28 de noviembre de 2023

Cuando el intolerante soy yo

Terminábamos hace tiempo un post con una afirmación interesante de Mill, alineada con el pensamiento de Ricoeur que estamos siguiendo, y que tiene que ver con la necesidad, sí, necesidad, de escuchar al otro, de escuchar al que no piensa como nosotros, si es que se quiere construir una sociedad en la que prime la tolerancia, la tolerancia auténtica y no el mero transigir o soportar. Es ésta una idea que Ricoeur aterriza a la presencia de las religiones en el diálogo social, apostando por la laicidad, es decir, por esa actitud honesta desde la que todos sean acogidos, creando espacios en los que todos quepan; nada que ver con el laicismo, cuya dinámica, si lo pensamos bien, va en contra de la libertad y respeto que dice defender, como explica Melloni: «El error del laicismo es convertirse en un nuevo absolutismo que acaba negando lo que trata de defender ―la igualdad y la libertad― al no aceptar la aportación de las religiones en el espacio social público».

¿No es ahí hacia donde se debería tender, y hacia donde deberían apuntar todas las fuerzas públicas? Lejos de provocar enfrentamientos que dividen y siembran la discordia, ¿no sería oportuno que tanto los poderes del Estado como la sociedad civil crearan marcos de encuentro y de debate, de respeto y de auténtica atención a la diferencia, en lugar de imponer clichés ideológicos que impiden pensar? La laicidad positiva, la tolerancia bien entendida, requiere esfuerzo y madurez, y sus resultados seguro que justifican cualquier esfuerzo en este sentido. Y los que han de realizar ese esfuerzo no son ‘los otros’, sino también ‘nosotros’, sobre todo ‘yo’, cada uno de nosotros. Si esto no empieza por todos y cada uno de nosotros, difícilmente se podrá avanzar ningún paso, por pequeño que sea. Máxime cuando, en los tiempos que corren, desde los espacios mediáticos políticos e informativos se potencia la divergencia y el enfrentamiento ideológico y emotivista.

A veces no es fácil darse cuenta de que vivimos la vida a base de ideologías, de pensamientos más o menos prefabricados y recibidos desde los cuales generamos nuestra identidad, cuando nuestras biografías, si por algo se caracterizan, es por ser narrativas, vivas, personales, originales; de modo que cuando así no se comprenden, cualquier contradicción genera rupturas profundas en nuestras personalidades que devienen en enfrentamientos emocionales, verbales, cuando no físicos: violentos, en cualquier caso.

Quien vive ideologizado fácilmente proyecta a los demás esa forma de entenderse: del mismo modo que uno vive a base de clichés, no duda en hacer lo propio con los del ‘otro bando’. Pensamos que los demás dirigen sus vidas por lo que nosotros pensamos que lo hacen, craso error. Cada vida es un mundo, y seguramente posee unas motivaciones desconocidas en gran medida para nosotros; cada persona es un misterio, un pozo sin fondo, al cual sólo podemos acceder ―parcialmente― en la medida en que el otro está dispuesto a compartirlo con nosotros, y en la medida en que lo pueda hacer, pues nadie es capaz de acceder del todo a la profunda hondura del pozo que es él mismo. El esfuerzo por reconocer esta actitud en nosotros es el único camino para adquirir la sensibilidad necesaria para identificar cuándo la estamos proyectando en el otro; sólo descubriendo nuestros procesos y resortes podremos ir adquiriendo un sentido crítico para con nosotros mismos, el cual revertirá beneficiosamente para descubrir a ese ‘tú’ que se esconde debajo de esos clichés en que lo habíamos reducido.

Sólo desde esta actitud para el encuentro y el diálogo auténticos, sólo cuando estemos dispuestos a dejarnos sorprender por el otro y a ser críticos, no tanto con el otro, como con nosotros mismos, estaremos en condiciones de expandir nuestro horizonte más allá de donde nos permiten nuestras miopes vidas. Hasta ese momento, nuestra libertad no será sino cierta holgura de movimientos en un espacio limitado por los barrotes de nuestra incapacidad de ir más allá de nuestras entendederas. Porque en el fondo, nos da pereza, nos da miedo, pensar siquiera que hay más mundo tras dichos barrotes, recluyendo nuestra capacidad de comprender al sentido marcado por dichos límites.

