18 de junio de 2019

Qué es el arte, o por qué un palo de escoba es un caballito de madera

Caracterizar qué sea el arte no es desde luego una tarea fácil. Se puede afirmar que todo aquello que rodea a la estética ha sido, y sigue siendo, una de las grandes encrucijadas de la filosofía de todos los tiempos. Desde distintas perspectivas, adecuadas a las cosmovisiones imperantes en cada época, se ha tratado de comprender y de dar explicación a lo que usualmente se denomina experiencia estética, una experiencia que, si bien cualquier persona puede haber vivido en algún momento de su vida, es resbaladiza a la hora de querer concretarla en una definición más o menos específica.

Frente a una concepción clásica (e incluso también moderna) de carácter más platónico, en algunas tradiciones contemporáneas se suele comprender la finalidad del arte como generador y comunicador de emociones. Ahora bien, que, mediante el arte, se generan y comunican emociones, creo que es algo evidente; otra cuestión es si el carácter esencial del arte se reduce a ello, o es algo más. A mi modo de ver, decir que el arte comunica emociones es tan inexacto como decir que el conocimiento emite proposiciones, o la ética propicia acciones. Porque lo que pretende el conocimiento es emitir proposiciones, pero no cualquier proposición, sino proposiciones verdaderas, independientemente de lo complicado que sea afirmar que una proposición es verdadera; y lo que pretende la ética es propiciar acciones, pero no cualquier acción, sino aquellas acciones que puedan ser calificadas como buenas, independientemente de lo complicado que sea afirmar que una acción es buena. ¿No se podría decir algo similar sobre el arte? En efecto, el arte genera y comunica emociones, pero no cualquier tipo de emoción, sino aquellas que, al modo de las proposiciones verdaderas y de las acciones buenas, están vinculadas según la clave afectiva con la realidad de las cosas.

John Dewey entendía la experiencia estética como un caso particular, y más elevado, de la experiencia en general, vivencia humana característica de nuestro estar en la vida. En toda experiencia hay un momento de objetividad y otro de subjetividad, pero no como elementos independientes sino todo lo contrario, en íntima interdependencia y unidad (algo así como el ‘mundo’ fenomenológico, o la ‘vida orteguiana’ como realidad radical), mediante la cual el individuo es capaz de aprehender la situación con sentido, y de ofrecer una respuesta adecuada. Pues bien, la experiencia estética, no necesariamente asociada al arte, sería aquella experiencia en general en la que esa unidad entre individuo y entorno alcanza una unidad ideal, perfecta en su armonía, podríamos decir. A juicio de Dewey, toda experiencia tiene algo de estética, toda situación tiene algo de bella; lo cual no es óbice para que algunas situaciones sean más bellas que otras. Un chivato de ello sería precisamente el sentimiento estético, que sólo aparece como tal en la experiencia estética. En toda experiencia aparece un sentimiento el cual propicia un conocimiento difuso, vago, diferente al conocimiento objetivo de la situación, y que será en función del cual actuaremos. Pues bien, como digo, cuando ese sentimiento que nace en esa situación es estético, es que hemos tenido una experiencia estética, en la que nuestra unión con el entorno es ideal, armónica, perfecta, bella.

Pero para ello es preciso leer la situación más allá de la perspectiva objetiva, científica, incluso cotidiana; un conocimiento objetivo no necesariamente (es más, seguramente no) provoca la génesis de un sentimiento. El conocimiento objetivo es neutro, aséptico. Pero la experiencia no, pues introduce connotaciones que van mucho más allá de ese conocimiento objetivo, y que tienen que ver y mucho con la dimensión afectiva del individuo que la está viviendo. La obra de arte es aquel objeto que propicia esta experiencia al modo estético por excelencia, posibilitando que el individuo aprehenda la realidad de modo diverso al acostumbrado.

Si, ante una obra de arte, nos quedamos en su aprehensión cotidiana o científica, no estamos situados en la clave adecuada; la obra de arte es abierta, respectiva, remitente a un mundo de relaciones de sentido que subyace a su dimensión objetiva. Y lo que tiene que hacer el individuo es trascender lo objetivo, transitar su modo cotidiano de aprehensión para acceder precisamente a todo ese mundo al que la obra de arte nos invita. Por eso se requiere del espectador cierta elaboración mental, cierta construcción personal que vaya más allá de la información objetiva y que, a la vez, no caiga en la mera arbitrariedad.

Vigouroux propone un ejemplo muy ilustrativo (y que me recuerda que no es accidental que Gadamer utilice el juego como aproximación a la comprensión de lo que es la experiencia estética). Imaginemos a un niño con una escoba vuelta del revés; nada más lejos de un caballo de verdad. Pero, ¿es efectivamente así? El niño que está cabalgando por el pasillo no está utilizando cualquier objeto, no vale cualquier cosa, ni es una mera abstracción el elemento que está utilizando. El palo de escoba no es otro caballo, ni es un doble de él, pero para el niño es tan real como para poder ir derrotando dragones entre las montañas que se encuentran en el salón de su casa. El niño necesita de algo, de un objeto, que le sirva de ‘excusa’ para su juego; y no de cualquier objeto, sino de uno que, a pesar de la distancia evidente con su significado real, pueda contribuir a que, efectivamente, pueda imaginarse, pueda elaborar conceptualmente, que está cabalgando con su armadura. Como dice Vigouroux, «esos rasgos sugerentes, esos indicios, preñados de sentido, constituyen una especie de llave mágica», una llave que utilizan los espectadores para abrir su mundo interior, no de cualquier manera, sino según las posibilidades que le brinda dicho objeto. Aquí estriba el carácter revelador de la obra artística, una revelación que se da trascendiendo sus propiedades objetivas, pero sin prescindir de ellas: sus propiedades objetivas serían como un trampolín que nos impulsa a un mundo de realidades desconocidas para todo aquel que no ha sido capaz de desproveerse de las categorías cotidianas y científicas para aproximarse a lo real.

«No debe creerse que la actividad artística esté desprovista de cualquier valor revelador. Constituye, de hecho, una tentativa de aprehensión original del mundo, que rechaza formas de conocimiento demasiado esquemáticas, una búsqueda de expresión de los secretos indefinibles de los seres y las cosas».

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