13 de septiembre de 2017

La oscuridad de los que ven

Por lo general, no solemos hacernos cuestión del uso que damos a nuestra sensibilidad. Solemos usar nuestros sentidos fisiológicos únicamente para percibir lo que nos rodea, y poco más. No seré yo el que diga que esto no sea muy importante, todo lo contrario. Nuestros sentidos son nuestra puerta abierta al mundo, nuestro modo básico de relacionarnos con el medio, nuestro modo de obtener la información que en principio necesitamos para hacer nuestras vidas. Ahora bien, si digo ‘en principio’ no es una mera expresión retórica; lo digo porque en el fondo creo que no es cierta, o no lo es por lo menos en la especie humana, o no lo es del todo. Este uso que estoy comentando lo compartimos en mayor o menor medida con todas las especies vivas de nuestro planeta, sobre todo con los animales, especialmente conforme ascendemos en la escala biológica. También los microorganismos o los vegetales tienen una especie de sensibilidad primaria según la cual pueden ‘actuar’ en orden a mantenerse vivos; pero no cabe duda de que la sensibilidad de los animales superiores es más afín a la humana.

Y ¿por qué digo que en el fondo no creo que sea cierta esa afirmación ‘en el caso humano’? Porque creo que ese modo de ejercer la sensibilidad para obtener información y poder desenvolvernos en el mundo y desplegar nuestras vidas no es todo el uso que podamos darle, ni siquiera en los casos de la más compleja epistemología. Todo depende de qué estemos hablando cuando hablamos de conocer. «Estáis tan acostumbrados a la luz que temo que deis un traspié cuando yo trate de guiaros a través del país de la oscuridad y del silencio. (…) Si tenéis la paciencia de seguirme, descubriréis que ‘hay un sonido tan sutil que nada vive entre este sonido y el silencio’, y que hay mucho más significado en las cosas que en aquello que se presenta a los ojos», dice Helen Keller.

En nuestro modo de vida la vista posee una relevancia fuera de toda duda. Podríamos añadir el oído, pero creo que es la vista la que se lleva la palma. Vivimos en una sociedad eminentemente audiovisual, pero más audio-visual que audio-visual. Y ello posee una clara repercusión en nuestro modo de estar en el mundo. Porque lo visual tiene muchas virtudes, pero también tiene alguna carencia. Por ejemplo, lo visual está íntimamente relacionado con lo presente, con lo abiertamente manifiesto, con lo patente… lo que provoca que nuestra relación con la realidad sea la de lo inmediato, sin posibilidad de sorpresa, de novedad: ya vemos lo que hay, nos ofrece certezas. Sin embargo, la vista no nos ofrece sino una dimensión de la realidad, precisamente la visual; pero queda mucha realidad al margen de lo visual. Cada sentido nos ofrece parcelas distintas de realidad: evidentemente, el ojo nos permite aprehender el ámbito visible de la realidad, su dimensión visual; pero a su vez el oído hace lo propio con la auditiva; el tacto, con la táctil; etc. Pero no tenemos desarrolladas las posibilidades que nos brindan el resto de sentidos, pues la vista nos lo impide, tan apoyados como estamos en ella. Incluso ni siquiera la vista la tenemos bien desarrollada, contentándonos con una mirada muy, muy superficial de las cosas. Decía Diderot que, «de todos los sentidos, la vista era el más superficial; el oído, el más orgulloso; el olfato, el más voluptuoso; el gusto, el más supersticioso y el más inconstante; el tacto, el más profundo».

Llama la atención esta frase de Diderot. Efectivamente, con la vista no podemos ‘entrar’ en la realidad, no tenemos más remedio que mantenernos en lo superficial, en la epidermis de la realidad… Con el tacto, el sentido más elogiado por el filósofo francés, no es que podamos acceder a su interior, pero quizá sí que nos permita acceder a algo más valioso: a su intimidad. La vista es hasta cierto punto agresiva, invasora, violenta en ocasiones… el tacto es sutil, suave, respetuoso… Creo que una de las escenas más bonitas que podemos presenciar es la de una persona ciega tocando algún objeto o algún rostro… El tacto es delicado, de una riqueza inconcebible para los que no lo cultivamos. ¿Quién ha acariciado alguna vez la superficie del agua? «El tacto proporciona a los ciegos muchas certezas agradables, que nuestros más afortunados semejantes ignoran porque su sentido del tacto no está cultivado», nos dice Keller. Y continúa:

«Admito que en el universo visible hay innumerables maravillas que yo no puedo siquiera imaginar. De manera semejante, ¡oh crítico que tan seguro estás de ti mismo!, hay un sinfín de sensaciones que yo percibo y con las que tú ni sueñas».

La verdadera oscuridad no es la de los ciegos, sino la de todos nosotros que no hemos explorado todas las posibilidades que poseemos para aprehender a la realidad en toda su riqueza. Sólo percibimos aquello que estamos ‘habilitados’ para percibir, y no todos estamos igual de habilitados; es más, por lo general, nuestra habilitación sensible es más bien nimia. Nos contentamos con unas migajas. «La noche de los ciegos también tiene sus maravillas. La única oscuridad sin luz es la noche de la ignorancia y de la insensibilidad. Nos diferenciamos unos de otros, los ciegos y los que ven, no por nuestros sentidos, sino por el uso que de ellos hacemos, por la imaginación y la valentía con que buscamos la sabiduría independientemente de nuestros sentidos. Es más difícil enseñar a un ignorante a pensar que enseñar a un ciego inteligente a ver la grandiosidad del Niágara. He paseado con personas cuyos ojos están llenos de luz, pero que no ven nada ni en el bosque ni en el mar ni en el cielo, nada en las calles de la ciudad y nada en los libros. ¡Qué farsa más tonta es esta vista! Mejor sería navegar para siempre en la noche de la ceguera con sensibilidad, sentimiento y juicio que contentarse con el mero acto de ver. (…) Sus almas viajan por este mundo encantado con una mirada estéril».

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