4 de junio de 2019

El balbuceo nos abre al silencio originario

Decía en otro post que Eugenio d’Ors entendía a las palabras como las antenas que nos ayudan a conectar lo concreto con lo eterno, fuentes inagotables en cuyo interior circula una savia que los hombres nunca podrán acabar de reducir a bloques pétreos y estériles. Una fecundidad a la que no se llega por el esfuerzo, sino dejándose hacer, dejándose decir por ese ámbito donde lo originario que subyace a todos y cada uno de los términos que conforman una lengua habita. Acceder a lo originario es don, y no tarea, diría María Zambrano; y uno debe dejar hueco para que el don pueda manifestarse, debe abrir espacios. Y, por evidente que parezca, si uno no deja de hablar, no deja espacio para el don, y lo originario siempre le permanecerá velado.

El balbuceo nos brinda una posibilidad para ese silencio en el que abunda todo significado, para abrir una oquedad en nuestro decir, y recibir así el don gratuito que generosamente se nos ofrece. Ante un decir monótono, imperturbable, apisonador y monolítico, el balbuceo posibilita el acceso a otro decir, abre grietas de ‘debilidad’ en el bloque pétreo; ante ese torrente descontrolado de palabras y palabras que son vertidas sin freno, el balbuceo abre un infinito de silencios que posibilita el encuentro con lo originario. Pero no todos los silencios son iguales: no es lo mismo el silencio del impertinente, que el del tímido; el del engreído que quiere impresionar, que el del hombre prudente que sabe esperar; también está el del ignorante quien, sin saber qué decir, calla avispadamente para pasar por inteligente. Pero nada de esto tiene que ver con aquello a que nos abre el balbuceo.

El balbuceo nos abre a un silencio singular, el silencio del sabio, que denomina Rof Carballo. Un silencio que dice más que calla; es más: ese silencio es el lugar en que se dice, pues sino, aun diciendo, uno calla. Porque, como decía Goethe, lo esencial del sabio no es lo que dice sino lo que calla. Y, son raros los hombres con mente silenciosa, los hombres que, callando, hablan.

El silencio habla cuando uno aprende a no responder, a no tomar la iniciativa; cuando uno aprende a dejarse decir, a dejar que lo originario resuene en su conciencia. Curiosamente, cuando uno abandona la actitud beligerante tan frecuente en el hablar cotidiano, cuando uno no tiene la premura de contestar antes de que le rebatan o le contradigan, cuando uno se siente escuchado de verdad, aparece en él otra forma de hablar. «El misterio del lenguaje es tal que cuando el hombre encuentra que nadie le responde, ni siquiera con gestos o actitudes inconscientes, comienza a hablar de otra manera». Se muestra un lenguaje secreto y desconocido, que habita bajo la fachada procelosa del lenguaje cotidiano. El lenguaje cotidiano es como el agua de escorrentía que, en su caudal desbocado, resbala por la superficie de las cosas, ignorándolas en lo que tienen de profundo; el lenguaje silencioso, en su serenidad y gravedad, cala en la tierra porosa para acceder a su fértil hondura.

La conversación cotidiana tiene algo de duelo, de enfrentamiento del cual uno espera salir airoso; no importa tanto alcanzar la verdad como salir victorioso del encuentro: «con las palabras se hacen fintas, se amaga, se ataca y se responde, nos esquivamos, tratamos de parar el golpe alevoso o bien, solapadamente, tras un rodeo, organizamos la nueva embestida». Preocupados en no ser arrollados, no podemos ocuparnos en la verdad de nuestro discurso. Pero, si uno de los interlocutores depone las armas, si el duelo se acaba porque uno de verdad ha decidido callar, y porque uno de verdad ha decidido escuchar, el lenguaje tal y como acostumbramos a emplearlo queda desarticulado, inerme. Y es entonces cuando podemos aprehender el lecho frondoso que lo subyace, que propicia su fruto. Hay, pues, dos lenguajes: el beligerante de la superficie, el sosegado del fondo, igual que acaece en un día de tormenta en el mar. Es por esto que el sabio no es amigo de la verborrea, del uso indiscriminado de palabras que se profieren sin ningún sentido auténtico; las verdades se dicen con las mínimas palabras, permitiendo que estas comuniquen todo su haber.

Y ello es porque, en su serenidad, abren espacios en el decir gracias a los cuales el interlocutor aprehende la realidad profunda, seguramente sin apercibirse conscientemente de ello; una realidad silenciosa que el fragor del discurso no le permite atisbar. «En vez de verse arrastrado por la frase, el lector, ahora, se ha convertido de pronto, quiéralo o no, en alguien que escucha lo que ocurre en los intersticios de la misma». Ha aprendido a escuchar en el silencio que se abre entre las palabras; ha aprendido a escuchar el silencio. Sólo se puede escuchar el fondo de las palabras cuando éstas dejan espacios en el discurso, puertas que a modo de heraldos posibilitan escuchas imposibles de otro modo. Sólo quien es dueño de las palabras y de los espacios ha adquirido el gran arte de decir; sólo quien ha descubierto la necesidad de tener que balbucear de nuevo, como cuando éramos niños.

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