Caer en la cuenta de esto que comentábamos sobre un ejercicio experiencial de la razón no es fácil, pues, por lo general, estamos acostumbrados a manejarnos desde una razón conceptual: ¿acaso se puede ejercer la razón sin conceptos? Quizá un bueno modo de ilustrar esto que quiero decir es mediante un ejemplo, como es el de un concepto, es decir, su origen genético. Un concepto no surge primariamente de la conciencia, de la razón, ni mucho menos, sino que su origen hay que establecerlo en un trato primario de la persona con las cosas. ¿Cuál es el origen de los conceptos? Esta pregunta parece de Perogrullo: pues de la memoria, o de la conciencia. Pero si nos situamos allá en los inicios de la especie humana, cuando aún no existía el lenguaje como tal y se comenzaban a balbucear las primeras palabras, estableciéndose la comunicación seguramente a base de interjecciones, la cosa es diferente. En este sentido, Nietzsche explica una idea muy interesante en su Más allá del bien y del mal, concretamente en el §268.
Es éste un parágrafo que no tiene desperdicio. En él Nietzsche explica la génesis de un concepto, algo que, mucho antes de que aflore a la razón lógica, se ha generado en lo profundo de nuestro ser. ‘¿Qué es una palabra?’, se pregunta. En una primera aproximación, las palabras pueden ser entendidas como expresiones orales de los conceptos, como signos-sonidos, pero… ¿qué es un concepto?, ¿cómo se llega a formar un concepto en nuestra conciencia, desde un punto de vista genético? Ya digo, situémonos en los primeros individuos de nuestra especie, o en la vivencia de un niño cuya razón se está comenzando a configurar. Desde esta perspectiva, Nietzsche piensa que los conceptos son «signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones». Es decir, hay algunas cosas externas que mantienen cierta estabilidad en sí mismas, en virtud de lo cual podemos percibirlas coherentemente y con cierta frecuencia, configurando en nuestras conciencias esos signos-imágenes. Me parece una idea muy sugerente. Al final los conceptos surgen de vivencias, de experiencias de relaciones con el entorno: de todas las que podamos tener, no todas se convierten en conceptos, sino aquellas que cristalicen en nuestra conciencia serán de las que hagamos un concepto.
En otro orden de cosas, Nietzsche realiza aquí una extrapolación a mi modo de ver muy aguda, y que tiene que ver con el lenguaje compartido por una comunidad de hablantes: «para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro». No necesariamente diciendo una misma palabra estamos significando lo mismo: es preciso que esa palabra responda a una vivencia interna análoga. Este es el motivo por el cual «los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua». De hecho, el pueblo surge cuando varias personas han vivido juntas, con las mismas o similares experiencias, durante mucho tiempo; es en esas condiciones cuando de ahí ‘surge’ algo que se entiende por todos, nace un pueblo como tal.
Pero a lo que iba: los conceptos, pues, surgen de la familiaridad con ciertas vivencias que se repiten a menudo, las cuales obtienen primacía frente a las que se dan más esporádicamente. Sobre estas vivencias más familiares, las personas se entienden entre sí rápidamente, hasta el punto de que un solo concepto y su consiguiente vocablo es suficiente para saber a qué atenerse.
Cuando un concepto o una vivencia es más particular, precisa de mayores explicaciones. En este sentido, todo lengua es la ‘historia de un proceso de abreviación’, abreviación posibilitada por esas experiencias comunes. Esto tiene su lado bueno en situaciones de peligro, pues cuanto mayor es el peligro mayor es la necesidad de ponerse todos de acuerdo, cuanto más rápido mejor, para encontrar la salida más idónea: «el no malentenderse en el peligro ―dice Nietzsche― es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato mutuo».
Pero también tiene una contrapartida. Estas experiencias frecuentes, que cristalizarán en conceptos y en palabras, no son algo baladí; pues cuáles sean estos grupos de sensaciones que despierten más rápido en un alma, serán aquellos que a la postre se adueñen de la palabra, serán los que más nos importen, de modo que sobre ellos descansará la jerarquía de sus valoraciones, lo que en última instancia determina su ‘tabla de bienes’: «Las valoraciones de un hombre delatan algo de la estructura de su alma y nos dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, sus auténticas necesidades». Y de aquí extrae su conclusión, que da para pensar. Si es cierto que las necesidades han propiciado que los hombres se agrupen para poder satisfacerlas, pero facilitando el recurso a signos similares partiendo de necesidades similares, de lo cual se daban vivencias similares, «resulta de aquí, en conjunto, que una comunicabilidad fácil de las necesidades, es decir, en su último fondo, el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora. Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja; los más selectos, más sutiles, más raros, más difíciles de comprender, ésos fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se propagan raras veces. Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para poder oponerse a este natural, demasiado natural, progressus in simile [progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante, habitual, ordinario, gregario ―¡hacia lo vulgar!―».
Creo que aquí se refleja muy bien la descripción que, décadas después, aunque no muchas, hará Ortega y Gasset del hombre masa, así como de aquellos que permanecen solos en su aislamiento, en su famosa obra La rebelión de las masas. He aquí una expresión terrible: ¡lo vulgar! La vulgaridad es una lacra que acompaña a la humanidad desde siempre, independientemente de su clase social o de su capacidad adquisitiva; vulgar es aquél incapaz de atisbar la grandeza cuando pasa por su lado, de tener la mínima dignidad para saber toda la riqueza y responsabilidad que conlleva algo tan sencillo y fascinante como el hecho de ser persona. Aunque me he alejado un poco del tema.