Es razonable pensar que las cosas no se han dado la existencia a sí mismas, y que su existencia se deba a algo otro, a un fundamento en virtud de lo cual existen. De esto se hizo eco el mismo Newton, quien decía que si le preguntaban cómo se había originado la naturaleza, no sabía que contestar: sabía cómo se mueve el sistema solar, pero no cómo se originaba la fuerza que impulsaba a dicho movimiento, o aquello que originaba al mismo sistema solar. Algo que le inquietaba, tanto como para escribir más sobre estos problemas que sobre los estrictamente científicos. Ese fundamento en absoluto es evidente, y habrá que ver cuál es; para unos será Dios, para otro la misma materia, o la energía, pero, en cualquier caso, habrá que dar debida razón de él y de su capacidad fundamentante. Sea cual sea dicho fundamento, se puede afirmar que es lo que fundamenta la existencia de las cosas. En todas las cosas hay un momento suyo, una dimensión, que las vincula con su fundamento, que es lo que tradicionalmente se ha denominado esencia. Esa esencia, por un lado, vincula a la cosa con aquello que le hace ser y, por el otro, es lo que determina que esa cosa sea lo que es y no otra cosa, es decir, determina su modo de ser.
El asunto que me planteo aquí es el siguiente: independientemente de que las cosas tengan un ‘algo’, llamémosle esencia, que les haga ser y les haga ser lo que son, y que se comporten en la naturaleza como lo hacen, ¿puede ser conocido por nosotros?, ¿puede ser la esencia objeto de nuestro conocimiento?, ¿o qué sea ese algo está vedado al conocimiento humano por definición, ya que nunca podremos llegar a lo que es la esencia de algo por trascender nuestro conocimiento, sea de carácter empírico-científico, sea de carácter experiencial-vital? Tradicionalmente ‘esencia’ es un término que se ha empleado para dar razón de cómo son las cosas y de por qué se comportan como la hacen, pero eso dista mucho de que sepamos efectivamente lo que son las esencias. ¿Lo sabemos? ¿Lo podemos saber? Se ha sostenido que podemos llegar a tener noticia de las esencias mediante el uso de nuestra razón, algo que personalmente me parece problemático; lo digo en el sentido de que no sé muy bien cuál es ese objeto de conocimiento al que la razón debe llegar. También se ha dicho que se puede llegar a las esencias mediante una especie de intuición singular, pero no se sabe muy bien ni qué es esa intuición, ni qué es aquello de lo que esa intuición nos da noticia. Ciertamente, hay experiencias de la realidad que nos ofrecen noticias diversas a las empíricamente sensibles, y hay que considerarlas; pero entiendo que ello se debe realizar desde la prudencia mediante un continuo y permanente análisis crítico para evitar dar pasos en falso.
El hecho de enderezar el conocimiento hacia unas esencias de carácter objetivo (característico de la filosofía clásica y medieval) ha impedido enderezarlo —a mi modo de ver— hacia su dimensión relacional (propio de la modernidad y, sobre todo, de la contemporaneidad). Clásicamente un explicans objetivo en términos esenciales era considerado satisfactorio, es decir, se entendía que con él ya se había solucionado —cuanto menos en parte— el problema que se trataba de comprender, quedando pendiente tan sólo la tarea de profundizar en él e ir comprendiendo poco a poco en qué consistía su ser esencial. Sin embargo, este procedimiento en absoluto está tan claro. Se me ocurre un ejemplo a partir de unas líneas que leí en Persona y acción , de Karol Wojtyla, en referencia al concepto de ‘alma’.
La existencia del alma, así como su naturaleza espiritual, ha sido deducida a partir de ciertas vivencias personales, las cuales exigen una razón suficiente, una causa a su medida: según el método clásico-medieval de conocimiento, se deduce la existencia del alma como causante de esas vivencias. Pero esto es problemático porque, como dice Wojtyla, lo cierto es que «a la luz de este método de conocimiento es evidente que no existen ni la experiencia directa ni tampoco ‘la vivencia del alma’ (que sería precisamente tal experiencia)». Esto es algo que da que pensar: según Wojtyla, nosotros solo tenemos experiencia de esos efectos, de esas vivencias personales, pero no del alma en cuanto tal; tenemos experiencia de actos anímicos, pero no del alma. La interpretación de que existe algo así como el alma a partir de la cual son causadas dichas vivencias es algo añadido a la experiencia, mediante lo cual queremos dar razón precisamente de dicha experiencia. Zubiri decía algo similar: tenemos experiencia de actos conscientes, pero no de ‘la’ conciencia; de hecho, en su opinión, hablar de la conciencia como un ente es una sustantivación improcedente. De lo que tenemos experiencia es de actos conscientes, de razonamientos, del ejercicio de nuestras facultades superiores, en definitiva; afirmar que el origen de todo ello se debe a ‘un’ alma que todos poseemos ya no deriva de la experiencia como tal, sino que es una interpretación racional. «A pesar de todo esto, los hombres frecuentemente piensan y hablan de su alma como de algo de lo que tienen una vivencia» —continúa Wojtyla—, una vivencia —la del alma— que es la causante de todas esas vivencias personales de carácter superior, específicamente humanas, como la libertad, la responsabilidad, el autodominio, la reflexión, la consciencia, etc.