21 de noviembre de 2023

Entre el todo y las partes

Desde las partículas elementales hasta el universo considerado en su totalidad, todo lo que existe puede ser observado como un conjunto estructurado. Si se quiere comprender bien la realidad, pues, es preciso conocer bien lo que es una estructura física, un sistema físico, porque físicos y no conceptuales son los sistemas o estructuras que componen nuestro universo. Ya lo estuvimos viendo en el anterior post. Contra la idea tradicional de que lo que existen en el universo son ‘cosas’, en sentido amplio, lo cierto es que, cuando profundizamos en lo que sea esa cosa, aparece como una estructura, como un sistema de notas cíclica y constructamente constituido, y que estará constituido por sistemas más pequeños. Se podría decir que hablar de cosas significa un alto en ese camino de profundización, una renuncia a seguir indagando en qué sea una cosa porque eso que hemos conceptuado como ‘tal’ cosa nos es suficiente para nuestros intereses; camino que, si se continuara, nos llevaría a la consideración de sistemas más hondos. Por ejemplo: yo puedo pensar en la cosa ‘reloj’, que suele ser suficiente para manejarme con ello en mi vida cotidiana. Si soy relojero, no me es suficiente esa consideración, y digo que esa cosa es un sistema formado por engranajes, muelles, fuerzas, etc. Si soy físico, tampoco me quedo contengo, y digo que cada una de las notas de ese sistema que es el reloj (engranajes, etc.) es un sistema de átomos; y cada átomo, un sistema de partículas subatómicas, etc.

Pues bien: de lo que quería hablar hoy es de cómo nos podemos aproximar a un sistema a la hora de conocerlo o comprenderlo. Básicamente, lo podemos realizar desde dos flancos: desde las partes que lo forman, o desde el todo unitario y sistémico que es. Son dos puntos de vista tradicionalmente enfrentados: el atomístico y el holístico. La diferencia es relevante: para el segundo, no se puede dar razón del ‘todo’ atendiendo únicamente a la yuxtaposición o a la combinación de las propiedades de las partes, mientras que, para el primero, por el contrario, las propiedades del todo se pueden reducir a la suma o combinación de las propiedades de sus partes. Desde el enfoque holístico, sistémico, cada sistema lleva a aparejado la aparición de propiedades emergentes a las que difícilmente se les puede dar razón desde las propiedades de sus partes; desde el enfoque atomístico, esto no es sólo una posibilidad, sino que se erige en una exigencia del modo de ser de la materia.

La opinión de Bertalanffy (y de tantos otros: Ortega, Zubiri, Rof, Laín) es la holística, la sistémica, pues, en caso contrario, no se comprende cómo dar razón del comportamiento del sistema desde su consideración mecanicista. Y esto en todos los niveles de la realidad: la inanimada y la animada, también en el caso de los animales superiores y en las personas. Él llega a esta conclusión no por un razonamiento abstracto o una creencia personal sino, sencillamente, observando los hechos: «La afirmación de que el orden o la organización de un todo trascienden la suma de las partes de las que está compuesto, para él no es una afirmación metafísica, fruto de una especulación filosófica, sino simplemente un hecho observable cuando nosotros examinamos un organismo vivo, un grupo social, o también un átomo», explica Marjanedas.

Desde el enfoque sistémico de la realidad no se trata de comprender metafísicamente el ser (independientemente de que, desde él, desde el enfoque sistémico se pueda efectivamente pensar la realidad en clave metafísica), sino explicar o describir cómo se da en la naturaleza, que es distinto.

Este enfoque sistémico supone una actitud muy diversa a la del mecanicismo a la hora de enfrentarse con lo real, aun en el seno del ejercicio del conocimiento científico. Laín Entralgo realiza una buena descripción de esta actitud: «Quien no se decida a imitar la osadía mental de Heisenberg ante la realidad de las partículas elementales, y no sea capaz de rebasar la visión cosificante del mundo, la concepción de éste como una composición interactuante de ‘cosas materiales’ y ‘cosas espirituales’; quien no pase de ver el cosmos como sintaxis de cosas singulares y las estructuras del cosmos como conjuntos meramente relacionales; quien ante los entes materiales no se arriesgue a sustituir los conceptos de ‘forma sustancial’ y de ‘suma asociativa’ por el de ‘estructura dinámica’, ése no entenderá adecuadamente lo que la realidad del mundo es para nuestra inteligencia».

Además, este enfoque sistémico puede ser el mejor antídoto para evitar la práctica de un holismo precipitado, ejemplo de lo cual puedan ser las entelequias de Driesch, entendiéndolas como principios formales rectores del despliegue de un organismo. El enfoque sistémico permite entender las estructuras devinientes en el conjunto del universo, poseedoras ciertamente de propiedades nuevas, emergentes, pero no por ello ajenas a las posibilidades de sus partes. Ciertamente, las propiedades del todo no son reducibles a una combinación de las de sus partes, pero tampoco son del todo ajenas a ellas; las partes ponen su granito de arena en las propiedades del todo de un modo diverso a como se encuentran cuando no forman parte de dicho sistema: formando parte de él en subtensión dinámica. En caso contrario no habría una novedad, el sistema no aportaría algo original. Si pensamos en la molécula de agua, que haya hidrógeno y oxígeno es fundamental, pero no es suficiente: no siempre que hay presencia de moléculas de hidrógeno y de oxígeno se produce agua, se precisa algo más. Como dice Gracia, «tan esenciales son al agua el hidrógeno y el oxígeno como las condiciones que se requieren para que de ellos salga agua». Es entonces cuando aparece un sistema nuevo respecto al hidrógeno y al oxígeno: el agua.

