27 de octubre de 2020

El terapeuta no deja de ser un seductor

No hace mucho leí un texto de Rof Carballo sugerente. La verdad es que este autor no me deja de sorprender, por la amplitud de sus inquietudes y la profundidad de sus reflexiones. En esta ocasión me refiero a “El problema del seductor en Kierkegaard, Proust y Rilke”, un texto en el que va desgranando los matices que la seducción juega en cada uno de estos autores. Llama la atención cómo enlaza la reflexión filosófica de Kierkegaard con esa obra de juventud, Diario de un seductor, que la escribe en una fecha próxima a la de su ruptura con Regina Olsen, su prometida, a la que dejó para protegerle de su incurable melancolía, y no hacerla así una desgraciada. Del mismo modo que su concepción de la vida, la seducción, a diferencia de un don Juan que tan sólo quiere contar sus hazañas en la taberna, la seducción —decía— tiene que ver con lo interesante de la conquista, con saborearla, demorarla, igual que uno se detiene en los grandes placeres de la vida. Proust y Rilke también se enfrentan a su manera a la figura del seductor: el primero de un modo más mecánico, en el sentido de que el seductor se deja llevar por un juego amoroso que le arrastra; el segundo más preocupado por esa llama de amor que por siempre ya permanecerá encendida en la seducida.

Pero más allá de todo esto, es especialmente relevante la aplicación que Rof Carballo realiza de todo esto a su disciplina, proyectando los mismos vínculos que se dan entre seductor y seducido a la terapia profesional, en el seno de ese juego entre terapeuta y paciente. Me gusta el enfoque que en su día (década de los sesenta) tenía este autor clínico sobre las relaciones terapéuticas; cómo era enemigo de las posturas reduccionistas de quienes estaban ‘a la última’, de los que simplificaban todo con el ‘no es más que’, consciente de lo complejo de la psique humana. Independientemente de que en el fondo humano subyazcan energías y procesos de alguna manera análogos a todos, no es menos cierto que la realidad de cada cual es única y concreta, dificultando una generalización precipitada, y como tal superficial.

Observa Rof Carballo cómo en la relación clínica (como en cualquier otra, por otro lado) se produce lo que se conoce como transferencia afectiva, que tiene que ver con cómo el paciente (sea clínicamente grave, sea con un trastorno leve), ‘transfiere’ al médico sentimientos, emociones, vivencias experimentadas durante su infancia con personas significativamente relevantes. Amor u odio, confianza o desconfianza, estima o desprecio, obediencia o rebeldía, predisposición u obstinación, todo tipo de afectos y sentimientos son proyectados, transferidos a la relación con el médico en función de su experiencia infantil, proyectando en él la figura de autoridad. «Parece ―dice Rof Carballo― como si, en virtud de la ‘situación analítica’, se hubiese puesto súbitamente al descubierto la ‘urdimbre simbiótica’, es decir, la trama sutil de afectos sobre la cual, en nuestra vida cotidiana, se va tejiendo la relación con el prójimo».

Consciente de este proceso, el terapeuta descubre que su técnica no es sino una técnica de seducción; aunque, mejor que seducción, de conducción, en la medida en que trata de enderezar la vida del paciente. Una conducción, por otro lado, que a la postre no es tal, en tanto que consiste en conseguir que sea el propio paciente el que conduzca por sí mismo su vida, en principio bajo la colaboración del terapeuta, para después pasar a un estado de autonomía.

Porque, en definitiva, ¿en qué consiste su tarea? En provocar que el paciente actualice emociones infantiles, trayendo a la consciencia procesos afectivos no conscientes que, por su deficiente estructura, impide una relación adecuada con el entorno, para reconstruirla y propiciar que pueda establecer nuevas relaciones sanas y nutritivas. Porque no pocos trastornos de la vida adulta devienen por no haber madurado una afectividad que todavía se mantiene en un estadio infantil, quizá porque no ha podido sufrir ese tránsito mediante relaciones que la hagan florecer.

Pero esto es algo que el terapeuta no puede realizar ‘a la fuerza’ (¡ni siquiera el paciente!), sino que tiene que proponer, tiene que evocar, tiene que invitar a que el paciente se esponje para que afloren experiencias que seguramente ni él mismo recuerde; tiene que seducirle, precisamente para poder conducirle a una vida afectiva más madura. La relación médico-paciente se convierte así en una nueva relación maternal y, en la medida que el médico adquiere de modo efectivo el rol materno y así lo acepta el paciente, éste quedará en condiciones de trabajar y rehacer desde la consciencia su afectividad desestructurada, y podrá hacerse cargo sin mayores problemas afectivos de la realidad de los otros, distinta de la suya; antes de lo cual deberá aprender a hacerse cargo de la suya misma.

