19 de mayo de 2015

Pues Descartes no iba tan desencaminado

El cogito cartesiano, como decíamos en el anterior post, fue muy significativo. Con él se puso de relevancia un nuevo aspecto de la filosofía, que no es que fuera desconocido, sino que con Descartes y en su tiempo adquirió un eco singular. El papel activo del sujeto en el desempeño de las acciones humanas no era algo nuevo; ya en la filosofía antigua y medieval hay sobradas muestras de ello. Un ejemplo bien claro que me viene a la cabeza es San Agustín, quien escribió textos que podía haber escrito perfectamente el mismo Descartes.

Pero entre uno y otro sí que se dio una circunstancia bien diferente: sus respectivos entornos cultural y social. Mientras la sociedad agustiniana permanecía en la cosmovisión clásica, la cartesiana ya estaba en plena transformación moderna. Consecuentemente, la consciencia de la intimidad del sujeto, su rol activo en los procesos cognoscitivos, etc., tuvieron un eco muy diverso. La sociedad moderna ­—digamos— estaba preparada de alguna manera para recibir estas ideas. Y no sólo las recibió, sino que las llevó más allá del propio Descartes.

Porque si nos damos cuenta, Descartes no llegó a salirse de los esquemas medievales, como nos recuerdan Ortega y Gasset o Gadamer. Podemos decir que no estuvo a la altura de su cogito. Como sabemos, ante la falta de certeza de lo aprehendido mediante los sentidos, Descartes buscó su piedra angular en el propio hecho de ser consciente de lo que le está ocurriendo a uno, de lo que está haciendo. Nuestros sentidos nos pueden engañar, puede no ser cierto aquello que estoy percibiendo; pero lo que no puede no ser cierto es que estoy percibiendo algo, que lo estoy elaborando cognitivamente. Eso no.

Sin embargo (y por esto digo que no fue capaz de superar los esquemas clásicos) Descartes hizo una inferencia de dudosa fiabilidad. De lo que podemos estar seguros es de que hay un pensamiento: eso es lo cierto, el pensamiento. Pero Descartes, fiel a la concepción clásica y antigua de que por debajo de toda cosa hay una substancia que la subyace y la fundamenta, necesitaba ‘algo’ en lo que fundamentar dicho pensamiento, algo que no fue otra cosa que el ‘yo pensante’. Y aquí Descartes mezcló dos cosas: un pensamiento que por su propia índole es evanescente con un ser que por su propia índole es estático, mediante una inferencia de difícil verosimilitud. Éste es el gran problema del idealismo: que en su origen ya nace —digamos— torcido.

Lo cierto es el pensamiento, la plena presencia en nuestra mente; el yo que lo piensa ya no es algo primario, sino una inferencia secundaria, pues realmente el yo existe en tanto que hay un pensamiento que es pensado. Sin el pensamiento, no tendríamos noticia de ese yo. Lo radical es el pensamiento; el sujeto es secundario. Y sin embargo para Descartes lo radical es el yo que piensa. Descartes no pudo asumir el peculiar carácter de la existencia de un pensamiento: su fluidez extrema, esa plena dinamicidad, su fugacidad,… algo que sólo existe en tanto que es pensado y que en cuanto deja de pensarse se volatiliza; él necesitaba acudir a algo que pudiera tocar con los dedos, a algo sustancial. Así, lo radical fue el yo que piensa —la res cogitans— y el pensamiento pasó a ser un atributo de ese yo. Lo que era radical pasó a ser secundario, y lo que era secundario pasó a ser lo radical.

Ello provocó que el hombre moderno se encerrara en sí mismo, en el sentido de que si lo radical es el yo que piensa, necesariamente sólo podía dar fe de aquello que se encontrara presente en su propia conciencia. Las cosas reales comenzaron a ser problemáticas, ya que sólo podíamos tener certeza de ellas en tanto que contenidos de conciencia. Pero, ¿es esto sostenible? No digamos un ‘no’ demasiado rápido.

En primera instancia, efectivamente parece que no es sostenible. ¿Cómo va a reducirse el mundo a ser un mero contenido de conciencia?, ¿cómo podemos considerar al mundo como representación (Schopenhauer)? El mundo no es representación sino ‘lo’ representado, que es distinto. Otra cosa —y aquí está el meollo— es que yo no pueda sino representarlo, pero ¿me legitima ello a reducirlo a mi representación? Si la postura realista se caracterizaba por dar más peso a las cosas que al sujeto cognoscente, la idealista se caracteriza por dar más peso al sujeto que a la propia realidad. Pero el caso es que ni aprehendemos las cosas tal y como ellas son en sí, ni tampoco son como nosotros las aprehendemos.

¿Qué hacer entonces? Quizá quepa una postura intermedia, que es la que se intentó adoptar desde la actitud fenomenológica. La fenomenología se erige en un intento de superación del solipsismo idealista pero sin caer en el realismo clásico, tarea encomiable y no tan fácil como parece. Otra cosa es que tuviera más o menos acierto en su tarea, pero que gracias a ella se dio un paso importante en la filosofía dejando su impronta en una actitud que influyó en una amplia parte de la reflexión contemporánea es indiscutible, como veremos en breve.

No hay comentarios:

Publicar un comentario