14 de noviembre de 2023

El silogismo inductivo

Veíamos en el anterior post cómo, en el razonamiento de Peirce, el silogismo inductivo es diametralmente opuesto al deductivo, en el sentido de que lo que en éste es la conclusión, en aquél es una de las premisas de partida. Poníamos como ejemplo el porcentaje en el que la letra ‘e’ estaba presente en un texto inglés. Tras varios casos, se veía que esta cantidad era de un 11’25%, lo cual nos llevaba a inferir que, en cualquier texto en inglés lo suficientemente largo, con un mínimo de palabras, ese % se cumpliría. En palabras de Peirce: «la característica central y clave de la inducción es la de que al tomar como premisa mayor de un silogismo la conclusión así alcanzada, y, como premisa menor la proposición que afirma que tales objetos y tales otros se toman de la clase en cuestión, la otra premisa de la inducción seguirá deductivamente de ellas» (§12). En la inducción ‘se da la vuelta’ a un silogismo típico deductivo.

Tomemos la anterior inferencia inductiva y ‘démosle la vuelta’. Inicialmente teníamos: (i) Este libro está escrito en inglés; (ii) En él aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces; (iii) En todo libro en inglés aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces. Si ahora damos la vuelta a esta inferencia inductiva, tendremos el siguiente silogismo deductivo: (i) En todos los libros escritos en inglés aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces; (ii) Este libro está escrito en inglés; (iii) Luego en este libro aparece la letra ‘e’ un 11’25% de veces. Por este motivo dirá Aristóteles que la inducción es «la inferencia de la premisa mayor del silogismo, a partir de su premisa menor y su conclusión» (§12). Y explica Peirce: «La función de la inducción es la de sustituir una serie de muchos temas por una sola que abarque a estos y a un número indefinido de otros. Es así una especie de ‘reducción de la multiplicidad a la unidad’» (§12).

Pero el caso es que esta reducción no posee por su propia naturaleza certeza absoluta, sino que a lo sumo puede poseer un determinado nivel (el que sea) de validez estadística; o, lo que es lo mismo: siempre es ‘hipotética’. La inferencia inductiva que acabo de exponer se ha establecido con únicamente un caso, lo cual arroja una validez estadística muy pobre.

Sería oportuno repetir la experiencia un número de veces mínimamente razonable (comprobar la presencia de la letra ‘e’ en un razonable número mínimo de libros) para alcanzar validez estadística, y para que nuestra hipótesis sea consistente. ¿Cuántas veces? Las que, desde un cálculo estadístico, arroje un margen de confianza razonable.

Así se comprende mejor su definición de hipótesis. Dice Peirce: «La hipótesis puede definirse como un argumento que procede sobre el supuesto de que una característica, que se sabe que implica necesariamente un cierto número de otras, puede predicarse probablemente de cualquier objeto que tenga todas las características que se sabe que esta característica implica» (§13). Y continúa Peirce: «al igual que la inducción puede considerarse como la inferencia de la premisa mayor de un silogismo, así la hipótesis puede considerarse como la inferencia de la premisa menor a partir de las otras dos proposiciones». La función de la hipótesis es la de ir aunando diferentes afirmaciones o predicados, relacionadas entre sí pero que no conforman una unidad, en un único (o pequeño número) que los implica a todos (aunque muy bien pueda referirse también a otros). La función de la hipótesis sería la de «sustituir una gran serie de predicados, que en sí mismos no forman una unidad, por uno solo (o un pequeño número) que los implica a todos, junto (quizá) con un número indefinido de otros» (§13). En todo silogismo deductivo, la premisa menor aparece como antecedente; por este motivo, la ‘inferencia hipotética’ puede llamarse razonamiento del consecuente al antecedente.

7 de noviembre de 2023

El arte conceptual, y la transición a fluxus

Se podría definir al arte conceptual como aquel en el que el concepto prima sobre la propia dimensión artística. Un concepto que no sólo está presente en su aprehensión por parte del espectador, sino también mediante la realización de una especie de diario que refleja el proceso de creación por parte del artista (bocetos, anotaciones, borradores), el cual se expone también para que se vea cómo se ha ido desenvolviendo. Por lo general se trata de un arte con carga conceptual en detrimento de su dimensión material o sensible, acompañado de una gran crítica social. Una de sus principales críticas es el haberse reducido lo artístico a ser un objeto de consumo, tratando de superar su explotación mercantil, vinculada a criterios utilitaristas o acomodados al establishment cultural, en beneficio de —como decía— su reivindicación en aspectos políticos, sociales, culturales, etc. Se puede decir que la verdadera obra de arte no es tanto el objeto artístico en sí, sino todo lo que la acompaña y que tiene que ver con el proceso creativo.
 