Estos procesos ponen de manifiesto un hecho fundamental, como es que nuestra dimensión afectiva no es un apéndice de nuestro carácter, o una perturbación que incomoda a nuestra inteligencia y a nuestra voluntad, sino que se trata de una dimensión fundamental de nuestro ser; fundamental en el doble sentido de importante y, sobre todo, de fundamento: «la inteligencia no es posible, es decir, no se desarrolla, si antes de que exista como tal no se ha constituido una urdimbre simbiótica afectiva con los seres protectores que le sirve de matriz o placenta», dice el médico gallego. E insiste: «la capacidad de objetivar el mundo en torno exige que haya existido una simbiosis afectiva relativamente eficaz entre el niño y su madre», o en su entorno familiar.

Gracias a la seducción terapéutica, se puede reestablecer una urdimbre que por distintas causas quedó débil, vulnerable, desestructurada. Y así, poco a poco, el paciente se va capacitando para establecer relaciones verdaderas y sanas tanto con la realidad como con los demás, en tanto que se está reconstruyendo a sí mismo. La curación es posible en la medida en que el enfermo puede ir haciéndose cargo de sí mismo y de las cosas, gracias a que esa urdimbre rota ha comenzado a ser ‘remendada’, a ser zurcida de nuevo.

Todos tenemos en mayor o menor medida una urdimbre con jirones y que, como normalmente suele suceder, la vida nos ayuda a remendar a trompicones, bien a través de encuentros inopinados, bien por experiencias buscadas. Lo que hace el terapeuta es dirigir científicamente este proceso, rehaciendo una personalidad maltrecha, contribuyendo a la maduración, limando las aristas de restos estériles y perturbadores de una vida emocional infantil todavía presente; y que subsiste en todos, en unos más y en otros menos.

Rof Carballo es consciente de que esta tarea no está exenta de riesgos. Porque depende de la pericia del terapeuta no tergiversar el estado del paciente en función de su propia personalidad y sus propias taras. «Nadie está más cerca de extraviarse que quien pretende con-ducir» dice Rof Carballo. Pero sobre todo porque el terapeuta a su vez, «es en mayor medida de lo que él piensa, a su vez, se-ducido, no por el arrebato pasional de sus enfermos, sino por el contacto continuado con capas profundas de la psique que le contaminan e invaden sin que él mismo llegue a darse cuenta de ello». Y, precisamente porque el terapeuta asume ese riesgo, puede el paciente conseguir descubrimientos difíciles de alcanzar de otro modo. Esta es la maravilla de la terapia, de la aventura por las remotas profundidades de la psique, una ‘larga peregrinación en busca de algo inexpreso’, que «proporciona en ocasiones a la humanidad —tal ha ocurrido con Kierkegaard, con Proust y con Rilke— tesoros inapreciables de penetración y de belleza». Porque el caso es que, en el seno del ser del hombre, subyacen posibilidades a las que ni siquiera el terapeuta llega a alumbrar, las cuales, una vez alumbradas, elevan el acervo espiritual de la raza humana, contribuyendo a encauzar fuerzas sanadoras que yacen en lo profundo del alma. Ésta y no otra es la esperanza del terapeuta, una confianza radical en la capacidad básica de todo ser humano para madurar por sí mismo y convertirse en una personalidad independiente, algo que, si bien se da por hecho en personas sanas, es más problemático en las que tienen ciertos trastornos. El terapeuta, para hacer bien su trabajo, precisa no sólo de profesionalidad, sino también de amor, de un amor hacia su paciente el cual, para mantenerse tal, debe impedir su ‘implicación’ en el problema tratado, tratando de conjugar su amor con cierta distancia que le permita la objetividad que su desempeño profesional precisa para ser realizado con éxito.

20 de octubre de 2020

El último paso para conquistar a Gödel: la autorreferencialidad

Vamos a dar un paso más, ¡uno más!, que será ya el último para poder hincar el diente con garantías a la demostración del teorema de Gödel, la cual intentaré explicar de modo global en el próximo post de esta serie. Este último paso tiene que ver con un modo de operar que cuanto menos llama la atención, como es la incorporación de los resultados de una función en la misma función: es lo que se denomina autorreferencialidad. Y claro, todo ello aritmetizado adecuadamente en el lenguaje de Gödel. ¿A qué nos referimos con esto? Veámoslo con un ejemplo.

Imaginemos que queremos expresar mediante un teorema el siguiente enunciado meta-matemático: siempre hay un número que sea el siguiente a un número dado; o sea, si tenemos un número cualquiera (y), siempre existirá su siguiente (llamémosle x). Esta idea, pues, se puede expresar con este teorema: (Ǝx) (x=sy); es decir, dado un número cualquiera y, existe un número x, tal que x es igual al siguiente número a y. Hasta aquí, todo correcto.

Igual que hemos visto en posts anteriores, podemos obtener el número de Gödel asociado a este teorema, mediante el procedimiento que en su día explicamos; pongamos que el número de Gödel de este teorema es m. Pues bien, del mismo modo que hemos expresado que hay un número siguiente a un número dado (en este caso el y), podemos expresar lo mismo, pero en vez de ser siguiente al número dado y, que sea siguiente al número de Gödel que expresaba el teorema, es decir, a m. Entonces, el teorema quedaría así: (Ǝx) (x=sm). Y bueno, de esta última fórmula también podemos obtener su número de Gödel. Según el procedimiento habitual se podría obtener sin problemas, como hemos hecho con el primer teorema.

