17 de septiembre de 2024

La conciencia estética o el desenfoque interesado de la atención

Del esquema que tenía trazado quedaba pendiente reflexionar un asunto: el que se refiere a ese gran enemigo de lo estético que es el interés práctico. La conciencia general, la conciencia habitual según la cual estamos situados en la vida, es la gran enemiga de la conciencia estética. ¿Por qué? Y, si esto es así, ¿cómo podemos iniciar el tránsito hacia lo estético, partiendo de nuestro estar habitual en la vida?

Decíamos que la percepción, en nuestro trato cotidiano con las cosas, y una vez identificado el objeto, se torna prescindible, secundaria, pues ya ha cumplido su papel. Cuando entra en juego cualquier concepto, el objeto se hace presente desde instancias ajenas a su percepción. Sólo percibimos del objeto lo mínimo necesario para identificarlo, bien para un uso conceptual, bien para un uso práctico. Entra en escena el tan temido por no pocos filósofos ‘interés’, desplazando lo estético de la percepción en aras de la eficiencia práctica o del empleo conceptual. Ello propicia que no percibamos al objeto en su totalidad, pues ello supondría una pérdida de tiempo: ¿para qué, si ya sé a qué atenerme con él? En la conciencia general, lo familiar desplaza a lo originario. Aparece en la percepción una acentuación de ciertos aspectos, un enderezamiento de la atención que preselecciona una información en detrimento de otra, aparecen elementos valorativos que se distinguen fácilmente y que recortan lo percibido en beneficio de lo buscado. Algo que ocurre análogamente cuando nuestro estado de ánimo se nos impone.

La percepción interesada ―en sentido amplio― es muy frecuente en la vida cotidiana; quizá sea la más frecuente, dado el carácter de eficacia con que dotamos a nuestra vida. Se puede decir que la percepción cotidiana es una percepción interesada, ya que está al servicio de la vida del sujeto, tal y como de hecho acontece en cualquier especie animal. Tanto es así que nos genera violencia pensar en una percepción desinteresada, no nos es fácil ni de comprender ni de llevar a cabo, dado que el interés vital ―digamos― es generalizado. Ello supone uno de los principales enemigos de la percepción estética ya que, en aras de la eficiencia, se opone frontalmente a ella.

Este fenómeno no es algo superfluo, sino que es central en nuestras vidas. Se puede afirmar que es a estos significados y usos de las cosas a los que se dirige habitualmente nuestra percepción; y es a su identificación a lo que dirigimos la atención, permaneciendo en un objeto o pasando al siguiente en función del éxito de dicho cometido. Lo percibido directamente se hace secundario, prescindible si pudiera ser el caso, pues nuestra percepción trata de obviarlo en busca de lo ‘fundamentalmente distinto’ para identificarlo lo más rápidamente posible, diferenciándolo del resto.

Y así, apenas hemos puesto nuestra atención en todo lo otro, en lo sensible que hay ‘de más’, y que no nos interesa; «por así decirlo, sólo lo rozamos al pasar la vista sobre ello como algo inesencial, transparente», dice Hartmann. Y el caso es que es en ‘todo eso que hay demás’ donde comienza a abrírsenos el ámbito de lo estético, no antes. Paradójicamente, es cuando distraemos nuestra atención cuando empezamos a atender un mundo por descubrir.

Algo análogo ocurre en la percepción anímica: enseguida enderezamos nuestra atención hacia aquello que nos es más familiar y que se nos aparece con mayor concreción, permitiéndonos identificar lo más rápidamente cómo se encuentra el otro. Por lo general, y siguiendo el principio al que Hume denominó ‘asociación’, tendemos a vincular determinadas expresiones con determinados rasgos del carácter: identificamos la bondad, la determinación, la tristeza o la esperanza con ciertas imágenes de un rostro. Por muy expuesto a errores que esté este fenómeno, es el modo en que usualmente solemos hacernos eco del estado anímico de alguien. Es algo que hacemos continuamente en base a nuestra experiencia, y que con más facilidad hacemos cuanta más experiencia tenemos al respecto. Ello nos lleva a cierta precipitación, en el sentido de que ya dejamos de percibir al otro, no nos demoramos en él, sino que nos basta ya con lo percibido, y en seguida acometemos una nueva tarea, una nueva percepción.

La conciencia estética comienza cuando somos capaces de trascender el interés en la percepción propio de una conciencia general, cuando somos capaces de demorarnos en lo percibido; algo que, si bien al principio nos genera violencia y ansiedad, poco a poco no sólo nos ofrecerá una riqueza insospechada desvelando un mundo invisible hasta entonces, sino que ello irá acompañado de una fruición indescriptible e inefable, nada que ver con los sentimientos y emociones que hasta ese momento nos haya ofrecido nuestro trato objetivo con el mundo.

10 de septiembre de 2024

Los sistemas no lineales: azarosos o complejos

Los sistemas más sencillos de la naturaleza suelen ser de carácter lineal: en ellos todo suele estar ―digamos― en orden, de modo que las modificaciones suelen tener efectos proporcionales a sus factores desencadenantes (bien inhibiendo, bien activando el sistema). Pero no todos los sistemas son así: más bien al contrario, seguramente son los menos frecuentes ya que, conforme los sistemas crecen y se complican, el posible carácter inicialmente lineal difícilmente se mantiene. Y la diferencia en las respectivas dinámicas es más que relevante, pues unos y otros nos llevan a situaciones muy distintas, tan distintas como pueden ser los fenómenos de una sinapsis neuronal o de una tormenta.
  
En estos sistemas más complicados no necesariamente se pierde el carácter lineal, sino que, por su propio modo de ser y de comportarse, es difícil de seguir dicha linealidad, dificultando, por no decir imposibilitando, predecir su comportamiento. Su complicación tiene que ver con el hecho de que cuentan con distintas variables que se integran entre sí, y que se influyen recíprocamente; en ellos la materia aparece estratificada por niveles, estableciéndose relaciones y causalidades tanto en el seno de cada nivel como en la relación entre los distintos niveles. Así, no es que su comportamiento sea impredecible per se, sino que, si esto es así, es porque la causalidad se complica tanto que no es posible ‘seguirla’ en su proceso causal. Por este mismo motivo, cualquier modificación en sus condiciones de contorno tendrá consecuencias imprevisibles en el comportamiento del sistema. No obstante, no hay que perder de vista que la distinción entre sistemas lineales y complejos no se debe tanto a la complicación del sistema como a su comportamiento; de hecho, un sistema complejo famoso es el formado por tres barras moviéndose articuladas entre sí, bastante sencillo en cuanto tal.

Dentro de lo que son los sistemas complejos, creo que sería oportuno hacer una distinción, que es la que se da entre los sistemas que Lorenz tenía en mente cuando hablaba del efecto mariposa, y otros fenómenos que también forman parte de nuestras vidas cotidianas, y que solemos etiquetar bajo el concepto de ‘azarosos’. Me refiero, por ejemplo, a lanzar al aire una moneda, o un dado. En ellos, algo hay del comportamiento complejo, pero parece que no del todo. ¿En qué sentido cabe interpretar ese ‘no del todo'? En mi opinión, ello es debido al número de casos posibles, que en estos casos azarosos es muy concreto: cara o cruz, o del uno al seis. Lo cual no debe despistarnos sobre su carácter complejo.

Pensemos en el lanzamiento de una moneda. En una primera aproximación, parece que en este sistema haya pocas variables, pero el caso es que no es así exactamente: podemos pensar, en su peso y tamaño, la rigidez de su material, la fuerza con que se lance, o su punto de aplicación, la rugosidad de sus caras, la distribución de su masa, las irregularidades en su contorno que la alejan de un círculo perfecto, la dureza de la superficie sobre la que cae, etc. Y algo similar pasa cuando pensamos en el número de casos posibles: pensamos que sólo son dos (cara o cruz, si no contamos que caiga de canto), pero esto no es exacto, porque muy bien se podría considerar el lugar en el que va a caer, el tiempo que va a tardar, cómo vayan a ser sus rebotes con el suelo, etc. Si queremos prever el resultado, sí, saldrá cara o cruz, pero otra cosa es, por ejemplo, predecir dónde va a caer la moneda: no hay manera de prever con seguridad el lugar exacto en el que la moneda detendrá su movimiento. Lo mismo cabe decir con un dado, o con la ruleta, etc. Ciertamente, estos sistemas tienen mucho de complejos, pero, desde una perspectiva cotidiana, entendemos que los casos posibles son pocos; a diferencia de ellos, los sistemas complejos se caracterizan, independientemente del número de variables que tengan, porque sus resultados sí que son indefinidos. De hecho, se ha demostrado que con sólo tres variables ya se puede dar un comportamiento impredecible; famoso es el problema de los tres cuerpos. Es aquí donde cabe situar la diferencia. Porque en el primer caso, llamémosles sistemas azarosos, a pesar de nunca saber cómo va a terminar la cosa sí que sabemos que ha de terminar con uno de los casos posibles fácilmente identificable (vistos así, reduccionistamente); comportamiento que es fácilmente predecible estadísticamente con una fiabilidad sorprendente. Independientemente de que, en los otros, en los complejos, también hay un soporte matemático extraordinario, sin duda se trata de cálculos más complicados y no tan fiables como los azarosos, y no tenemos para nada tanta seguridad en la predicción de sus resultados.