Es un movimiento que surge entre las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX, y que se puede remontar a los ready-mades de Marcel Duchamp (1887-1968), famoso por su Fuente (1917). Iniciado en pinturas tradicionales, derivó hacia la ironía o el nihilismo. Lo que hacía era emplear objetos cotidianos proponiendo usos distintos, fuera de su contexto habitual, y que serían los diseñados en sus composiciones artísticas. Composiciones que, quizá más allá que como creaciones artísticas, cabe interpretarlas como objetos-excusa para la especulación intelectual. Para Duchamp el arte no era tanto cosa del ‘objeto artísitico’ sino de lo que dicho objeto podía comunicar, comunicación establecida generalmente de modo provocativo o irreverente. En este sentido, sus trabajos no eran simples collages, sino exposiciones anti-artísticas, tratando de enfrentarse a una idea divinizada o sacralizada del arte. ¿Dónde estaba aquí lo artístico? Pues en la misma opción por su desacralización, por mostrar los objetos en su crudeza, sin ningún asomo de belleza ni de empeño por alcanzarlo. Lo estético había que situarlo en la ausencia de cualquier atisbo estético, algo que se conseguía con mayor intensidad cuanto más humilde o modesto era el objeto empleado, el cual no tenía importancia en sí mismo, sino más bien por su pertenencia a la nueva realidad que el autor trataba de expresar. Lo que muestra la obra de Duchamp son «las infinitas posibilidades de ‘lectura de lo real’», explica Vásquez; una obra diversa y plural, flexible y distendida, ajena a la normatividad propia de un mudo organizado e institucionalizado.

Relacionado con ello estaba el surrealismo, del que participó el propio Salvador Dalí, aunque no con tanta carga crítica, sino más bien provocativa, tratando de establecer relaciones entre objetos dispares, pero que podían ser vinculados, tal y como se aprecia en la Sonata africana, del artista ruso contemporáneo Vladimir Kush (agradezco a un lector anónimo que me sacara de la confusión, pues pensaba que era de Dalí).  De lo que se trataba era de desafiar al espectador, proponiendo composiciones imposibles y extravagantes que despertaran su imaginación. También cabe mencionar el pop-art, que buscaba acercar el arte a lo cotidiano mediante objetos comunes, convertidos en iconos de las nuevas corrientes estéticas (paradigma de lo cual fue el famoso Andy Warhol, con permiso de Keith Haring).

Más carga crítica poseía el dadaísmo, surgido en el contexto bélico de comienzos del siglo XX, tratando de dejar atrás las formas culturales y sociales que este ambiente había ocasionado, toda esa locura colectiva en la que parecía que la humanidad había asumido como propia. Mediante sus azares e improvisaciones, se trataba de dejar atrás esa racionalidad occidental divinizada y que resultados tan nefastos había arrojado. El artista dadaísta se erigía así en mensajero que ponía de manifiesto, denunciándolas, las limitaciones de la razón, pugnando incluso por eliminar toda definición o idea preconcebida de lo que es arte.

Esta dimensión reivindicativa y crítica está presente —como decía— en el arte conceptual, en el que la propia experiencia creativa del autor es parte fundamental en esa especie de diario que se conoce como el libro del artista. Viene a ser como la historia de esa creación, y nace con el propósito de acercar la creación artística a cualquier persona, más allá del reducido círculo de los marchantes y las galerías, es decir, de la explotación comercial del arte. El libro es un vehículo para comunicar el proceso creativo, además de para expresar el pensamiento del artista.

El espectador se ve solicitado a una mayor implicación, no sólo en la percepción de la obra sino en su participación en todo el proceso creativo. Las dinámicas artistas evolucionan hacia performances, dando origen al que se conoce como movimiento fluxus, representaciones relacionadas con problemas vitales desde una visión inconformista. Este término hace referencia al flujo de la vida y de la creación. En la experiencia fluxus, todo puede ser empleado, con una libertad total, en el seno de la cual se desvanecen los nexos de sentido, reivindicando todo lo que el arte también debería haber dicho, pero nunca dijo.