Pero también lo podemos obtener por una segunda vía, en la cual aparece la autorreferencialidad, que es lo que busca Gödel. ¿Cómo? Pues sustituyendo en el primer enunciado, (Ǝx) (x=sy), la variable y por el número de Gödel asociado a este teorema m; el número que buscamos será el resultado de aritmetizar la fórmula cuyo número de Gödel es m, sustituyendo la variable y, por el número m. Si nos fijamos, lo que acabamos de hacer es introducir una función dentro de otra función (porque m es el número de Gödel de una función), y lo hemos formalizado dentro del sistema.

¿Qué es lo que expresa este nuevo teorema? Pues expresa un número obtenido a partir de otros dos, la variable y (de partida) y el valor m (resultado de asociar un número de Gódel a la expresión de partida). Hemos creado una nueva fórmula con una variable y con otra fórmula; digamos que hemos metido una función dentro de otra, el número de Gödel m (que es una función) dentro del cálculo. Son como fórmulas hablando de fórmulas.

A modo anecdótico, pues no lo vamos a emplear más, Gödel describe esta nueva situación como ‘sub (m, 13, m)’, la cual nos recuerda cómo la hemos obtenido, teniendo en cuenta que en la numeración de Gödel y se designa por el número 13, a saber: como el número de Gödel obtenido partiendo de la fórmula cuyo número de Gödel era m, pero sustituyendo en ella la variable y por el número m mismo. Cualquier otra expresión similar a esta, ya podemos interpretarla adecuadamente. Si, por ejemplo, tenemos la expresión sub (n, 17, n), sabemos que quiere decir que es el número de Gödel obtenido de la fórmula cuyo número de Gödel es n, pero sustituyendo en ella la variable cuyo número de Gödel es 17 por n. Esta nueva expresión, entonces, puede ser designada en cualquiera de los casos por su número de Gödel correspondiente.

Démonos cuenta de que, lo que ha hecho Gödel, es algo así como introducir la fórmula dentro de sí misma, y ello estableciendo siempre un mapeo con los enunciados meta-matemáticos correspondientes. Nada más y nada menos. Es la autorreferencialidad. Pues bien, con todo esto, ahora sí, ya estamos en condiciones de zambullirnos en el meollo del teorema.  

13 de octubre de 2020

Diferencia entre ideas abstractas y nociones generales

Acabé este post con la afirmación de que Berkeley negaba la posibilidad de que pudiéramos conocer ideas abstractas. A poco que lo pensemos, esto puede parecer algo absurdo, porque a todos nos es familiar el pensar en conceptos generales de lo que sea. Pero el caso es que, con ello, Berkeley no está pretendiendo decir que no seamos capaces de abstraer ciertas generalizaciones partiendo de la percepción de cosas concretas, sino del hecho de que podamos pensar en un concepto abstracto absoluto al margen de cualquier nota particular, que es algo distinto. Esta crítica tuvo una gran importancia en una época en la que este tipo de conocimiento abstracto estaba catalogado entre los modos más elevados de conocimiento. De hecho, aunque pueda parecer algo sutil y sin mayor importancia, supuso para Hume uno de los pasos más grandes en el ámbito de la filosofía, tal y como lo escribió en su Tratado de la Naturaleza Humana.

Dice Berkeley: «Reconozco en mí la aptitud de abstraer en cierto sentido, como sucede al considerar determinadas partes o cualidades separadas de otras con las cuales coexisten en algún objeto. (…) Pero lo que no admito es que pueda abstraer una de otra, o concebir separadamente aquellas cualidades que es imposible puedan existir aisladas; ni tampoco que pueda forjarme ideas generales por abstracción de las particulares, en la forma antes expresada» (§10). La causa de que estuviese asumida la posibilidad de pensar y reflexionar sobre conceptos generales, se debía a una extralimitación de carácter lingüístico. Era consciente de que este uso de conceptos generales estaba (y está) íntimamente ligado al uso del lenguaje, cuyos términos se correlacionan con conceptos; el término ‘árbol’ se refiere al concepto general de ‘árbol’, tal y como acontece, por ejemplo, en la definición del diccionario. Y así lo entendía Locke quien, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, afirmaba que ‘las palabras adquieren sentido general porque se convierten en signos de ideas generales’. Y aquí está el meollo, pues es aquí precisamente donde Berkeley descubría una inexactitud, porque el correlato de las palabras no son exactamente ideas generales abstractas, sino un conjunto de varias ideas particulares, «cualquiera de las cuales puede indistintamente sugerir a la mente mediante la palabra» (§11).

La verdad es que esta reflexión de Berkeley, aun pareciendo un matiz menor, es muy sugerente. Si pensamos en nuestro propio pensar, efectivamente cuando pensamos en el concepto ‘árbol’, nos representamos distintos árboles, cada uno de los cuales poseen los rasgos correspondientes al árbol ‘en general’; y, precisamente por poseerlos, nos pueden remitir al concepto general. Pero no pensamos en el concepto general en sí mismo. Este procedimiento se puede hacer con muchas representaciones concretas de ‘árbol’, como así acontece.

