21 de mayo de 2024

La ¿doble naturaleza?

Si lo pensamos un poco, parece que lo normal en la vida debería ser que uno se encontrara habitualmente bien consigo mismo, según una sensación de satisfacción, de armonía, de paz. Por desgracia, sabemos que no siempre es así; es más: seguramente sea algo excepcional. Creo que no es ocioso el preguntarnos por qué. Usualmente se asume que en el hombre hay una doble naturaleza. La primera naturaleza tendría que ver con la que se nace y que propicia que sea constitutivamente un miembro de nuestra especie, con las potencialidades propias que, en principio, deberían ser suficientes para desplegar su vida, tal y como acontece en el resto de especies. En nuestro caso, esta primera naturaleza se vería rápidamente modulada por una segunda, a causa de la influencia del ambiente y de la cultura, a través de la educación y de las relaciones sociales de todo tipo. Las deficiencias de todo ello serían el motivo de buena parte de nuestros males. Tanto es así que se afirma que esta segunda naturaleza no es la nuestra, sino que es aquello que se nos ha incrustado en el proceso de socialización, y que no nos pertenece de suyo.

¿Es correcto este planteamiento? ¿Ha lugar en nosotros a esa diferenciación entre la primera y la segunda naturaleza? Si así fuera, se podrían distinguir ambas; pero ¿cuál es esta primera naturaleza?, ¿existe alguien que viva únicamente a partir de ella?, ¿cómo debería ser? ¿No parece que, en el fondo, se entremezclen ambas naturalezas en una sola, que vendría a ser nuestro modo de ser humanos? A mi modo de ver no parece razonable afirmar que existe una primera naturaleza, una naturaleza humana ―digamos― pura, auténtica, pues desde el momento en que nacemos, incluso antes, la socialización ha hecho acto de presencia en nosotros. No tenemos un modo de ser ‘natural’, sino que nuestra naturaleza implica un modo de ser en el que se aúna lo biológico con lo espiritual. 

¿A dónde nos lleva esto? Desde el momento en que somos engendrados, y comienza nuestro desarrollo desde la primera célula que ya somos cada cual, con todos los procesos biológicos de multiplicación, diferenciación, etc., ese despliegue dirigido por nuestro genes se realiza a una con los recursos solicitados al efecto, recursos que, en nuestro caso y a causa de nuestra especificidad humana, no son sólo energéticos o materiales sino también espirituales. Se sabe que la conducta de la madre, sus hábitos de vida, etc., revierten en la configuración fisiológica de su bebé, algo en lo que también influye el entorno familiar. Si esto es así ―y todo indica que así es― supone un giro importante en nuestra idea de educación, tal y como ya vio premonitoriamente Rof Carballo.

Conforme uno va creciendo en la comprensión de todo lo que conlleva ser un miembro de nuestra especie, se da cuenta de que la distinción en niveles o capas de nuestro modo de ser no son sino formas de hablar para entendernos, pero que, en realidad, no somos sino una realidad unitaria, en la cual, eso sí, podemos adivinar distintas dimensiones. Conforme uno va ahondando en lo esencial, esa distinción se va tornando artificial, pues entonces, ante una mirada no divergente sino convergente, todo se unifica.

Ciertamente, no todos estamos así instalados en la realidad; más bien solemos vivir desconociendo toda la profundidad de nuestro ser, todo el calado que supone vivir de un modo auténticamente humano, contentándonos con vivir desde lo externo. Nicolás Caballero nos explica cómo la oración nos permite trascender ese modo superficial en que habitualmente estamos instalados en la realidad; quizá, antes que decir ‘modo superficial’ sería más oportuno decir ‘modo de superficie’, para evitar la carga peyorativa que tiene aquella expresión, porque no estoy hablando aquí desde ningún juicio de valor. Cuando uno pasa de estar en modo ‘superficie’ a estar en modo ‘profundidad’, se da cuenta de que la distinción entre fondo y superficie es artificial, no siendo más que modos de expresar el descubrimiento en nosotros de un modo de vivir más hondo, desconocido hasta su revelación, y que nos hace enfocar la vida y nuestra presencia en la realidad de un modo muy distinto. Uno, acostumbrado a vivir en modo superficie, cuando se da cuenta de que hay mucho más sí-mismo en lo profundo de su ser, tiende a conceptuarlo como esa dimensión profunda, distinta de la de superficie; pero, en el fondo, se trata de una única realidad, la de cada cual, que es como es, sólo que ahora es más rica, pues cuenta con todo aquello que habitaba en la profundidad y que permanecían velados en la superficie.

La oración de contemplación nos ayuda superar lo fugaz, lo superficial, lo diferente, las apariencias, las formas a las que nos ligan los sentidos y la imaginación, para ir a la trastienda, a las bambalinas, donde se encuentra la vida de todo; una vida a la que «ya no se llega ni con los sentidos ni con la imaginación; se llega únicamente, cuando se han acallado los sentidos y la imaginación». La contemplación posee una dimensión antropológica antes que espiritual, pues nos ayuda a redescubrir nuestro cuerpo, nuestra conciencia, aunándolo en una nueva experiencia en la que se difuminan las fronteras. Con el tiempo, ese modo de vida integrador dejará de estar presente en los momentos puntuales de oración para impregnar toda nuestra existencia. Porque la persona cambia conforme va descubriéndose a sí misma, conforme va descubriendo la riqueza de su sí-mismo, conforme va haciéndose eco de que hay mucha más vida allende de sus vaivenes y oscilaciones, de sus maneras de ser, de sentirse, de hacer; la oración nos permite reconocernos más allá de nuestras máscaras o roles habituales, transformándonos, ayudándonos a ‘más vivir’, a ‘más ser’; proceso que al principio no deja de tener cierta dificultad, en tanto que nos desnuda a nosotros mismos.

2 comentarios:

  1. Parece ser que el carácter se formaliza entre los 2 o 3años de vida pero, la personalidad se va desarrollando hacia los 12años( momento de la confirmación católica)....entre otros rituales.

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    1. Yo diría que harían falta unos pocos años más, entre la adolescencia y la juventud. Eso dando por hecho de que, en el fondo, siempre estamos configurando nuestro carácter, hasta el día en que dejemos de vivir. Un saludo.

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