Fluxus es un movimiento interdisciplinar, tratando de integrar materiales y situaciones pertenecientes a ámbitos diversos en una especie de arte total, buscando un espacio propio análogo al del dadaísmo. Lleva asociado una nueva conciencia, sabedora de su capacidad para pensar y decir lo que quiera, con libertad absoluta para comunicar y expresar. Si los ready-mades introducen lo cotidiano en el arte, fluxus trata de disolver el arte en lo cotidiano, , de modo que se pudiera así combatir la institucionalización de las prácticas artísticas, así como cierto exceso de intelectualización en las mismas. Seguramente sea su principal paradigma el polifacético artista alemán Joseph Beuys (1921-1986). Beuys creció como artista en la tradición romántica, tanto a nivel artístico como intelectual (con lecturas tanto de Novalis y Hölderlin, como de Schiller y Hegel). Especial influencia tuvo en él, como en otras figuras como Kandinsky, el teósofo Rudolf Steiner y sus teorías de carácter social. De hecho, para Beuys era importante implicar a la sociedad en el arte, haciendo aterrizar de algún modo el paradigma romántico, haciendo aterrizar la estética a una antropología de la creatividad. Si para el romanticismo la posibilidad estética era un antropológico universal, para Beuys cada persona era efectivamente un artista en potencia, cuyas facultades creativas debían ser reconocidas, cultivadas y perfeccionadas. Se podía hacer arte creando piezas sin mayores pretensiones, y empleando todos los medios al alcance, disfrutando con su ejecución en una suerte de 'arte-diversión',  en el que no faltó el (re)descubrimiento del propio cuerpo, pasando de ser un cuerpo meramente pasivo y receptivo a un cuerpo activo e interactivo, hasta el punto de ser reconocido como un aspecto fundamental del arte, o incluso el único, de modo que sólo con él es que se puede dar el arte, siendo superfluo cualquier otro objeto que se interpusiera entre el cuerpo del artista y los de los espectadores.

El arte de las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX estaba permeado por una fuerte crítica social y un naciente espíritu de activismo cultural y político, no exento de una sensibilidad ecológica creciente (como muestra el land art, nacido en la década de los 70). No se trataba tanto de generar confrontación o de moralizar conductas sociales, como de promover un cambio en la sensibilidad social estimulado la crítica del público. Para ello era necesario sacar al arte del circuito profesional y antivital, liberar a las obras de arte de su cárcel mercantil y elitista, transformando la realidad a la vez en un inmenso taller y en un inmenso museo. Un inmenso taller en el que tendría cabida toda persona, legitimando y reconociendo su talento, incluso aunque no se viera necesariamente así. El arte es extensible a toda la sociedad, y en este sentido es transformador, posibilitando a todos su crecimiento espiritual. La creatividad es intrínseca a la vida humana, tanto en la vida cotidiana como en el conocimiento intelectual y científico, especialmente en el arte, ámbito especialmente propicio para su desarrollo. Por este motivo entendía Beuys que había que fomentar la educación artística, pero no tanto enderezada hacia la creación de objetos artísticos al uso, sino más bien como el modo más eficaz de desarrollar la creatividad como topos antropológico, con la consiguiente ganancia para desarrollar nuevas miradas hacia la realidad y hacia la vida. Gracias a esta educación estética, el ciudadano podrá crecer en el desempeño de su vida, así como de sus compromisos y desempeños sociales. De lo que se trata es de que el ser humano pueda ver sus pensamientos tal cual el artista observa su obra: como un producto original de su propia creatividad.

No es casualidad que Beuys haya trabajado en zonas problemáticas o desfavorecidas. Para Beuys era prioritario identificar arte y vida, y ello en todos los niveles de la sociedad. Por este motivo, más que objetos artísticos él trataba de crear procesos artísticos, dinámicos, como dinámica es la vida. Un arte performativo, en el que el discurso también debe estar paralelamente presente, consciente de la importancia del lenguaje y de su capacidad de expresar verbalmente lo espiritual. El arte debe acompañar a la vida, y no debía guardarse o esconderse en unos pocos lugares al alcance de unos pocos. Lo que trata de hacer es descender a los ámbitos más primarios de la humanidad, lindando con la animalidad, no para animalizar lo humano, sino para humanizar ese fondo de angustia y opresión que anida y esclaviza a la persona, tal y como trató de expresar en su famosa performance Coyote.

Los roles tan marcados propios de la esfera artística se difuminan, siendo todos artistas y espectadores de una realidad que se torna artística. No hay trascendencia, sino narrativas exitosas en contextos plurales, visiones del mundo con su carga de verdad desde la pulsión creativa de toda persona. No es una estetización de lo banal, ni una pérdida de lo artístico, sino una reivindicación del valor que posee para la humanidad un arte tradicionalmente recluido en los cánones del espectáculo y de la moda. Para ello el artista debía renunciar al mundo de las galerías y del mercantilismo: esa fue la pretensión de Beuys.