Pero, entonces: ¿no podemos pensar en las generalidades de cosas que posean parentesco entre ellas, entre las distintas especies de seres vivos, por ejemplo? La respuesta de Berkeley es negativa, es decir, que entiende que sí que se puede pensar en este tipo de generalidades; precisamente es por este motivo que distingue entre ‘ideas abstractas’ o ‘conceptos generales’, y nociones generales. Porque Berkeley no niega esta posibilidad: en su opinión se da la existencia de ciertas ideas generales de las cosas forjadas mediante nuestra capacidad de abstracción; lo que niega es la existencia de las ideas generales abstractas ya que, como vimos, éstas siempre han de estar presentes en la mente concomitantemente con propiedades de algún individuo particular, por mucho que Locke dijera lo contrario. Y añade Berkeley una idea interesantísima (que, personalmente, me recuerda al concepto de ‘estructura empírica’ de Julián Marías). Cuando explica el pensamiento de Locke, éste asume que el concepto general incluye caracteres que forman parte de cualquier individuo concreto, aunque, al ser el concepto abstracto, digamos que ese carácter aparece hueco, vacío, sin ser llenado de modo efectivo por ningún carácter concreto. Por ejemplo, cuando pensamos en el concepto general de hombre, de naturaleza humana: según Locke, en ella, «va ciertamente incluido el color, pues no hay hombre que de él carezca, pero no es un color determinado, blanco o negro, ya que no hay color alguno que convenga a todos los seres humanos. También incluye en dicha idea de humanidad la estatura, pues todos los hombres tienen una u otra; pero no es ni elevada, ni baja, ni mediana, sino algo que prescinde de estas particularidades. Y así con todo lo demás» (§9). Aparecen todos los rasgos que le corresponden, pero sin adoptar ningún valor concreto, como en vacío.

Berkeley piensa que, lo que en realidad ocurre, es que se adopta una idea particular y, partiendo de ella, se la convierte en general «cuando se la hace representar o se la toma en lugar de otras ideas particulares del mismo tipo» (§12). Pero el caso es que siempre es preciso que cuando se piensa sobre generalidades esté presente, de alguna manera, la representación concreta de algo. Además, en su opinión tampoco son necesarias las ideas generales abstractas ni para el conocimiento ni para la comunicación entre las personas, sino que con las ‘nociones generales’ es suficiente: «Bien sabido es, y lo reconozco de buen grado, que todo conocimiento y toda demostración se apoyan en nociones universales: pero eso no quiere decir que tales nociones se formen por abstracción según el modo ya explicado» (§15).

¿Dónde cabe situar entonces este carácter universal de las nociones generales? «La universalidad no consiste, a mi entender, en una realidad absoluta y positiva o concepto puro de una cosa, sino en la relación que ésta guarda con las demás particulares, a las cuales representa o significa; en virtud de lo cual, lo mismo las cosas que las palabras y nociones, de suyo particulares, se convierten en universales» (§15). Ya digo, esta idea me parece interesante, porque supone una crítica importante a nuestro modo de pensar las cosas; nos es fácil hablar de ciertos entes universales, los conceptos, pero, lo cierto es que esos conceptos no pueden ser efectivamente pensados, en todo caso mentados, lo cual es distinto. Podemos hablar del concepto ‘árbol’; pero no puede pensarse en sí mismo este concepto, no podemos pensar puramente en un árbol abstracto y universal abstrayendo todas sus notas particulares según las cuales cada árbol existe.

Lo que de hecho hacemos, y creo que Berkeley tenía razón, es pensar en uno o varios árboles concretos y, a partir de ellos, hablar de las características generales de los árboles. Ello no quiere decir que no existan características generales de los árboles (de hecho, podemos hablar de ellas, en general), sino de valorar críticamente la posibilidad o no de poder pensar el concepto general de árbol, su idea abstracta, en toda su pureza.

Pero esto nos aboca a un problema, del que se haría eco (e institucionalizaría de alguna manera) Hume: el problema de la inducción. Berkeley lo explica con estas palabras: «Quizá alguno se preguntará: ¿Cómo podemos saber que una proposición es cierta para todos los triángulos particulares sin que antes la hayamos visto demostrada u obtenida de la idea abstracta de triángulo, aplicable por igual de todos ellos?» (§16). Es decir, ¿hasta qué punto, si una propiedad se cumple en uno o en varios triángulos particulares, podemos afirmar que es común a todos los triángulos que podamos confeccionar, sin pasar por su comprobación en esa idea abstracta de triángulo? Pero esto es otra historia.

