27 de agosto de 2024

Ciencias naturales y filosofía: modos de conocer que se exigen y se enriquecen

Un rasgo característico de nuestra especie es que buscamos saber qué son las cosas, qué es la realidad, empresa para la cual empleamos diferentes estrategias. Vaya por delante que si queremos conocer las cosas, es porque están quedan ante nosotros de una determinada manera, en virtud de la cual nos nace la necesidad de conocerlas, de ‘tener que’ conocerlas en tanto que hemos de ‘hacernos cargo’ de la realidad. Las mismas cosas también están presentes ante individuos de otras especies, pero ellos no ‘conocen’ como nosotros: aunque posean cierto conocimiento, no conocen tal y como nosotros entendemos el conocimiento. Por ejemplo, un animal ‘sabe’ que el fuego quema, pero no lo sabe igual que nosotros: nosotros no sólo sabemos que el fuego quema, sino que sabemos lo que es el fuego. De alguna manera, ante la inteligencia tenemos la cosa en su sernos presente, y a la vez planteándonos el problema de lo que es. Nuestra inteligencia, pues, produce una especie de desdoblamiento en nuestra relación con las cosas, nuestro pensar no se contenta con que las cosas estén presentes sino que se ve impelido a averiguar qué sean esas cosas que le están presentes: nosotros no sólo tenemos presentes las cosas que son (también las tienen los animales) sino que pretendemos averiguar qué son esas cosas que nos son presentes siendo como son. Así, nuestro pensamiento, nuestro conocimiento, nuestra inteligencia, posibilita que nos podamos introducir en la índole de la realidad.

Podemos plantearnos por qué esto es así, por qué, en un momento dado, no es suficiente el conocimiento adquirido sino que es preciso ir más allá. O incluso por qué no podemos sino conocer, algo que ―salvando las distancias― también han de realizar todas las especies para poder sobrevivir. Zubiri lo ha denominado en alguna ocasión como que la realidad posee un carácter instante, en el sentido de que la realidad, y no olvidemos que el ser humano también es realidad, impulsa a conocer, a conocer cada vez más. Esto es lo que quiere expresar con el carácter ‘instante’ de la realidad, entendiendo ‘instante’ no en sentido temporal (como un período de tiempo muy corto) sino como impelente, que nos impulsa, que nos insta.

Otra cosa es cómo acometamos dicha tarea, para lo cual se pueden seguir distintas estrategias. Tanto las ciencias naturales como la filosofía tratan de conocer qué sea la realidad, realizando un tránsito, cada una a su manera y siguiendo sus esquemas, de lo inmediato a lo mediato. Al hombre le es dado de modo inmediato un sinfín de cosas y de fenómenos, con los que muy bien puede hacer su vida; pero el caso es que no nos contentamos con ello, sino que aspiramos a profundizar más en lo que sean esas cosas que se nos presentan de modo inmediato, alcanzando así un conocimiento que ya no es inmediato, sino mediato, mediado precisamente por las herramientas y estrategias propias de cada tipo de conocimiento.

Así, el saber parte de un problema fundamental, que no es otro que tratar de conocer en profundidad los hechos que se le presentan inmediatamente a la inteligencia, la cual, en el momento en que se plantea precisamente qué sean, las convierte en un problema, un problema que cada ciencia ha de resolver según sus propios métodos y en el seno de su propia especificidad, adquiriendo así ese conocimiento mediato.

Pero pronto se le presentan a cada ciencia dos cuestiones añadidas. La primera tiene que ver con el hacerse eco de que su modo de encarar una cosa es eso, su modo, siendo consciente que esa misma cosa se podría encarar de otros modos, alumbrando otras dimensiones de aquello que ella misma está intentando esclarecer. La segunda es el hacerse eco de que las cosas que se le presentan no se le presentan solas, aisladas, sino que se le presentan en relación con otras, de modo que cuando trata de estudiar una cosa no puede sino recortarla sobre todo ese conjunto de cosas entre las que está. En las cosas hay más dimensiones que las que estudia un modo de saber, y hay muchas más cosas que las que se trata de conocer, de las que tenemos noticia precisamente conociendo a la cosa concreta que queremos conocer, que nos ‘arrastra’ de alguna manera a todas las demás.