La evidencia de estas vivencias personales —las cuales, efectivamente, la tenemos— se asume como evidencia de la existencia del alma —que no tenemos como tal—. ¿Por qué hemos hecho esta extrapolación como algo natural? En palabras de Wojtyla: estos efectos, las funciones superiores específicamente humanas, «constituyen el tejido vital intrahumano, están inscritos en la vida interior del hombre y se tiene la vivencia de ellos de una manera tal que se identifican con la vivencia del alma». Partiendo de esto, se extiende al contenido de la vivencia del alma todo lo que tiene que ver con la dimensión espiritual de la persona, y es hacia ahí hacia donde se dirige el análisis metafísico. Pero se percibe aquí un salto que habría que justificar debidamente. Con esto no quiero negar que exista un principio metafísico que nos fundamente, igual que creo que existe para toda la naturaleza; pero sí que quiero hacer hincapié en que hay que ser prudentes y críticos a la hora de establecerlo.
¿A dónde quiero llegar con esto? Leyendo esto a la luz del discurso de Popper —del cual se sitúan ajenas las intenciones de Wojtyla, pero creo que pueden converger— se percibe aquí un salto acrítico, un argumento ad hoc del cual Wojtyla se hace eco: se asume que ciertas vivencias personales se deben a la existencia del alma, cuya existencia se demuestra precisamente por las vivencias personales que se tienen. Esto nos recuerda al ejemplo que comentamos a propósito de Neptuno. Creo que se percibe la circularidad. Con esto no se pretende negar ni afirmar nada sobre la existencia del alma, sino que quizá haya aquí un salto injustificado a causa del empleo de una argumentación ad hoc. Ciertamente, en nosotros están esas vivencias de carácter espiritual; el asunto pasa por cómo dar razón de ellas, y hasta qué punto es justificado argumentar en este sentido la existencia de un alma en cuanto tal.
A mi modo de ver, esta circularidad ad hoc es consecuencia de tratar el conocimiento metafísico de modo objetivo, más que en términos relacionales o sistémicos. Estos términos fueron obviados en la época, lo cual es muy natural por pertenecer a un marco mental totalmente ajeno a ello. Pero ahora ya no estamos en esa tesitura. Pero también hay que ser prudentes ―entiendo― en la actualidad, en el sentido de que enderezar el conocimiento relacionalmente no debe llevarnos a impedir su enderezamiento hacia lo esencial, se llegue hasta donde se llegue. Esto y no otra cosa es lo que se pretende desde la consideración intramundana de la metafísica, la cual no se queda en lo físico (físico en sentido amplio, me refiero al conocimiento empírico sensible, sobre todo el científico), sino que, junto con ello, se plantea cuestiones precisamente metafísicas, tratando de no caer en argumentaciones ad hoc. Ciertamente, desde un enfoque estructural o sistémico de la realidad, el concepto de esencia es problemático, pero no ocioso, tal y como Zubiri puso de manifiesto en su famoso Sobre la esencia; quizá lo que haya que hacer es actualizar el concepto de esencia, y en vez de considerarlo como la razón de que una cosa sea tal y se comporte como tal, considerarlo en diálogo con la idea contemporánea de realidad. La consideración sistémica de la realidad pone de relieve la dimensión relacional, pero no anula ni obvia (no debería) la esencial, si bien es cierto que solicita su revisión; la gnoseología contemporánea muy bien puede enderezarse no sólo relacionalmente, sino también y sobre todo ortogonalmente.
Todo esto nos ayuda a replantearnos la pregunta que nos hacíamos hace unos posts: ¿tocamos la realidad con nuestro lenguaje, o no? A mi modo de ver, ese contacto se da, aunque no en términos objetivos, sino de modo más profundo, de carácter prelingüístico y prerreflexivo, experiencia primigenia en base a la cual ejercemos nuestra razón y nuestro lenguaje, y etiquetamos los entes de la naturaleza, los cuales necesariamente siempre van a ser mucho más que lo que quepa en nuestros conceptos. Un vínculo primordial de carácter sentiente, a partir del cual todo significado siempre va a ser necesariamente una construcción, aunque no arbitraria en virtud de ese arraigo primario de carácter físico con la realidad.
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