6 de octubre de 2020

Confianza no es idoneidad

A veces es curioso cómo en la vida se entrelazan las cosas. El caso es que las ideas que estuve comentando sobre Montaigne en el post anterior, estuvieron presentes (sin acabar de ser consciente) en una conversación que mantuve con unos amigos hará ya un par de años, y a raíz de la cual escribí entonces estas líneas, que acabo de desempolvar por la circunstancia. La verdad es que la conversación que mantuvimos fue muy interesante, sin entrar en los típicos debates para defender nuestros diferentes modos de pensar políticos, sociales, etc., sino intentando analizar lo que supone el ejercicio de un poder, en este caso político. Estaban próximas entonces las últimas elecciones generales. Pues bien, la conversación giró en torno a la percepción que teníamos, ya no de los actuales políticos, sino de lo que es el ejercicio del desempeño político, en general. De los distintos temas que surgieron, quisiera destacar uno al que quizá todos estamos acostumbrados, pero que no deja de llamar la atención cuando se escucha explícitamente: en un momento dado, se escuchó la afirmación de que era comprensible que los políticos mintieran, e incluso que en el imaginario colectivo se aceptaba que les era lícito mentir. Ante la expectación del resto, el autor de la afirmación explicó su comentario.

No se refería a mentir abiertamente ―algo que todos teníamos en mente, sin duda―, sino a otra cosa. Se refería a que es difícil, en la práctica, llevar a cabo todas aquellas promesas realizadas durante la campaña, no tanto por falta de intención como por imposibilidad material: una cosa es mentir abiertamente, y otra no ser capaz de llevar a la práctica aquello que te has propuesto cuando, desde fuera, no ejercías tal cargo de poder, por mucha intención que tuvieras de hacerlo.

Pero claro, esto da que pensar. Todos sabemos que ningún político va a cumplir todas sus promesas. ¿Ellos lo saben? Supongo que sí; si nosotros lo sabemos, pues supongo que ellos también. Y el asunto es: ¿por qué hacen tantas promesas, entonces, a sabiendas de que no las van a cumplir? En el calor de la conversación surgieron dos respuestas: bien porque creen que es lo que verdaderamente necesita el país y esperan poder llevarlo a cabo a un plazo más o menos largo, bien para ganarse adeptos prometiendo aquello que la gente quiere escuchar. De lo segundo no hablamos prácticamente nada: parece que forma parte del circo, desgraciadamente. Personalmente me sigue llamando la atención de aquéllos que confían en quien les promete el oro y el moro; ¿lo harán tan bien ―sus promesas― que nos embaucan para que pensemos que ‘esta vez sí’, que ‘esta vez es la buena’? Supongo que sí. Por mi experiencia personal, no en éste sino en otro ámbito, cuando alguien te ofrece tantas cosas que hasta a ti mismo, deseoso de que se conviertan en realidad, te chirría, porque piensas que no puede ser tan bonita la vida, lo primero que me viene a la cabeza es que esta persona, o me está intentando jalear, o no está en la realidad de las cosas.

Pero de primero sí que hablamos más. ¿Por qué se dicen cosas que se esperan llevar a cabo, y que a la postre no se llevan? Esto es algo más complicado. Lo primero que nos viene a la cabeza ante promesas políticas incumplidas es que son unos embaucadores. Y aunque en ocasiones sea así, no sé hasta qué punto sea justo generalizarlo. Todo aquél que haya desempeñado un cargo de responsabilidad, que haya tenido a su cargo un grupo de personas más o menos grande… sabe de la dificultad que entraña llevar adelante un proyecto. Las intenciones de los dirigentes han de ser llevadas a la práctica, y esto es de todo menos fácil. Hace falta todo un equipo de gestión responsable y profesional, que no se improvisa. No sólo los de arriba, sino todos los miembros implicados, han de saber qué va la cosa. Y pensamos que, con mucha frecuencia, lo usual es que los miembros del equipo fueran más profesionales en las tareas ejecutivas que los propios dirigentes, los cuales eran como capitanes sin haber sido grumetes antes. Quizá éste sea uno de los principales problemas de nuestra clase política: que ostentan grandes responsabilidades sin haber sido antes curtidos por la vida. Y, cuando uno desempeña una responsabilidad, sencillamente por ostentar un cargo, difícilmente saldrá de ahí nada bueno, salvo palabras vacías, tan irreales como las expectativas de quien las dice. ¡Cuántos políticos son personas sin experiencia! Un dirigente sin experiencia no sabe dirigir, no sabe mandar, no sabe proyectar, porque no sabe lo que lleva entre manos.

Hay que tener muy clara la diferencia entre la confianza que en uno pueden haber depositado (unos electores, un dirigente que hace un nombramiento directo, etc.) para desempeñar un cargo, de la idoneidad que uno pueda tener para su desempeño. Quizá el gran problema de nuestra clase política es el no tener bien claro los problemas que pueda acarrear cuando una persona de confianza no es idónea. O quizá no les importe, lo que seguramente es mucho peor.

