23 de mayo de 2017

El falso entusiasmo

Hay en nosotros una característica de difícil clasificación, pero que nos define muy bien como especie. Me refiero al entusiasmo. Es específica nuestra esa capacidad de levantarnos el ánimo, de crearnos metas, de proponernos grandes ideales, de cambiar el mundo… para soñar con lugares a los que a menudo ni el más refinado ejercicio de la razón podría llevarnos. ¿Qué sería del ser humano si perdiera su capacidad de ilusionarse, de entusiasmarse, de motivarse? Basta tener presente los innumerables cursos, conferencias, charlas, etc., que se realizan continuamente sobre la motivación. El ser humano actual es un ser que necesita vivir motivado, con proyectos en su vida… ¿Nos podemos imaginar un ser humano sin capacidad para desear? ¿Qué seríamos sin deseos?

Sin embargo, podemos observar que este carácter tan nuestro en no pocas ocasiones se aleja de la realidad de las cosas, y se desliza con suma facilidad no sólo hacia lo fantástico, sino también (lo que seguramente es mucho peor, no desconectado de lo anterior) hacia lo fanático. Un fanatismo que fácilmente puede convertirse en exaltación tanto hacia abajo (melancolía, desidia, tedio, suicidio…) como hacia arriba (endiosamiento, violencia, terrorismo…). Por desgracia, el fanático es capaz de contagiar extáticamente su fanatismo. Y si ya el fanatismo ensombrece la razón, cuando se unen un elevado número de prosélitos es su anulación total.

En el fanatismo se sustituye el sentido natural de las cosas (el sensus communis) por el nuevo orden artificialmente construido, identificándolo con una especie de nuevo paraíso que se explica a sí mismo, institucionalizándose en una serie de ritos y liturgias que imitan la sacralidad de lo verdaderamente espiritual, para llegar a las normas y costumbres de una sociedad que ya ha olvidado su origen artificial. Se vive según unas formas que ocultan una experiencia natural, cercana y sencilla de las cosas, de modo que la vida se convierte en un carnaval donde todos llevan una pseudo-vida, convencidos sin embargo de su autenticidad. Necesitamos creernos felices en un mundo artificial, sin darnos cuenta de que así dirigimos nuestro propio destino hacia el abismo.

Procesos como éste se han dado innumerables veces a lo largo de la historia. Cuando no se tiene una referencia clara, las construcciones humanas se convierten en el fundamento de una existencia desarraigada, desvaneciéndose la pregunta por su verdadero sentido, pues tal pregunta se erige inoperante, extraña, ajena a la vida común, destinada quizás a las mentes de los llamados intelectuales. Porque se ha perdido esa capacidad de escucha, de tanteo, mediante la cual alcanzamos una sensibilidad experiencial que nos permite conocer la medida de las cosas, la medida de lo que hacemos, nuestra medida.

Desgraciadamente, lo que mueve a las sociedades no son sino grandes movimientos emotivistas que suelen eclipsar la posibilidad de una reflexión serena. Desde anhelos de paraísos terrenales ―más lejanos quizá que el propio paraíso celestial― hasta, si nos conformamos con menos, seguir religiosamente las victorias de nuestro equipo de fútbol (por decir un ejemplo, alcanzando el verdadero éxtasis si se convierte en campeón); y si el equipo de mi tierra no es tan bueno como para conseguir victorias que me entusiasmen, da igual: me hago hincha de alguno grande y lo defiendo con más empeño si cabe, pues lo importante es el hechizo del no parar. Vivimos tanto de grandes utopías inalcanzables como de pequeñas ilusiones cotidianas; da igual si es grande o pequeño: lo importante es vivir entusiasmado, alucinado, ajeno a nuestra auténtica realidad. ¿A quién le importa? Nos gusta mantener esas metas, esos deseos que sabemos imposibles pero que nos ayudan a evitar el detenernos. Necesitamos esa presión emocional para no tener que parar, pues no sabemos qué hacer cuando nos paramos.

Cabría preguntarse si lo que nos mueve a actuar son motivos o motivaciones; cabría preguntarse por qué a menudo no hacemos lo que queremos hacer sino aquello que no queremos hacer, por qué a veces las mejores razones no pueden llevarnos a una buena meta. Nuestro comportamiento anda entre cognición y afectividad, en una tensión cuya resolución depende de nuestra propia vida. Y se ha de contar con la afectividad, sin duda, pero también se ha de saber educarla (igual que la cognición). Porque cuando nos detenemos un poco, y saboreamos un poco siquiera algo de auténtica belleza o bondad, resuena en nosotros una especie de encantamiento que no podemos describir pero que nos lleva, siquiera un instante, como a otra dimensión. A menudo sofocamos tal experiencia, pero queda ahí; quizá vivamos a partir de entonces con el anhelo de una segunda vez, quizá prefiramos volver a nuestra vorágine cotidiana ahogando cualquier atisbo de profunda realidad.

Pero el caso es que esa experiencia, esa como otra dimensión, es quizá el gran misterio de la existencia. Porque nos lleva a algún lugar o a algún estado en el que no somos los dueños, no dominamos la situación, pero de alguna manera nos embriaga en el mejor de los sentidos, nos seduce, y nos hace dichosos. Entendemos que ha ocurrido algo especial, que no sabemos ni cómo ni por qué. Pero queda ahí. Como si hubiéramos alcanzado una especie de fondo profundo del que todos participamos, porque en realidad en él todos coincidimos. Es entonces cuando aflora el auténtico entusiasmo, motor de la energía humana, no el otro, el artificial, el alienante, el alucinógeno.

El ejercicio de la razón puede hacernos olvidar este momento experiencial tan necesario para no desviarnos por una senda meramente artificial. La razón (nuestro pensamiento, nuestros razonamientos, nuestra imaginación…) fácilmente crea cursos nuevos para las cosas, incluso para nosotros mismos, convirtiéndonos en convidados de piedra de una vida que en realidad nada tiene que ver con nosotros, porque nos impide llegar a la hondura fontanal de nuestro más íntimo ser. Y sin llegar a esa hondura, por mucho que vivamos, nunca seremos verdaderas personas, títeres todo lo más.

Es humano imaginar proyectos, es legítimo anhelar metas, pero estas construcciones humanas no tienen que desgajarse de nuestro fontanal ser, todo lo contrario. Ello ocurre cuando entusiastas fanáticos arrastran a grupos de personas que no saben dónde pisar, cuyo frágil andar necesita el apoyo ¿equilibrador? de una especie de misticismo profano que a modo de báculo ofrezca un apoyo para enderezar sus pasos. Un misticismo que adquiere distintas figuras, como la que tristemente vivimos ayer, aunque a mi modo de ver una más entre otras muchas que usualmente pasan desapercibidas (progreso, Estado, bienestar…), y que en su narcótica atracción nos adormece dificultándonos acceder a otro orden de cosas, aunque no lo imposibilita. ¿Qué sería de nosotros si así lo hiciera? La autenticidad de vida, la verdadera generosidad y fortaleza, no brota sino de alguien capaz de alcanzar su yo auténtico; y ello no se consigue gratuitamente. Sencillamente precisa el esfuerzo y la superación de alguien que sabe hacia dónde va, porque los cantos de sirena prometeicos no han acallado la hondura de su escucha interior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario