y en particular los fenómenos ópticos) para el segundo observador se obtienen a partir de las que son válidas para el primero mediante una cierta transformación lineal de las coordenadas del espacio y del tiempo». Esta transformación es la que se conoce como transformación de Lorentz. Curiosamente, el hecho de asumir estas coordenadas locales simplificaba y mucho los cálculos, pero él no vio ahí ninguna posibilidad real, ya que para él la única posibilidad real era la del éter.

Lo que más me llama la atención de todo esto es el hecho de que Lorentz siguió manteniéndose fiel a la concepción clásica de la física, y nunca llegó a atisbar todas las posibilidades de su aportación. Seguía pensando en un origen de coordenadas absoluto, así como en un tiempo absoluto: «el tiempo local y los sistemas de coordenadas, que el grupo de transformación del que era el inventor le llevaban a considerar no le parecían sino artificios del cálculo que permiten poner bajo una forma más elegante y más cómoda las ecuaciones de la teoría». Quedaba sólo un paso, quizá el más difícil: cambiar la cosmovisión, cambiar la mentalidad, y pasar de términos absolutos a términos relativos. Había que desechar la idea de espacio y tiempo absolutos, así como la del éter, y asumir todos los sistemas de coordenadas que Lorentz había situado en cada cuerpo en pie de igualdad entre todos ellos, suprimiendo la idea de que uno (el del éter) era preeminente al resto.

El mismo Poincaré, a quien siempre le disgustó la idea del éter, estuvo próximo a este tránsito pero, hijo de su tiempo también, al igual que Lorentz, tampoco lo llegó a dar. La historia de la ciencia tuvo que esperar a un joven un tanto anodino quien, en 1905, utilizó toda esta información y la elaboró en su famosa teoría de la relatividad: Albert Einstein. Curiosamente, Lorentz comprendió la aportación de Einstein: de alguna manera, ¡él también era el padre de la criatura!, por lo menos en parte, convirtiéndose en un divulgador de primera magnitud de la misma. Pocos había que la comprendieran tan bien como él. Sus transformaciones no eran un artificio matemático, sino que reflejaban la realidad.

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