29 de septiembre de 2020

Política contra virtud

Cuenta Michael de Montaigne en uno de sus ensayos una historia que da que pensar. El ensayo es “De si el jefe de una plaza sitiada ha de salir a parlamentar”, un texto que, a pesar de haber sido escrito en el siglo XVI, creo que su aplicabilidad a la sociedad occidental del siglo XXI es evidente, como creo que se verá. Lo transcribo literalmente: «Lucio Marcio, legado de los romanos en la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, queriendo ganar el tiempo que aún necesitaba para aprestar a su ejército, hizo proposiciones de paz, por las que el rey medio dormido, concedió una tregua de varios días, proporcionando así a su enemigo ocasión y posibilidad de armarse, con lo que el rey se buscó su última ruina. Por el contrario, los ancianos del senado, respetuosos de las costumbres de sus padres, tacharon esta práctica de enemiga del antiguo estilo, que era, según decían, combatir con valor y no con astucia ni con sorpresas y encuentros de noche, ni con huidas simuladas y contraataques inopinados, emprendiendo la guerra sólo después de haberla anunciado, y a menudo, tras haber asignado hoya y lugar para la batalla».

¿Hasta qué punto ―se pregunta Montaigne― es más meritorio ganar en buena lid, que ganar por astucia o sutilezas fraudulentas de cualquier índole? El pensador francés se hace eco aquí de la sentencia de Virgilio en su Eneida: “Dolus an virtus quis in hoste requirat?”, que quiere decir, “Astucia o valentía en el enemigo, ¿qué importa?”. Uno puede pensar que, cuando lo que importa es la victoria, quizá se sea menos sensible a estas disquisiciones; que, cuando lo que importa es salir vencedor por el beneficio que ello va a reportar a los suyos, quizá sea ingenuidad no pensar así. De hecho, seguramente este modo de pensar queda avalado por los hechos: «pensamos ―dice el pensador francés― que las más ocasiones de sorpresa surgen de esta práctica; y a nuestro parecer no hay hora más propia que la de los parlamentos y tratados de paz para que un jefe esté ojo avizor, y por esta causa es regla en boca de todos los hombres de guerra de nuestro tiempo, que el gobernador de una plaza sitiada no salga nunca él mismo a parlamentar». No sé por qué, pero este modo de pensar me recuerda al modo maquiavélico de hacer política, donde parece que lo importante sea ganar, conseguir el poder, no importando en absoluto los medios empleados para alcanzarlo ni el ejercicio de las responsabilidades asumidas. ¿Hasta qué punto es lícito, en una vida, emplear medios viles para conseguir fines en principio legítimos? ¿Se puede hacer trampa cuando lo que está en juego es considerado importante por nosotros?

Completa Montaigne estas reflexiones con el ensayo siguiente, “La peligrosa hora de los parlamentos”, el cual comienza con las quejas de los que habían sido víctimas de esta treta, quienes «quejábanse de traición porque durante las mediaciones para el acuerdo y mientras aún duraba el tratado, hubiérenles sorprendido y desbaratado». Pero hace aquí otra reflexión que da para pensar, como es el hecho de que, uno (un jefe de unas tropas) puede muy bien tener unas intenciones, que luego el desarrollo de los acontecimientos puede no seguir; a veces, lo que ocurre no depende únicamente de uno sólo, por mucho poder que tenga, sino de aquellos que le rodean, y de los azares del destino. Me explico.

En toda negociación hay algo que se nos escapa. No sólo importa, como el mismo Montaigne hace mención, que sea bien distinto cuando uno negocia en posición de debilidad o de fortaleza; sino que también importa, en el desarrollo de la negociación y en el cumplimiento de los acuerdos adoptados, cómo nuestras decisiones y acciones ‘se nos van de las manos’ y, a causa de las consecuencias de todo ello, cambian las tornas.

Efectivamente, uno no puede saber cómo se van a desenvolver las cosas, más allá de los actos propios y de los efectos directos. Cualquiera que haya dirigido a un grupo de personas sabrá de qué hablo. A menudo, los acontecimientos nos desbordan, y no todo depende exclusivamente de nosotros, o de aquellos sobre los que recae determinada responsabilidad. El propio devenir de los acontecimientos enardece o amilana a los subalternos, tomando una autonomía ajena al sentir de los principales responsables, actuando por cuenta propia según criterios ajenos a los de sus superiores (lo cual no quiere decir que estos últimos se eximan de cualquier responsabilidad). ¿Hasta qué punto es responsable un general —por ejemplo— del saqueo que sus tropas realizan a una villa conquistada mediante un tratado de paz, cuando entran en ella victoriosas? Creo que no es una respuesta fácil de contestar. En cualquier caso, es una invitación para reflexionar sobre ello y evitar en lo posible este tipo de consecuencias no deseables, algo que sí que debe estar presente en cualquiera que ostente cierto poder.