31 de octubre de 2023

Una vida por hacer

Hace unas semanas participé en la presentación del libro de dos personas amigas, Enrique y Mercedes Montalt, un sacerdote y su hermana, titulado Como Él te ama, ama tú así, el cual se puede resumir en dos ideas básicas: en la necesidad de una espiritualidad de carácter contemplativo para crecer como persona, y en cómo ese crecimiento personal no puede sino reflejarse en la vida de cada cual. En el prólogo del mismo, Benjamín Oltra, otro sacerdote y amigo de los autores, a quien tuve el gusto de conocer, decía una idea interesante, como es que cada uno de nosotros no somos sino seres en proceso: nadie está hecho del todo como persona, ni está convertido del todo en la fe, ni lo poco que esté lo está para siempre. A todos nos queda mucho camino que recorrer, mucho trecho que progresar. Todos somos buscadores, y cada cual ha de trazar su propio camino. Esta es una idea que vale tanto para personas creyentes como para no creyentes, estamos todos en el mismo bombo, y ya verá cada cual cómo da solución a esta inmensa tarea. En el fondo tener fe no soluciona nada en este sentido; en todo caso, te sitúa en un marco distinto.

Y el asunto es: y esto, ¿cómo se hace?, ¿cómo sabe uno qué es lo que tiene que hacer con su vida?, ¿cómo sabe dónde si quiera puede dirigirse para encontrar la solución? Los autores apuestan por el hecho de que ello no es algo que pertenezca al ámbito del conocimiento, sino que pertenece más bien al ámbito de nuestra vida. Hay un tipo de saber que no se aprende en los libros, sino que uno lo va adquiriendo durante su propio vivir, tanteando entre sus aciertos y sus errores, y viendo cómo todo ello recae sobre su vida. Cuando uno es capaz de abstraerse del ajetreo cotidiano y mirar adentro de sí, el conocimiento se torna sabiduría, algo totalmente distinto.

Una cosa es lo que somos, y otra muy distinta lo que pensamos que somos. La pregunta ¿quién soy? puede ser contestada desde la personalidad, o desde la personeidad. Con frecuencia, lo que pienso acerca de mí es un relato, una narración; el asunto pasa por preguntarse quiénes somos antes de pensarnos, antes de narrarnos. Antes que pensarnos está nuestro ser, lo que somos, experiencia que no siempre estamos en disposición de llevar a cabo, subsumidos como estamos en la actividad de lo mental. En la mente todo orbita en torno al yo, siendo menester silenciarlo para acceder a lo que de verdad somos, más allá de lo que pensemos que somos. «Somos ese ‘fondo’ que se nos hace accesible a través de la atención», dicen.

Pues en eso estamos.

24 de octubre de 2023

‘Qué sé yo’ vs. las ‘razones del corazón’

Quizá el modo de afrontar la incertidumbre de la vida sea una de las características más definitorias de cualquier persona. Sobre todo, cuando está referida a cuestiones esenciales. Ello nos obliga a plantearnos a fondo nuestra escala de valores, así como la orientación de nuestra acción. La pretendida certeza a la que se aspiraba clásicamente no tardó en ponerse en entredicho en la modernidad. Autores como Montaigne o Pascal lo harán desde diversas perspectivas: el primero desde una más secular, el segundo desde otra más espiritual, tal y como nos explica Alicia Villar en un artículo publicado no hace mucho en la revista de nuestra facultad ; dice: «Ambos autores subrayaron la inseguridad, la ambivalencia y el claroscuro de la condición humana, ejemplificando la angustia ante la finitud o su aceptación».

Montaigne (1533-1592) vivió en una época marcada por dos tristes eventos de tremenda relevancia: las guerras de religión en su país, y la peste que asoló su ciudad, Burdeos. Magistrado de profesión, figura relevante en Burdeos, su ciudad natal, de la que fue alcalde, decidió finalmente recluirse en el castillo de su familia, en el que nació y murió. Fue un hombre de personalidad peculiar, la cual quedó reflejada en su legendaria obra: los Ensayos. En esta época da un giro radical en su vida, iniciando algo así como un viaje hacia su interior, el cual trata de expresar precisamente mediante esta obra. Ejemplificando de alguna manera el ideal griego, emplea el ocio para la actividad seguramente más elevada, como es la reflexión intelectual sobre sí mismo y sobre el mundo.

Es esta una buena ocasión para percibir cómo un autor se da a conocer no sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Los ensayos no son una autobiografía, ni una especie de diario o de memorias; más que resultado de una retrospección lo son de una introspección, analizando su presente, su comprensión de las cosas, de la vida, de las personas, conforme se le iban ocurriendo los distintos asuntos. Sin ningún plan prestablecido ni ningún orden director, Montaigne se abandona a la espontaneidad de un escribir que responde a una incertidumbre de fondo, ante la cual duda, y desde la que se abre. Con sus ensayos da entrada a un modo distinto de pensar, sin dogmatismos, permeable al devenir de los acontecimientos, sin condenas, fiel a su máxima tal y como nos dice Villar: qué sé yo. Lejos de pretender dejar un legado a la humanidad, en sus Ensayos sencillamente pretende expresar su experiencia de la vida, seguramente para satisfacción propia, sin adherirse a ninguna forma de pensar, desde la libertad que le otorga cierto desapasionamiento ante la vida.