Cada ciencia, pues, sabe que aporta algo al gran edificio del conocimiento, pero sabe a la vez que es insuficiente; en su propio conocer, adquiere noticia de que su objeto de conocimiento, la realidad, se le escapa, que es mucho más de lo que ella puede abarcar. No es sólo que su objeto de conocimiento pueda ser complementado por el adquirido por otras disciplinas, sino también y sobre todo que hay un fondo de realidad hacia el que apunta precisamente lo que ella conoce. Se puede afirmar que el conocimiento positivo nos remite a un ‘fondo’ como última instancia de la realidad, fondo al que apuntan todas las ciencias y que, por propia definición, no pueden alcanzar: se trata, pues, de algo filosófico. Un fondo que muy bien se puede enfocar hacia el interior de la cosa (hacia su fondo fundamentante) como hacia el exterior (hacia el todo de ‘la’ realidad).

Este enfoque de la realidad como total nos lleva a una idea de realidad, más que como un conjunto de cosas o de entes cognoscibles, como ‘la’ realidad, algo que tiene repercusiones interesantes. Dice Zubiri: «De aquí que cuando el hombre conoce o hace ciencia positiva se encuentra en una situación especial; por una parte, trata las peculiaridades de la realidad que quiere estudiar y, por otro lado, tiene que tener presente algo que afecta al carácter total de la realidad dentro del cual están inmersos los objetos de las ciencias estudiadas». Y aquí se da una situación paradójica, circular, pero según una circularidad virtuosa. Por un lado, la ciencia conoce a la realidad en virtud de su carácter instante, algo de lo que, por el otro, no podemos tener noticia sino partiendo de ese conocimiento particular de las cosas. Es gracias al conocimiento de las cosas al que nos impele el carácter instante de la realidad que podemos tener noticia de dicho carácter instante y de ‘la’ realidad, en tanto que ese conocimiento de las cosas nos abre a ella. Esto puede ser porque la realidad no sólo está presente en cada ciencia según sus objetos particulares de estudio, sino porque también está presente como un todo, un todo sobre el que emerge precisamente su objeto específico de estudio, un todo que se convierte en problema ya no científico, sino filosófico. Así lo explica Zubiri: «Por esto en la ciencia positiva hay una doble vertiente (…): primero, la realidad particular de cada ciencia con sus métodos propios y problemas últimos y, segundo, esa referencia de que cada trozo de que trata la ciencia en cuanto general es algo que pertenece y es en el todo de la realidad. Por la primera vertiente tenemos la ciencia positiva; por la segunda podríamos barruntar (solo barruntar) la realidad del todo como algo que da lugar al problema de la filosofía».

Avanzando por esta vía, se van descubriendo una serie de problemas fundamentales sobre la realidad, problemas de carácter filosófico a los que nos lleva la parcela de realidad investigada por cada ciencia. Del mismo modo, encarar filosóficamente qué sea la realidad puede revertir enriquecedoramente en el estudio que cada disciplina científica realice sobre su específico ámbito de la realidad. No son pocos los ejemplos en la historia del conocimiento humano.

20 de agosto de 2024

Privaciones afectivas propician personalidades disfuncionales

Nunca seremos lo suficientemente conscientes de cómo influyen en el desempeño habitual de nuestras vidas la configuración de las estructuras profundas de nuestro cerebro, aquellas que gestionan sobre todo los procesos vegetativos y emocionales, de modo previo a que la consciencia haga acto de presencia. Lo que pensamos, lo que hacemos, lo que comprendemos, pende en buena medida del funcionamiento de las estructuras primarias de nuestro cuerpo; y, ¿de qué depende su funcionamiento? Pues de cómo se han ido configurando a lo largo de su despliegue desde las etapas iniciales de nuestra existencia. Autores como Rof Carballo o Cyrulnik insisten en el hecho de que, para que éstas se encuentren configuradas en nosotros de modo funcional, es preciso haber vivido en un entorno de experiencias nutritivas, con encuentros de cuidado y de ternura. Es ese entorno amable el que propicia que el despliegue de nuestras vidas sea funcional, con la confianza que otorga el sentirse querido y que será la que propicie que abramos una ventana al mundo en virtud de una curiosidad vital no medrada por el muro levantado por temores infundados.