22 de septiembre de 2020

El proceso evolutivo de la mutación: una suerte ruidosa

Un proceso paradójico es que, si bien por una parte parece que los cuerpos vivos mantengan cierta autonomía frente al entorno que les rodea, autonomía relativa ya que siempre dependen de su ambiente para poder vivir, por otro lado, su capacidad de reproducción parece que los lleva a compartirse, a ‘repartirse’ a sí mismos dando luz a nuevos organismos vivos. De hecho, la reproducción no es sino la génesis de un organismo nuevo con una parte, con un pequeño fragmento, de otro. El carácter individual de todo organismo no es tal; y ello en dos sentidos. El primero, en el que acabamos de comentar: que todo organismo está íntimamente inserto y vinculado con su entorno, sin el cual no podría sobrevivir; el segundo, en el sentido de que todo organismo presenta una tensión a darse a sí mismo en beneficio de lo que será su descendencia (independientemente de que tenga mayor o menor fortuna en tal empresa, algo que decidirán las leyes de la vida).

Sabemos que el código genético de una especie se transmite de individuo a individuo gracias al ADN, en cuyo seno hay fragmentos ‘con sentido’ —los genes— que poseen la información necesaria para que se puedan formar las moléculas fundamentales del nuevo organismo. Son como los moldes en los que sólo pueden encajar distintos tipos de moléculas. ¿Cuáles son, a grandes rasgos, los papeles que juegan los principales elementos que solemos manejar cuando hablamos de estas cosas? El profesor Manuel Alfonseca lo explica (en este post) de un modo muy intuitivo, en analogía con el funcionamiento de un ordenador, una analogía simplificada pero que puede servir para comprenderlo . En todo ordenador hay una CPU, una central de procesos en la que se ejecutan los programas, se recogen las variables, etc.; y una serie de recursos guardados según sus características: la información almacenada en el disco duro, la memoria caché (memoria intermedia empleada para acelerar los procesos), memorias externas para llevar información de un ordenador a otro. Pues bien, el ADN sería algo así como el disco duro del ordenador, en tanto que su principal función es almacenar el código genético; pero el caso es que no es capaz de ‘ejecutar los programas’, para lo cual necesitará el resto de la ‘maquinaria celular’. El ARN sería algo así como la memoria caché, en tanto que sirve de intermediario entre el ADN y la ‘maquinaria celular’, «trasladando del uno a la otra una copia de un solo gen». ¿Qué es lo que compone la maquinaria celular para poder procesar la información genética? Pues entrarían los ribosomas (que descifran la información del ARN y sintetizan las proteínas), las mitocondrias (que, oxidando la glucosa, proporciona los recursos energéticos necesarios), y los cloroplastos (en el caso de los organismos que necesiten realizar la función clorofílica). Una maquinaria, ciertamente descentralizada, pero extremadamente eficaz. Pero no todos los genes funcionan idénticamente, afirmación que hay que aclarar. Primero hay que decir que no está para nada claro —todo lo contrario— que cada gen esté asociado a una determinada funcionalidad; lo que hoy en día se piensa es que los genes no actúan por separado, sino estructuralmente, dato que es importante y que evita que se den simplificaciones reduccionistas, tal y como explica por activa y por pasiva el profesor Sanmartín (en Los nuevos redentores, por ejemplo).

Y a lo que iba. Cuando decía que los genes no funcionan siempre idénticamente, me refería al hecho de que, si bien los genes tienen en principio unas mismas potencialidades, no todos las actualizan por igual. Por ejemplo, si hablásemos del gen del color de los ojos, ese gen bien se puede actualizar en marrón, verde o azul. En todos los individuos se trata del mismo gen, aunque con distintas variantes, cada una de las cuales se denomina alelo.

Esto es algo que ocurre en todos los genes de todos los seres vivos. Y nos podemos preguntar por qué esto es así: ¿no sería más fácil que todas las personas, tuviéramos ojos marrones?, ¿por qué la diversidad de colores de ojos?... Preguntas que podemos extender a cualquier rasgo característico de cualquier ser vivo. Pues bueno, el caso es que más que una desventaja es una ventaja: si todas las especies gozaran de dicha uniformidad, tendrían poca flexibilidad, y ello dificultaría su posible adaptación a un entorno siempre cambiante. Porque una de las condiciones para poder adaptarse a estas condiciones cambiantes del entorno, es gozar de cierta holgura de respuesta, la cual se da precisamente gracias a la variabilidad genética; será esta variabilidad genética la que dote al organismo de una holgura de respuesta mínimamente exigible para poder adaptarse a su entorno. Esta holgura, esta flexibilidad que dota de posibilidades a un organismo para que se pueda adaptar al ambiente, se da gracias a la existencia de ruidos en el proceso de transmisión genética. Si dicha transmisión fuese siempre perfecta, no habría lugar a ‘errores’ en las replicaciones del ADN, es decir, no habría lugar a mutaciones, y todos los individuos serían exactamente idénticos. Pero no es así; y gracias a ello, la evolución es posible, y con ella el mantenimiento de la vida sobre la superficie de nuestro planeta.

Tampoco pensemos que estas mutaciones son todas provechosas o útiles. Muchas de ellas se perderán en el olvido de las generaciones, pero otras no, y persistirán en las especies a modo de alelos de los distintos genes, unos expresados morfológica o funcionalmente, otros en silencio esperando la ocasión para mostrar su utilidad. En este sentido es necesario que las poblaciones cuenten con el número de individuos mínimo para que esta variabilidad genética sea funcional; en números inferiores a este mínimo, es fácil que el grupo poblacional no sea viable y con el tiempo desaparezca.

