30 de mayo de 2017

Pero, ¿es que tenemos más de dos sentidos?

Enlazando con el anterior post de esta serie, a mi modo de ver es difícil conceptuar cómo se mantienen en nosotros todos estos procesos sentientes que subyacen a nuestra actividad cognitiva. Y más si echamos la vista atrás hacia nuestra tradición filosófica occidental, que nos dificulta y mucho asumir esta circunstancia. Nuestra tendencia suele ser la de mantener como en planos paralelos el sentir y el inteligir, pero nos cuesta acabar de comprender qué significa inteligir sintiendo, o sentir inteligiendo. Y ello en dos aspectos: el primero, y en este sentido que estoy comentando, en el de tomar consciencia de que nuestra inteligencia en primera instancia, y nuestra cognición en segunda, se ejercen en el seno de una actividad sentiente; es más, que realmente se trata de una actividad sentiente coloreada por la inteligencia. Y el segundo, en el sentido de que precisamente por el devenir de nuestra tradición y de nuestras costumbres, por lo general tenemos nuestros sentidos fisiológicos adormecidos, no sabemos sacarles todo el fruto que podríamos. Y creo que ésta es una limitación relevante que reduce notablemente nuestras posibilidades vitales.

Vivimos en una sociedad en la que lo que prima eminentemente es la imagen, el oído en todo caso. Nuestra sociedad es una sociedad audio-visual. El resto de nuestros sentidos (tacto, gusto, olfato… propiocepción, sensación térmica, etc.) sabemos que existen, pero normalmente pasan desapercibidos. Y ya digo, a mi modo de ver esta circunstancia, a la que cada vez más nos aboca el mundo virtual, supone una reducción importante de nuestras posibilidades vitales. La vista, la imagen, van muy estrechamente relacionada con la cognición, lo que relega necesariamente a un segundo plano todo lo que no sea cognitivo. Y ello tiene también una implicación directa sobre estos dos sentidos: que no somos capaces de utilizarlos con esa finura que implica un modo de estar diferente en la realidad. Los usamos de forma violenta, buscando cada vez más mayores excitaciones, más fuertes y más intensas, incapacitándonos para poder percibir la sencillez de unas experiencias cotidianas, que en su cotidianeidad apenas susurran un modo diferente de ser el cual, en su sencillez, no estamos preparados para percibir.

Efectivamente, no estamos familiarizados con modos de vida ‘no cognitivos’; todo lo que se escapa a su control y dominio, se presupone peligroso, cuando no nocivo. Lo afectivo, lo sentimental, en vez de ser algo con lo que comerciemos cotidianamente se convierte en algo desconocido, algo que ni tenemos presente ni aprendemos a trajinar con ello. Poco a poco se va convirtiendo en ‘lo’ pasional, en ‘lo’ instintivo, quizá como consecuencia de nuestra propia inoperancia, pues en lugar de aprender a vivir con ello y a incorporarlo en nuestra vida cotidiana (¿puede ser de otro modo?) lo hemos reprimido generando violencia en nosotros mismos, hasta que ‘la bestia’ despierta y arrasa con todo. Si en lugar de ello aprendiéramos a incorporar lo sentiente en nuestras vidas, quizá las cosas fueran de otro modo. En los más críticos, al escuchar esto, afloran todo tipo de suspicacias: ¿cómo?, ¡si uno de los peores males de la sociedad es la gente dejada llevar por sus impulsos desenfrenados! Y sí, supongo que es cierto: el emotivismo supongo que no es recomendable en ninguna de sus versiones. Pero lo que no es recomendable es todo lo demás que también acabe en ‘-ismo’, no sólo el emotivismo: el emotivismo también, sí, pero junto a él el racionalismo y el voluntarismo. Supongo que el secreto está en compaginar estas tres grandes patas del comportamiento humano. No sólo la afectividad, sino también nuestro raciocinio y nuestra voluntad necesitan ser educadas adecuadamente, so pena de generar seres desequilibrados emocional, racional o volitivamente. Y creo que se puede afirmar que en general, la ‘pata’ que ha sido más desatendida es la afectiva. Cuando si aprendemos a recuperarla, podemos conseguir un modo de estar en la realidad muy diferente al que estamos acostumbrados.

Nuestra sociedad nos ofrece todo tipo de facilidades para satisfacer nuestras necesidades básicas, y ello conlleva el hecho de que nuestras facultades biológicas dirigidas principalmente hacia la consecución de las mismas permanezcan atrofiadas. Nuestra fisiología, salvo en el caso de los que la cuiden específicamente por distintos motivos, suele estar si no atrofiada sí que muy lejos de todo su potencial. A nuestros cuerpos les falta por lo general la tensión vital que les ‘obliga’ a estar siempre a punto, como acontece con los de cualquier otro ser vivo. Si nos damos cuenta, y a modo de anécdota, sólo vemos animales obesos en las ciudades; en la vida natural, no es que no los haya, es que no los puede haber (salvo los que sean así por constitución), porque en el momento en que uno comenzara a engordar tendría sus posibilidades muy limitadas y consecuentemente sus días contados. Por suerte o por desgracia, nuestro estado de vida no favorece el desarrollo de nuestras posibilidades fisiológicas, todo lo contrario: hemos de buscar conscientemente huecos o espacios para llenarlos con actividades que nos ayuden a llevar una vida mínimamente sana, y no caer así en alguna de esos interminables cúmulos de enfermedades o de lesiones derivadas de una vida pasiva.

Así es nuestra vida urbana. Y fruto de ella, todo lo que compete a nuestro tema, y que tiene que ver con ese ‘cuerpo atento’, con ese ‘cuerpo en guardia’, con nuestras estructuras fisiológicas convenientemente desarrolladas, pues bueno, no está muy bien situado. Hemos desarrollado (híper-desarrollado) en su lugar las facultades cognitivas, más visuales… cuando quizá sean las primeras las que nos arraigan física y fisiológicamente con la realidad. Consecuencia de lo cual estamos, pues eso, desconectados de la realidad de las cosas. Hemos perdido en general esa especie de sentimiento de realidad que nos ayuda a sentir ese pálpito de las cosas en nuestro corazón, nos sentimos incapaces para percibir ―como decía Heidegger― cómo la realidad entera resuena en nuestro interior. Nos sentimos desarmados ante experiencias como estas; es más, no sabemos muy bien qué significan.

No sé si conocéis la vida de una mujer fantástica, Helen Keller. A los pocos meses de nacer, y a causa de una enfermedad, perdió la vista y el oído. No tuvo otro modo de relacionarse con su entorno y con sus seres queridos que a través de sus otros sentidos fisiológicos. Tuvo que aprender a comunicarse mediante procesos que permanecen totalmente ajenos a cualquiera de nosotros, con unos resultados sorprendentes (si no me equivoco, fue la primera persona sordomuda que consiguió un graduado universitario). Si traigo esto a colación es porque, cuando se lee su experiencia personal, a uno le llama poderosamente la atención ―hecho que ella misma dice expresamente― cómo por lo general las personas tenemos mermados esos sentidos fisiológicos que para nosotros no son sino secundarios, pero que, en su caso, su vida entera dependía de ellos. Su modo de explicar sus sensaciones es una verdadera escuela estética para todos nosotros. Pero esto ya lo dejo para el siguiente post.

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