Creo que es razonable denominarlos así: a los primeros azarosos y a los segundos complejos; de los primeros podemos prever de alguna manera (estadísticamente) su resultado, de los segundos es más difícil (aunque se está avanzando mucho en su definición matemática, motivo por el cual la predicción meteorológica es cada vez más fiable). Pero no se puede dejar de advertir que es una distinción ―digamos― arbitraria, pues lo cierto es que en los azarosos hay un momento de complejidad, y en los complejos un momento de azar. Pero bueno, sirva la distinción.

3 de septiembre de 2024

El tránsito a una razón experiencial

Habitación de hotel (Edward Hopper, 1931)
Decíamos que la experiencia tiene que ver con el modo en que las personas estamos en el mundo. Cada persona está en el mundo y se relaciona con cosas y personas, de todo lo cual adquiere una experiencia, lo experiencia. Esta experiencia tiene la doble dimensión de ser individual (cada cual tiene la suya, aunque se encuentre en la misma situación que otro) y de ser procesual, y ello en dos sentidos: en el de que cada experiencia deviene en el tiempo, no es instantánea, y en el de que es algo que nos acompaña durante todas nuestras vidas, nuestras vidas son experienciales, quizá una única experiencia que se extiende a lo largo de toda la existencia y que se va modulando según las distintas situaciones. La experiencia no es algo primariamente cognitivo, sino que es de la persona en total, considerada holísticamente: seamos más o menos conscientes, continuamente estamos teniendo experiencias que nos afectan en grado mayor de lo que nos damos cuenta, mediante procesos que se escapan a la consciencia: tanto lo que hacemos como lo que nos pasa nos afecta, las más de las veces mediante procesos no conscientes.

Es más o menos fácil hacernos eco de lo que supone la experiencia así entendida, pero ¿cómo se podría definir?, ¿qué es una experiencia? Pues quizá como acabo de decir: es un modo de definir nuestra relación con las cosas, considerando tanto aquello que tiene que ver con las cosas, como con el modo de relacionarnos con ellas y con su efecto sobre nosotros. En la experiencia hay algo que nos pasa, lo cual depende de qué sea aquello que lo ha provocado y cómo ha sido nuestra relación con ello. Esto desde las experiencias más breves o cotidianas (un soplo de aire en el rostro) hasta las más complejas y extendidas en el tiempo (la educación de un hijo). En todo ello algo ocurre, eso que ocurre nos afecta. Y este afectarnos es algo que no acabamos de controlar del todo, sino que nos es dado, cuanto menos parcialmente; quiero decir: uno puede elegir cómo enfrentarse a una situación, pero cuál sea el resultado de dicha experiencia no lo podrá determinar del todo, sino que una buena parte de ella se le escapará.

Consecuencia de todo ello se adquiere un cierto conocimiento, pero un conocimiento no teórico sino experiencial porque, como decía, la experiencia desborda lo meramente cognitivo. Adquiere así carta de presencia la sensibilidad, ‘tocar’ las cosas, en virtud de la cual la relación que se tiene con el mundo adquiere un color diferente. Educarnos para crecer en esta sensibilidad supone hacernos eco del cuerpo, de todo lo que tiene que ver con lo biológico, con lo vital, lo afectivo, instalándonos en la vida desde una clave que, de lo estético, muy bien puede abrirnos a lo espiritual.

Se trata de un horizonte que sólo se hace accesible para quien paga el precio de renunciar a la certeza absoluta propia de una razón lógica, de una razón pura, precio que no es otro que insistir en estos ingredientes a menudo olvidados de nuestra razón, convirtiéndola en lo que el profesor Conill denomina razón impura, una razón de carácter experiencial, con una indudable dimensión hermenéutica (Gadamer) y noológica (Zubiri), dando así entrada al ámbito de lo que Ortega y Gasset denominaba el ámbito de lo vital, es decir, el que tiene que ver con la existencia sentida, con el valor vital de los valores y los sentimientos.

Ello supone descubrir esa vasta riqueza que subyace a una razón meramente lógica, qué ha de experiencial bajo el uso formal de la razón. Una razón que, por mucho que lo pretendan los autores idealistas, en su mismo ejercicio formal deja entrever voluntad, rebeldía, deseo de conocer, cansancio, ilusión… poniendo en entredicho precisamente esa pretendida autonomía absoluta de la razón (pura). Seguramente el a priori del cuerpo no se reduzca a su papel de soporte de las funciones de la conciencia y del lenguaje, sino que consista en un elemento integrador de la misma razón, tanto como para poder hablar también de ‘razón del cuerpo’ (Nietzsche), o de ‘razón sentiente’ (Zubiri). Muy bien se podría decir que la sensibilidad (el cuerpo, lo biológico, lo orgánico, lo afectivo) es el modo primario de la razón.