26 de mayo de 2015

¿Se puede hablar hoy en día ‘en honor de Dios’?

No sé si llegué a comentar en los primeros posts que éste es un blog que pretende encarar las cosas desde una perspectiva multidisciplinar. Aunque eminentemente serán aspectos filosóficos los que me guíen, no quiero que sean los únicos. Por mi formación personal quisiera complementar la filosofía con la ciencia y la teología. Entiendo que cada disciplina no puede sino abarcar un ámbito restringido o específico de todo el saber alcanzable por el ser humano, y que consecuentemente se precisa una colaboración interdisciplinar entre todas ellas para poder llegar más lejos. Pero soy consciente de que no todos piensan así. Si ya el diálogo entre filosofía y ciencia es complicado y no es del gusto de todos, algo similar (o peor) ocurre entre razón y fe. Sobre todo partiendo del hecho de que no todos tienen fe. ¿Qué les puede decir entonces la teología?

¿Es efectivamente así? Si consideramos que el punto de partida de la teología es el dato revelado (en mi caso el dato revelado por Jesucristo), parece que sí. Pero a mi modo de ver, creo que se ha de matizar un poco esto. Porque el hecho de que el punto de partida de la teología sea el dato revelado, no justifica que ante diversas cuestiones se apele a la autoridad divina para darles solución y no se recurra a un ejercicio profundo de las categorías racionales humanas. Y estemos atentos: ello no es legítimo ni para posturas creyentes… ni para posturas ateas. Aunque el punto de partida de la teología es el dato revelado, una fe en definitiva, de alguna manera aquellos que ejercen su reflexión sin partir de él también adoptan una postura de fe, una creencia, sólo que una creencia de otro tipo. Esto no lo podemos olvidar.

Previamente al problema teológico hay otro problema que hay que situar en las estructuras más profundamente antropológicas del ser humano: es lo que Zubiri denomina el problema teologal. Este problema no es otro que la pregunta por lo que es nuestro fundamento. Y compete a todo ser humano —a todo— darle respuesta. No se trata de que podamos o no darle respuesta, de que queramos o no, de que nos lo propongamos o no, de que nos apetezca o no. Sencillamente, no podemos no darle respuesta; por el hecho de cómo vivamos, ya lo estamos haciendo. Es un problema que no se resuelve de modo teórico, sino que se responde con nuestras vidas, con la actitud con que vivimos, atendiendo a aquello en lo que depositamos nuestra confianza para vivir.

Este problema o esta cuestión no se soluciona diciendo soy creyente, o agnóstico o ateo, sino que se le da respuesta con nuestra propia vida, con lo que hacemos o dejamos de hacer, con lo que nos preocupa, con lo que nos inquieta,… No basta ponernos la etiqueta: nosotros mismos somos la respuesta. Y esta respuesta puede ser dada positivamente, o puede pretenderse pasarla por alto. Quizá esta última postura —la indiferencia— sea la más común; pero no pensemos que por ser indiferentes no estamos respondiendo a la cuestión teologal. La estamos respondiendo… indiferentemente, quizá el modo menos favorable para hacerlo por la dejadez que implica de la propia responsabilidad personal. El problema teologal no implica necesariamente una respuesta religiosa: implica una toma de consciencia de la gravedad que supone vivir una vida de modo serio y auténtico, coherente. Y tan legítimo es un creyente que vive con coherencia y fundamento su fe, como un ateo o un agnóstico que hacen lo propio con su opción de vida.

Que la cuestión teologal sea algo de carácter antropológico y por ende universal, ello no puede hacernos olvidar la cuestión de si hoy en día tiene sentido hablar en términos teológicos. ¿Lo tiene en una sociedad como la nuestra? Esto mismo se preguntaba Wittgenstein en el prólogo a sus Observaciones filosóficas allá por 1930, según nos comenta Rosino Gibellini, un teólogo contemporáneo: «quisiera decir que este libro está escrito en honor de Dios, si estas palabras no sonasen hoy vacías, es decir, si no fuesen mal entendidas (…)». No deja de ser llamativo que un autor como Wittgenstein escribiera estas palabras, que reflejan la consciencia de lo difícil que ya entonces era hablar ‘en honor de Dios’.

En un diálogo serio y profundo todo el mundo tiene cabida, ‘incluso’ los teólogos. Pero me gustaría realizar dos matizaciones. La primera tiene que ver con el hecho de estar atentos (los teólogos) para no caer en lo que Aranguren denominaba una ‘escolástica’. Cuando el filósofo español utilizó este término no se refería tanto a la Escolástica como período medieval, como al hecho de querer mantener un pensamiento más allá de los referentes culturales y sociales en los que tal pensamiento surgió. De hecho, él lo decía refiriéndose al pensamiento marxista, el cual como sabemos fue ideado en una circunstancia social e histórica (y económica) determinada por los años finales del siglo XIX y primeros del XX, y se intentó mantener décadas después cuando la realidad europea se había modificado notablemente. El hecho de que denominara ‘escolástico’ al marxismo por esta circunstancia nos lleva inevitablemente a pensar lo que todos hemos pensado cuando hemos leído este término. Efectivamente: el pensamiento teológico contemporáneo también ha pecado de cierto escolasticismo, además declarado (recordemos el decreto de León XIII de revitalizar el tomismo para poder dar respuesta a las cuestiones suscitadas por el modernismo ilustrado).

En mi opinión esto es cierto. La teología contemporánea se ha caracterizado por intentar mantener un marco de pensamiento —el clásico— que si bien para nada es erróneo (todo lo contrario) creo que es preciso actualizarlo para que pueda ofrecer respuestas a cuestiones del hombre del siglo XXI. No se pueden responder preguntas del siglo XXI con esquemas clásicos. Más que dudar de la valía de la tradición teológica antigua o medieval, de lo que sí se puede dudar es de si es adecuado recibirla hoy en día tal cual, sin una actitud reflexiva, crítica y constructiva que la sitúe a la altura de los tiempos. También es cierto que esto es lo que se pretendía con la nueva teología y con la celebración del Concilio Vaticano II.

La segunda matización que quería hacer es constatar lo interesante que es para un sano ejercicio de la teología dialogar con las reflexiones críticas tanto de posturas alternativas a la teología cristiana como de posturas no creyentes. Troeltsch ya decía que sin tales críticas las convicciones religiosas podían disolverse con facilidad en banales convencimientos. El ejercicio de la teología no puede reducirse a un diálogo entre amigos, sino que se ha de erigir en un ejercicio de reflexión compartida desde el cual poder alcanzar una mejor comprensión de —en nuestro caso— las verdades de la fe, pero por extensión, las verdades de toda la realidad. Y qué duda cabe de que un buen acicate para avivar la reflexión teológica es intentar dar respuesta a interrogantes planteados desde otros ámbitos, siempre con la prudencia de, por el hecho de intentar dar respuesta a tales interrogantes, no desviarse hacia un derrotero forzado que impida el libre desarrollo de la reflexión teológica, y con el riesgo de la posibilidad de arribar a posturas más allá de las estimadas inicialmente. En el verdadero diálogo se sabe de dónde se parte, pero no se sabe adónde se va a llegar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario