28 de mayo de 2015

Lo fácil y lo difícil

Llama la atención el lenguaje que se utilizaba en los mandos alemanes para referirse a cuestiones tan delicadas. Por ejemplo, cuando se hablaba en términos de ‘administración’ en referencia a los campos de concentración, o de ‘economía’ en referencia a los de exterminio; o también eufemismos como ‘solución final’ (matar), ‘tratamiento especial’ (llevar a un campo de exterminio), ‘evacuación’, ‘cambio de residencia’, ‘reasentamiento’, ‘trabajo en el Este’,… Un lenguaje que sin duda tenía su eficacia para mantener cierto orden y serenidad. Claro que todos eran conscientes de lo que estaban hablando, pero dicho de esta manera parecía objeto de su cometido profesional. E incluso justificaban así su forma de actuar, tergiversando sus acciones en términos de deber, de misión, de honor… En esto de dar la vuelta a las cosas era especialista Himmler: no se trata de infringir un daño horrible a los demás, sino de soportar ese horrible espectáculo en el cumplimiento de mi deber.

Eichmann no tuvo contacto directo con los campos de exterminio. Cuando Hitler dio la fatídica orden en 1941, el acusado fue enviado por Himmler a inspeccionar algunos de ellos (Lublin, Chelmo, Minsk) y regresó a Berlín fuertemente conmocionado, solicitando que no le enviasen otra vez. Pero consciente de todo lo que se hacía allí, siguió realizando su actividad desde Alemania. Sólo en una ocasión desvió un convoy hacia un gueto en Lodtz, donde aún no estaban dispuestos los preparativos para el exterminio, en provecho de las personas que iban en él. Esto es algo llamativo sobre lo que Arendt llama la atención.

La conmoción que sintió Eichmann fuel algo común a bastantes miembros de los einsatzgruppen. Los alemanes poseían dos grandes herramientas para matar a la población civil. Mientras las cámaras de gas asesinaba a miles y miles de judíos en los campos, los einsatzgruppen (una especie de batallones de fusilamiento) hacían lo propio en el frente no sólo con la población semita o no aria, sino con intelectuales y personas de relevancia de las sociedades conquistadas (e incluso también para acabar con los propios compañeros heridos de gravedad en el frente y que no podían ayudar). Pues bien, como decía muchos de los soldados integrantes de estos batallones no podían soportarlo; no podían soportar acabar con tantas y tantas vidas a sangre fría. Y los mandos lo sabían: a cualquiera que daba señales de flaqueza, a cualquiera que mostrara un mínimo de sensibilidad ante el ejecutado, le relevaban del puesto.

Ya se encargaban los mandos de vender su tarea como algo histórico, destinado a los grandes héroes de Alemania, únicos capaces de soportar semejante carga a favor del Imperio. Pero muchos de ellos no lo soportaban (¡eran personas también!). Los asesinos no eran homicidas por naturaleza ni sádicos. Y ni siquiera las ‘palabras aladas’ con las que les querían motivar para su terrible tarea, podían ir en contra de lo que para Arendt es algo innato en el ser humano: «una piedad instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico». A todo aquel que su piedad (sana) le dificultaba su tarea, era rápidamente sustituido por otro ‘glorioso defensor del Imperio’.

Esta piedad se puso también de manifiesto en innumerables ciudadanos alemanes que conocían lógicamente a muchos otros ciudadanos alemanes judíos, a los que querían ayudar y proteger. Himmler decía que cada uno de los ochenta millones de buenos alemanes tenía su judío decente al que quería ayudar. Si unimos esta circunstancia a que había semitas mejor posicionados socialmente que otros, se provocó que la propia comunidad judía se estratificara jerárquicamente, hecho que no contribuyó a su cohesión.

Un aspecto sorprendente fue la colaboración de los propios judíos a la hora de manejar a toda la comunidad. Hasta había una especie de ‘policía judía’ que fue la que realizó las últimas cacerías de judíos en Berlín. Sin la colaboración de estos grupos, el propio Eichmann reconoció que la labor se habría complicado muchísimo. En su camino hacia la muerte, la población judía era guiada y llevada por equipos de judíos; veían realmente a pocos alemanes en el itinerario mortal. Judíos eran los que ‘engañaban’ a los que eran escogidos para ‘ducharse’ en los baños mortales, los que quitaban los objetos de valor a los cadáveres, quienes les cavaban sus tumbas,…

¿Cómo actuaríamos cualquiera de nosotros en semejantes circunstancias? Ante la pregunta que se le hizo en el juicio a un judío colaborador, éste contestó: “¿Qué podíamos hacer en esas circunstancias? ¿Qué podíamos hacer?”. Supongo que desde mi sillón leyendo este libro, me puedo escandalizar; pero intentando ponerme en su situación, en un país en que eres tratado como un animal, donde lo normal es que te humillen, donde estás esperando el día en que te peguen un balazo en la cabeza, cuando ya no tienes fuerza ni para sostener un hilo de dignidad, cuando no ves a tu alrededor más que muerte y más muerte,… “¿Qué podíamos hacer?” Esas palabras resuenan en mi cabeza. No es una pregunta fácil de responder. ¿Hubiera sido más fácil enfrentarse a los soldados, consciente de que ello te llevaría sin duda a la muerte? En esa vorágine de asesinatos y de sinsentidos, es muy difícil saber cómo reaccionaría uno. Quizá lo único que podemos hacer es compadecernos de ellos, y hacer lo posible para no volver a caer en semejante barbarie. Los judíos que presentaron resistencia, como sabemos, fueron muy pocos. Y es que como dice Arendt, en aquellas circunstancias debía ser un verdadero milagro que alguien tuviera agallas para enfrentarse al sistema.

Eichmann no era un mercenario, sino alguien que pertenecía a una sociedad que idolatraba a Hitler, y a la que pertenecían los personajes más ‘ilustres’. Él, sencillamente, se subió al carro. Llegó a comentar en el juicio que no escuchó ninguna voz que le hiciera cuestionarse su actuación. Todos iban a una, en un delirio de poder y de muerte. Incluso la actuación de este grupo capitaneado por Stauffenberg para atentar contra Hitler (1943), no estuvo motivada tanto por convicciones morales como por su consciencia de que Alemania estaba siendo despedazada, y había que poner fin a aquello; independientemente de que su valor fuera admirable, no estuvo motivado por la inmoralidad del Reich ni por el sufrimiento de tanta gente inocente, sino por la convicción de la inminente derrota de Alemania y su consiguiente ruina.

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