Por ejemplo: ¿por qué se lanza a balbucear sus primeras palabras un bebé? Pues porque sus ojos reconocen una figura familiar y amable, con la que quieren relacionarse; si no se siente en un entorno de confianza, no se suscitarán en él las ganas de hablar, ni siquiera de comunicarse. Sólo sentirá curiosidad por ese océano lingüístico de los adultos que le rodean, y que no entiende en absoluto, si se siente acogido en un mundo que le desborda en todos los sentidos y se encuentra con el suficiente ánimo de lanzarse hacia él. No es ninguna locura afirmar que la palabra tiene su origen en lo social: o aún más: en su repercusión en el cuerpo y en la afectividad. Un niño que no se siente acogido, o no hablará o lo hará con dificultad.

Por parte de los adultos, no hay que confundir este entorno de confianza con una excesiva proximidad; del mismo modo que una separación frecuente puede crear apegos disfuncionales, lo propio ocurre al contrario, cuando la separación es inexistente y el contacto asfixiante. El vínculo nutritivo no se da ni cuando la separación es acusada, ni cuando la proximidad se convierte en fusión, todo lo cual confundirá al bebé que no sabrá discernir cuáles son sus sentimientos, oscurecidos como están por lo que ‘debe sentir’ según pautas inestables. Siguen de ahí despliegues disfuncionales por parte del bebé, pues es fácil que el niño se familiarice con percepciones o comprensiones de lo cotidiano alteradas o imposibles, cuya disfuncionalidad impide la creación de cualquier tipo de vínculo nutritivo.

La percepción que los niños tienen del mundo se puede disociar de lo representado en base a muchos factores. Esto sucede cuando no hay un marco adecuado en el cual ir encajando lo que recibe del entorno. Por ejemplo, cuando un niño sufre abusos de alguno de sus padres (no necesariamente sexuales), por el hecho de provenir de ellos concebirá esta experiencia con una connotación que no sabrá interpretar adecuadamente, y que no le quedará más remedio que integrar según su entramado familiar. El niño crecerá con una disfuncionalidad que afectará a muchos y variados aspectos de su personalidad, y que permanecerán mientras no se pueda resolver esta incongruencia, algo que suele ocurrir ya de adulo, frecuentemente con la ayuda de un terapeuta en función de la gravedad del caso. Será entonces cuando pueda comprender todo aquello que le sucedió.

Dice Cyrulnik: «Todas las grandes emociones de la vida pasan por una etapa de latencia entre la percepción inmediata y la representación del acto, por definición siempre retrasada, puesto que se trata de presentarse de nuevo a uno mismo, en imágenes o sónicos, una escena experimentada con anterioridad. Este mecanismo psicológico es la norma en todos los grandes fracasos de la vida, como los accidentes, las guerras, las torturas o los incestos, donde el sufrimiento aparece más tarde, en las representaciones mucho más que en la percepción».

Mientras que las emociones animales se originan de la relación con su medio, los sentimientos humanos hacen lo propio de sus relaciones sociales, o mejor, de las representaciones personales suscitadas en el seno de dicho discurso social. Como ya viera Smith hablando de la simpatía, la relación afectiva con los demás nos fundamenta y nos configura, sintiendo en gran medida lo que se nos dice que hemos de sentir mucho antes de ser capaces de sentir según nuestra propia experiencia personal. Lo cual puede dar a una vivencia de ruptura interior cuando en uno no nacen los sentimientos que se le ha dicho que tiene que sentir, algo que ocurre en entornos afectivos disfuncionales e inestables. Este es el motivo por el cual niños abandonados, no es sólo que presenten dificultades para amar, sino que también son difíciles de amar, no reconociéndose ellos mismos en ambientes de afecto sano y nutritivo, necesitando encontrar sus espacios de soledad y retraimiento que, en definitiva, constituyen su mundo. Resultado de ello será una afectividad polarizada con explosiones de alegría o de ira, tan difíciles de encauzar para un educador por deberse a una aleatoriedad similar a la del ambiente en que se originaron. Estos niños, a causa de su abandono y de su privación afectiva, no pueden, no saben, asumir sanamente las experiencias que le acontecen. Son partituras con las notas caídas, sin melodía. Esto, que hoy en día puede parecernos más que razonable, lo cierto es que no fue hasta 1950 cuando Spitz, Bowlby y Robertson, hicieron observable mediante grabaciones algo que el pensamiento colectivo ni se imaginaba: que un niño privado de su madre puede sufrir problemas afectivos.

13 de agosto de 2024

La percepción prelógica del mundo

Veíamos lo interesante que era analizar el movimiento de un objeto, no tanto desde la trayectoria que describe, sino desde el mismo objeto, desde el móvil que es el que describe tal trayectoria. Cuando analizamos lógica o científicamente un movimiento de un objeto, si podemos hablar de ‘movimiento’, es porque dicho movimiento existe antes que el análisis que de él podamos realizar, y en virtud del cual lo ‘objetivamos’, lo definimos ‘absolutamente’ según descripciones rigurosas o ecuaciones matemáticas; los movimientos existen previamente al ‘mundo objetivo’ origen de todas las afirmaciones que podamos realizar sobre él, movimientos previos de los cuales tenemos noticia también, pero no una noticia lógica, sino prelógica, vivencial, existencial. Este movimiento primario es prelógico: cuando el lógico comienza su trabajo, ya hay todo un mundo prelógico en activo, al cual hay que tratar de acceder para comprender en su génesis la experiencia del mundo. Porque el mundo no está hecho de ‘cosas’ que se mueven, sino de transiciones en general; ninguna cosa es estática; todo, absolutamente todo, está en devenir, está en continua transformación, también nosotros.

Si hablamos de que ‘algo’ está en tránsito es porque ese algo parece que permanece en el seno de un entorno más volátil, definiéndose únicamente porque su forma de pasar está ralentizada respecto a su movimiento. Ese entorno no es tampoco un entorno ‘en general’, sino que es el entorno en el que cada observador se sitúa y en el seno del cual pone lo que para él existe; y está descrito por unas coordenadas espaciotemporales. Efectivamente, lo que exista para un observador le está presente en el espacio que le circunda, y envuelto en un mismo intervalo temporal; un intervalo temporal que no es más que una sección arbitraria de ese todo tempóreo que es su estar en el mundo. Cada intervalo deviene del anterior, es su continuación, para desembocar en el posterior, el cual será continuación de éste. Su identificación se debe a circunstancias extrínsecas al propio devenir tempóreo, en función de las cosas que estén presentes y del modo de estarlo. Todo presente encierra algo de su pasado y de su futuro, expresándose precisamente en su devenir tempóreo.

Así las cosas, qué sea aquello que se mueva o no dependerá de nuestro campo visual, el cual es mucho más que un recorte del mundo objetivo al que tenemos acceso, mucho más que un paisaje con bordes claramente definidos. Porque lo cierto es que vemos mucho más de lo que vemos con claridad. E incluso vemos ‘lo que no vemos’, como acontece cuando escuchamos un sonido familiar tras la puerta cerrada que, sin ver explícitamente el objeto que lo ha generado, tenemos la experiencia de que sí que lo vemos. El límite del campo visual no es el tránsito de la visión a la no-visión, ya que muchos elementos no-vistos forman parte también de mi campo visual, como las partes que no vemos de las cosas que están delante de nosotros. Como dice Merleau-Ponty, «nos es preciso reconocer lo indeterminado como un fenómeno positivo. Es dentro de esta atmósfera que se presenta la cualidad».