Aunque estas mutaciones son útiles para la viabilidad de la especie, tampoco pueden ser demasiado frecuentes, tanto como para poner en peligro la estabilidad de ésta y de sus procesos reproductivos. Con tantas modificaciones, no habría ya información genética que transmitir, pues todo sería un aglomerado de moléculas sin más información orgánica, y sin utilidad real para que el organismo sea viable y la especie pueda continuar existiendo. ¿Cuál es el equilibro adecuado, entre estabilidad y variabilidad, entre código genético y mutaciones, para que la especie sea viable de modo óptimo? No hay ningún dato que nos pueda ayudar en este sentido. Será el propio devenir del tiempo el que irá diciendo si, el modo de darse esas variables en esta especie en concreto, fue adecuado o no, en cuyo caso ya no existirá para contarlo.

15 de septiembre de 2020

Los tiempos en la historia

Comentábamos en este post siguiendo a Bernard Williams hasta qué punto es legítimo entender por historia únicamente lo que hoy en día entendemos por tal, una disciplina científica, técnica, aséptica, desplazando todo relato sobre tiempos pretéritos que no cumplan tal requisito. Estos dos modos de hacer historia él los personifica en Tucídides y Heródoto respectivamente. Y nos planteábamos si los relatos de este último eran efectivamente historia o no. Creo que no me equivoco al afirmar que hoy en día se opina de modo generalizado así, es decir, que para que un relato histórico sea verdadero, o incluso para que pueda ser caracterizado así, como histórico, ha de contar con ese carácter técnico. De hecho, ¿no era esa la idea de Tucídides, intentando ofrecer más verdaderamente los hechos acaecidos anteriormente, mediante su expresión en prosa, científica?, ¿no pretendía así alejarse de esas narraciones míticas, meras leyendas, tal y como hacía Heródoto? Sin duda, este cambio de estilo ya fue una ‘declaración de intenciones’, para dar a entender que su modo de hacer era más legítimo que el realizado hasta entonces.

A ello contribuyó el hecho de que en la época de Tucídides la escritura ya estaba más implantada culturalmente, mientras que en la de Heródoto estaba todavía generalizada la transmisión cultural oral, abriéndose hueco en estas lides la escritura. Pero creo que esta circunstancia no entra en el meollo de lo que estábamos comentando, sino que hay que buscar, si no en otra dirección, sí profundizando un poco más. Porque el hecho es que —tal y como nos hace ver Williams— la generalización de un modo de comunicación oral o escrito tiene una consecuencia importante entre lo que es la concepción del pasado, el cual se puede entender bien desde una concepción local, bien desde una concepción objetiva; todo lo cual revierte a su vez, en el modo de entender la verdad (histórica, en este caso). No se puede comprender igual lo que sea ‘decir la verdad sobre el pasado’ en el caso de Heródoto que en el caso de Tucídides (más próximo a nosotros).

Creo que esta reflexión es muy importante, y que cuesta hacerse eco en toda su magnitud; porque es ciertamente complicado situarse en un marco hermenéutico distinto a aquel en el que uno está situado; para nosotros, personas del siglo XXI, inmersos en una sociedad tecnológica, cuyo tiempo está medido hasta la paranoia, es muy difícil situarnos en un horizonte de comprensión en el que esa dimensión cronológica del tiempo no es importante, ni siquiera presente, sino que el paso de las generaciones se mide según otros parámetros.

Pensemos en cada uno de nosotros: todos tenemos alguna noción del pasado, de nuestro pasado; pero no siempre la tenemos igual. Pensemos, por ejemplo, qué diferente es cuando somos niños a cuando somos adultos. En el primer caso, nuestra concepción del tiempo, el modo en que ubicamos en la línea del tiempo nuestros recuerdos, no tiene nada que ver a cómo lo hacemos con unos cuantos años más. De hecho, no deja de ser llamativo las dificultades de un niño para distinguir lo que ocurrió antes, de lo que ocurrió ayer, o anteayer, o la semana pasada, o hace un mes. Para un niño, todo hecho pasado ocurrió ‘ayer’, sin poder afinar más. No será hasta que ese niño vaya creciendo que podrá ir definiendo con más precisión tanto el tiempo pasado como el tiempo futuro, y que podrá ir haciéndose cargo con más precisión de la línea del tiempo. Pero el caso es que, por lo general, parece que el niño viva en un eterno presente, pensando que todo lo que ya pasó, pasó… ayer.

Pero, como digo, cuando crecemos ya vamos adquiriendo cierta noción del tiempo, el cual esbozamos a modo de una línea sobre la cual vamos situando mediante puntos los distintos sucesos del pasado, así como los que prevemos para el futuro. Y damos por hecho que todos los adultos alcanzan dicha concepción del tiempo. Pero ¿es así?, ¿es éste el único modo de entender el tiempo en el devenir de la historia?, ¿todo lo que no sea así considerado, hay que abandonarlo o desestimarlo?