Montaigne escarba en la condición humana, insistiendo en dos aspectos tan contradictorios (a lo mejor no tanto) como su fragilidad y su vanidad. Y ello no sólo observando a los demás, sino atendiéndose a sí mismo, con una admirable serenidad y objetividad. No se preocupa tanto de cómo debamos ser, sino de cómo somos en realidad; no se pregunta tanto ‘qué es el hombre’ como ‘qué soy yo’. Montaigne desconfía de aquéllos que fantasiosamente colocan al ser humano por encima de sus posibilidades. Como dice Taylor en Las fuentes del yo, «en su descripción de sí mismo no intenta buscar lo edificante, sino describir la realidad cambiante de un ser, él mismo, en un ejercicio de lucidez». Montaigne, no adoctrina, no dogmatiza, no se propone como ejemplo de nada: entiende que quien no confiesa sus vicios es porque es presa suya; anhela una sinceridad que en tiempos de incertidumbre o de angustia no siempre hace acto de presencia. Con Montaigne uno pierde el rubor de saberse con sus defectos.

Lo que hace no es tanto una ética normativa como la descripción de una regla de vida, y que él denominó ‘mi ciencia’. Se trata de un conocimiento empírico de los rasgos y del modo de comportarse, lejos del acatamiento a una normatividad moral; su ciencia no aspira a una transformación ejemplificante del ser, sino una asunción realista de su vida. Es así como entiende la autenticidad, la veracidad de la vida la cual, lejos de ser perfecta, es contradictoria, cambiante, fluctuante, pero siempre honesta en su percibirse. Pero ante esta aceptación personal, cuyo sacar a relucir ha contribuido notablemente al conocimiento de nuestra identidad, no vale cualquier cosa. Incluso en las situaciones más difíciles, Montaigne apostó por ‘más humanidad’, aun en las situaciones más inhumanas. Lejos de polarizaciones extremas, él prefiere la moderación, el equilibrio, la sensatez, la fidelidad a la palabra dada, la responsabilidad para con todo. Si bien no siempre sabía qué hacer, desplazando en ocasiones la responsabilidad a la suerte de los dados, su actuar se guiaba por ciertas certezas morales cuyo fundamento no encontraba arraigo claro en él, pero que representaba la moral del hombre honesto. Será esta moral, y este modo desapasionado pero convencido de vida, lo que lleva al ser humano al saber vivir: «con la moderación y la prudencia, busca el punto medio entre dos extremos: rigorismo y desenfreno, haciendo habitable el mundo exterior e interior a pesar de sus múltiples fracturas». La incertidumbre se sobrelleva con ciertas pautas y rutinas, pero lo suficientemente flexibles como para poder atender a las exigencias de la situación. En Montaigne no encontraremos un hilo rector definido: quizás la propia sabiduría de la vida, no tanto pensada por encima de ella, sino experienciada desde las vivencias concretas de cada cual. Esta sabiduría de la vida le lleva a una vida que goza del momento, del aquí y del ahora. 

Frente a esta especie de moral secular que profesa Montaigne, Pascal ofrece un paradigma diverso: el de la fe. Donde el primero sólo ve fortuna, el segundo ve providencia; donde el primero es indulgente ante las contradicciones humanas, el segundo las vive con dolor; donde el primero asume la incertidumbre con su saber vivir, el segundo anhela una certeza que le permita saber a qué atenerse, y que no es capaz de encontrar en sí mismo. Como científico que es, Pascal no desestima en absoluto el papel de la razón y la esgrime frente a autoritarismos o dogmatismos, pero no la idolatra, necesitando apoyarla en algo otro que no se imponga. Lo que cuestiona a Pascal es hasta qué punto se puede vivir como Montaigne, hasta qué punto uno puede vivir sin ninguna certeza. Una cosa es que nuestra necesidad de certezas nos lleve a engaños, otra a pensar que no hay ninguna certeza: ¿dudamos acaso de que somos, de que vivimos? Montaigne se guía por una conducta honesta, sin saber muy bien por qué la hace; como dice la autora, Pascal «es consciente de los enigmas y riesgos de la existencia y se aleja de la tranquila instalación y aceptación de la finitud que se contenta con la moderación». Para Pascal no es aceptable el pirronismo de Montaigne, porque no cabe la abstención continua: hay que decidirse, la vida es opción; hay que comprometerse. Pascal es consciente de que no es la razón la que puede determinar qué hacer, sino el corazón, la felicidad de fondo que uno siente cuando está dando los pasos adecuados, sin saber muy bien la razón exacta. En Pascal este sentimiento de la vida, estas razones del corazón, son la vía para salvar las situaciones posibilitando una vida dichosa, aun en la desgracia.