Qué vemos y qué no vemos depende de nuestra situación en el mundo; y qué se mueve y qué no se mueve, también, pues el movimiento es algo estructural, lo que no quiere decir que sea meramente relativo o arbitrario. Pero no es algo que nos venga dado de modo ‘absoluto’: «lo que da a una parte del campo valor de móvil, a la otra parte valor de fondo, es la manera como establecemos nuestras relaciones con ambas por el acto de la mirada».

Mi mirada influye en las cosas, porque mi ojo no es una pantalla en la que se proyectan las cosas, sino un modo de llegar a ellas. Mi mirada vaga hasta que se fija en el objeto, hasta que hace presa en él, tensándose al atenderlo. Y este ‘fijarse’ no es un desplazamiento geométrico y objetivo, sino una ‘marcha hacia lo real’. El cuerpo proporciona al ojo su poder perceptor, en tanto que le sitúa ante un campo y le engrana al mundo: cómo capte a ese objeto dependerá de cómo el ojo esté anclado en la situación, todo lo cual puede ir cambiando. No es una percepción explícita, clara, sino experiencial, mundanal. Cuando atendemos a ciertos puntos de referencia, estos nos son dados preconscientemente como ‘ya’ puestos en ‘nuestra’ percepción, motivo por el cual, precisamente, nos demoramos en ellos. Para poder ver, antes hay que haber sido visto, con una mirada ‘que me abraza y me permite ver’. Para ‘otros ojos’, para otra percepción, valdrán otros puntos de referencia.

Esto se pone de manifiesto claramente en dos situaciones: a) cuando otros eligen unos puntos que no son los nuestros, ‘viendo’ cosas que a nosotros nos han pasado desapercibidas, algo que nos sorprende; y b) en situaciones ambiguas, en las que los puntos de referencia no surgen claramente, de modo que no podemos percibir con todo nuestro ser, en tanto que le falta precisamente un asidero al que anclarse. Es en este nivel prelógico en el que hay que situarse para comprender el origen de nuestra percepción del movimiento, sobre la cual trabajan el científico y el lógico, también el psicólogo.

6 de agosto de 2024

Del modo ‘superficie’ al modo ‘profundidad’

Comentaba la maravilla que suponía descubrir toda la riqueza que alberga nuestro sí-mismo; acostumbrados a vivir en modo ‘superficie’, nos es difícil descubrir otras dimensiones o niveles de nuestra humanidad los cuales, desde los usos habituales del modo superficie, son inaccesibles como tales. El descubrir ese modo ‘profundidad’ de ser supone una verdadera transformación personal, una auténtica ‘metamorfosis trascendental’, como le gustaba decir a Schopenhauer.

¿En qué consiste esta transformación? ¿Cómo se lleva a cabo? La noticia de esa dimensión profunda de nuestro ser no podemos sino tenerla desde el modo de superficie: oímos hablar de ello, conocemos a personas contemplativas que nos cuestionan… Pero difícilmente se puede dar el salto a la profundidad desde los modos y los usos de superficie pues, por definición, esos usos y modos deben ser dejados a un lado, cuanto menos en los momentos explícitamente dedicados a ello. Y por ahí se empieza: cuando uno tiene noticia de ello, y le surge la inquietud por ir tras ello, pues sólo tiene que ponerse manos a la obra. A mi modo de ver, la transformación no comienza de otro modo que, partiendo de ese estado de superficie, y habiendo atisbado la posibilidad de otro modo de vida más enriquecedor, orientar nuestra vida hacia ello.

Si lo pensamos, no deja de ser clamoroso que nosotros no siempre seamos conscientes de cómo somos esencialmente, de qué carácter es nuestra realidad esencial; por lo general, ello se debe a que nuestra mente no es lo suficientemente transparente, no está sintonizada con ese fondo al que eclipsa con la vertiginosidad de sus pensamientos y sus atropelladas actividades. Ese mundo agitado de imágenes y palabras nos impide gozar de la mínima serenidad necesaria para hacer actual nuestra dimensión profunda. Si aprendemos a ir más allá de las formas y los conceptos, también seremos capaces de aprehendernos más allá de las formas y los conceptos, todo lo cual supone una auténtica revolución antropológica, un verdadero desarrollo personal. De hecho, esto es la que trata de explicarnos san Juan en la Subida, superar esa barrera que supone el tránsito en el que las cosas van dejando de tener ese poder sobre nosotros, pero todavía no lo tiene suficientemente el vacío en que Dios habita.

Como decía, esta transformación tiene una dimensión antropológica antes que espiritual. De hecho, la espiritual no comienza antes de que la persona esté dispuesta adecuadamente, esté descondicionada, todo lo cual supone que hay que ‘rearmarla’ desde el punto de partida habitual que suele ser una desestructuración radical propia de cuando se vive en la superficie. No pocos problemas de toda índole que padecemos las personas tienen su origen en esta desestructuración, en el hecho de que nuestros planos y niveles andan ‘sueltos’, cada uno por su lado, sino una mínima y sana integración. Vivimos desacompasadamente, nuestra mente suele ir desconectada de nuestro sí-mismo, y el ruido se hace omnipresente en nuestras vidas en infinidad de maneras.

Una clara muestra de estos ruidos puede ser esta experiencia, que todos hemos tenido en alguna ocasión, de que hay en nosotros como dos ‘yoes’: uno que hace ciertas cosas, y otro que se caracteriza más que por destacar lo bueno que hacemos, por denunciar lo malo, con reproches culpabilizadores, en una especie de castigo autoinfligido, entrando en una circularidad perniciosa que, por lo general, no nos lleva a ningún cambio, sino, más bien, a sentirnos mal con nosotros mismos para seguir haciendo, la mayoría de las veces, lo mismo. Solemos tener una personalidad desdoblada: la que realmente actúa, y la otra que hace de juez, que recrimina, castiga o penaliza, nada de lo cual nos ayuda a cambiar realmente. Incluso en ocasiones este desdoblamiento se ha convertido en parte íntima nuestra, tanto que pensamos que es difícil que no sea de esta manera, porque es nuestro carácter, somos así. Algunas personas se sienten culpables cuando se sienten bien.

Y es que, cuando afrontamos nuestros problemas ‘desde fuera’, desde la reflexión consciente y deliberativa, desde el ámbito de lo mental, quizá no estamos afrontando el problema con la mejor estrategia; en vez de hacerlo de fuera adentro, quizá podríamos hacerlo de dentro afuera, de modo que no sea lo mental lo que dirige el proceso, sino que sea lo corporal, nuestro sí-mismo que nos habla desde su fondo esencial: quizá, en lugar de hablarnos a nosotros mismos desde fuera a dentro, sería más oportuno escuchar lo que viene de nosotros, desde dentro. Porque el modo de reducir y silenciar esos ruidos no se puede hacer desde la superficie, sino que es preciso que nuestro sí-mismo se haga actual según su modo específico. Mientras lo hagamos desde la conciencia, podemos emplear toda nuestra vida en conseguir algo que, por definición, es imposible: no se puede acallar la mente desde la mente.

Todo esto que sobre el papel parece de Perogrullo, que parece algo muy natural y evidente, es en verdad muy poco frecuente. ¡Tan lejos estamos de nosotros mismos! Somos personas fundamentalmente mentales; vivimos a base de pensamientos, emociones, sin parar de hacer cosas, todo lo cual no es que sea malo en sí, pero quizá sí que lo sea cuando se adueña tanto de nosotros que nos impide sencillamente escuchar, sentirnos, experienciarnos. Sólo el proceso de silenciamiento nos abre a nuestra dimensión profunda; mientras no sea así, nuestra mente reflexiva se tornará inoperante. El asunto no pasa porque el análisis sea mejor o peor sino que, por muy acertado que sea, por muy correctas que sean sus conclusiones, no nos podrá realmente ayudar, pues nos mantenemos en el ámbito de nuestra periferia, en el ámbito de la superficie. No es así posible un cambio real en nosotros.