17 de octubre de 2023

El ¿conocimiento? de lo ‘en sí’ según Driesch

Si ―como veíamos en el anterior post― se quiere dar un paso más allá de la teoría del orden, no se puede permanecer en el mismo plano que ella, sino que hay que acudir a otro diverso. Y el peldaño primero es ―a juicio de Driesch― «la admisión deliberada de un solo concepto como concepto provisto de pleno sentido: el concepto que se expresa en las palabras real o en sí o absoluto». Ciertamente, al hilo de todo el discurso de Driesch, es algo de lo que no podemos tener evidencia absoluta, pero que no es en absoluto irracional asumirlo. Porque no es irracional, todo lo contrario: es razonable, tiene sentido hablar de un algo ‘en sí’ que fundamente la noticia que podamos tener de ello en tanto que ‘para mí’. Y un algo ‘en sí’ que no solamente existe en tanto que es ‘para mí’, sino que ‘es’ aun sin tener conciencia de él, aun sin ser ‘para mí’. Y es razonable pensar así porque «si existiera esa realidad, se comprendería lo que no se comprende mientras estemos encerrados dentro de los límites de la pura Ciencia del orden». Dentro de los límites de la pura Ciencia del orden no tiene sentido hablar de ‘en sí’, de real, pero, saliendo de su marco mediante un salto que habrá que analizar críticamente, es muy razonable pensar que lo que entendemos cuando hablamos del calificativo real puede dar razón precisamente del ejercicio de la Ciencia del orden.

Ahora bien, lo real no lo aprehendemos con absoluta evidencia, sino con cierta duda: lo real se nos presenta con cierto carácter hipotético, con cierto ‘quizá’. La Metafísica se nos presenta con cierto titubeo; «y desgraciadamente tiene que mantenerse en esa posición, en ese ‘escándalo de la filosofía’ como le llamó Kant». Pero el hecho de poder hablar con cierto fundamento de dicha hipótesis, permite que no sea una hipótesis meramente gratuita o arbitraria. Y, una vez asumido lo real, lo ‘en sí’, lo vivido ‘para mí’ es exactamente fenómeno; el contenido de conciencia es ciertamente apariencia, pero apariencia de lo real.

El asunto que se plantea ahora no es baladí, a saber: ¿y cómo podemos llegar a ese modo de ser de lo real en tanto que ‘en sí’ una vez hemos afirmado hipotéticamente su existencia? ¿Es posible?

No podemos caer en el error del realismo clásico identificando un tanto precipitadamente la existencia de lo ‘en sí’ sin más con los objetos inmediatos del mundo empírico, o cuanto menos con sus esencias. En todo caso, se podría decir que el objeto empírico apunta hacia lo real, ‘significa’ lo real, pero no es necesariamente real en su modo de ser aparente. El problema es cómo realizar dicho tránsito pues se da la paradoja de que, para poder contrastar lo ‘para mí’ con lo ‘en sí’ eso ‘en sí’ debería convertirse antes también en ‘para mí’, y de este modo estaríamos comparando dos algos ‘para mí’, y no un algo ‘para mí’ con otro ‘en sí’. Además de que no está dicho que lo ‘en sí’ sean esencias, tal y como pensaba el realismo clásico.

Es éste un camino que se ha de dar por pasos contados. El primer paso que hemos dado con Driesch es admitir que, efectivamente, «la palabra ‘real’ en el sentido de lo ‘en sí’ tiene sentido». Pero no nos podemos detener aquí, sino que hemos de tratar de avanzar preguntándonos qué podemos decir de eso real una vez asumida la hipótesis de su existencia. El siguiente paso lo denomina principio de cognoscibilidad, que define con estas palabras: «lo real debe ser considerado como en cierto modo aprehensible en su modo de ser para el yo consciente, aunque esa aprehensión sólo tuviera por resultado el reconocer que la realidad es incognoscible en las particularidades de su modo de ser». Esta afirmación puede parecer un juego de palabras, pero encierra una idea profunda (y que creo que se aproxima bastante al pensamiento zubiriano). Nos dice Driesch ―si lo interpreto bien― que más que tratar de las particularidades de cómo es cada cosa ‘en sí’, nos podemos aventurar a hablar de lo que sea lo real ‘en general’; no tanto lo que sea cada cosa real ‘en sí’, sino lo que sea la realidad ‘en general en sí’.