25 de junio de 2024

El fundamento de la hermenéutica desde la experiencia de una buena conversación

Veíamos cómo, bien pensado, y así nos lo enseña Gadamer, la dinámica de la pregunta es un mundo: supone una actitud previa por parte del que pregunta, se sitúa en un horizonte en el cual adquiere su sentido… Pero Gadamer da una vuelta de tuerca más, haciéndose eco de la necesidad de que, en un momento dado, surja una pregunta. La verdad es que Gadamer es aquí muy fino; ya siento resumir reflexiones muy jugosas en unas pocas líneas.

Gadamer se hace eco de que toda pregunta supone que haya algo que no sepa, pero, ¿cómo surge en mi vida tal consideración?, ¿cómo sé yo que no sé lo que no sé?, ¿cómo soy consciente de que puedo saber más cosas de las que sé?, ¿cómo puedo preguntar algo que no sé que lo puedo saber? Aunque estas preguntas puedan parecer evidentes, cuando uno comienza a profundizar en ellas, y se realiza en el contexto de una vida que trata de comprenderse a sí misma y a la realidad, pues resulta que no lo son. Porque ―como dice Gadamer― «no hay método que enseñe a preguntar», ni a averiguar qué es lo cuestionable en un momento dado. Si bien se puede partir de un saber que no se sabe todo, ¿hacia dónde he de encaminar mi saber? No todo ‘no saber’ es igual.

Hay un ‘no saber’ que no se hace eco de ello, que no es consciente ni le importa; otro ‘no saber’ es consciente de su limitación, y busca saber más, y será en el contexto en que esto se dé que uno realizará la pregunta, la cual aparecerá entonces así enmarcada: «Todo preguntar y todo querer saber presupone un saber que no se sabe, pero de manera tal que es un determinado no saber el que conduce a una determinada pregunta».

Caben así, pues, varias posturas. En primer lugar, la del que no pregunta. El que no sabe, pero cree que sí, situándose en el plano de la opinión. El que opina, por lo general no sabe que se mueve en este nivel, pensado que sí que sabe; porque, el que se sitúa en la opinión, difícilmente reconocerá que no sabe: «Opinión es lo que reprime el preguntar». En segundo lugar, tenemos la ocurrencia. Agudamente Gadamer nos hace ver que cuando hablamos de ocurrencias solemos asociarlas más a las respuestas que a las preguntas: suelen darse ante un reto que se nos plantea, y que queremos darle solución, tal y como ocurre con los acertijos. Se echa mano aquí de cierta intuición. Pero también es propio de la ocurrencia esa pregunta que le empuja a uno hacia más allá de sí mismo. Esta ‘pregunta ocurrente’ está motivada frecuentemente por ese carácter negativo de la experiencia, por ese momento inesperado, sorprendente, que nos desubica. Mientras lo experienciado quepa en lo esperable de nuestros esquemas, no suscitará la pregunta; pero en cuanto nos sentimos descolocados, surgen preguntas. Es aquello que no entra en nuestros conocimientos preestablecidos lo que nos impulsa a realizar preguntas. En este sentido la pregunta se nos impone: «llega un momento en que ya no se la puede seguir eludiendo ni permanecer en la opinión acostumbrada».

Y como decíamos al hilo de la experiencia, la dialéctica como arte de preguntar no está dirigida hacia un saber definitivo, sino en un seguir manteniendo al espíritu ávido de nuevas preguntas porque, en definitiva, está uno dispuesto a no vivir en su rutina, sino a vivir desde una honda apertura existencial. Preguntar no es un infinitivo, sino un gerundio: «El arte de preguntar es el arte de seguir preguntando, y esto significa que es el arte de pensar». Sólo pregunta de verdad quien piensa; y sólo piensa quien vive; y sólo vive quien se detiene, y mira.

Vanessa Bell_Conversación (1913-6)
Todo ello supone no sólo el arte de vivir y el arte de preguntar, sino el arte de conversar. ¿Cuándo se da una conversación? La conversación se da cuando los interlocutores se sitúan en una determinada posición, caracterizada por dos rasgos. En primer lugar, no se pueden situar en horizontes distintos, lo que imposibilitaría el encuentro. Y, en segundo lugar, y aun en el seno del mismo horizonte, puede ocurrir que el interlocutor no siga nuestros pasos (y viceversa), y que en lugar de un decir y de un escuchar haya, bien un diálogo de sordos, bien un aplastamiento dialéctico, sin escuchar en ninguno de los dos casos los argumentos del interlocutor.

Tristemente, esto es muy frecuente, y mina de raíz cualquier posibilidad de encuentro conversacional. La conversación es sustituida por un enfrentamiento dialéctico; no se busca conversar, sino vencer, buscando estratégicamente los puntos débiles del argumento del interlocutor, para optimizar las posibilidades propias. Nada de esto tiene que ver con el que sabe conversar; porque éste no busca potenciar artificialmente el punto débil de lo dicho, sino buscar la fortaleza de aquello que nos sitúa en la vía de la verdad, aun cuando eso sea dicho no por él, sino por el otro. Por eso, porque va en pos de la verdad, no se arredra ante la necesidad de ceder ante la opinión del otro. El fin de la conversación no es (con)vencer, sino enderezarse hacia la verdad, a pesar de todo lo problemático que pueda ser esta afirmación. El buen conversador es capaz de extraer lo mejor del otro quien, lejos de ser un oponente o un enemigo, es el mejor aliado. «Pues la dialéctica consiste no en el intento de buscar el punto débil de lo dicho, sino más bien en encontrar su verdadera fuerza. En consecuencia no se refiere a aquel arte de hablar y argumentar que es capaz de hacer fuerte una causa débil, sino al arte de pensar que es capaz de reforzar lo dicho desde la cosa misma».

El que de verdad quiere conocer, no se queda en el ámbito de las opiniones. De ahí el carácter mayéutico del diálogo socrático: busca acceder a lo verdadero, traspasando el saber superficial, buscando la verdad de las cosas. En el diálogo no se enfrentan opiniones, sino que se mira juntos en la dirección de la verdad. El diálogo entre preguntas y respuestas posee así una dimensión creativa, estética. Pues bien, su elaboración como arte en el caso del texto escrito es la tarea de la hermenéutica: «Lo trasmitido en forma literaria es así recuperado, desde el extrañamiento en el que se encontraba, al presente vivo del diálogo cuya realización originaria es siempre preguntar y responder».

18 de junio de 2024

La vivencia del tiempo

Un modo interesante de conocer a una persona, o de conocernos a nosotros mismos, tiene que ver con el modo en que ocupamos el tiempo, en qué cosas invertimos los minutos de que disponemos a lo largo de una jornada, en nuestros quehaceres cotidianos. O aún más: con la actitud de fondo con la que lo hacemos. Cómo cada cual emplee su tiempo no deja de revelar su pretensión vital, una pretensión que no pocas veces se nos oculta a nosotros, primeros protagonistas. Ciertamente, cuál sea la pretensión auténtica, la real, no la pensada o razonada, que subyace a nuestro día a día permanece con frecuencia inadvertida. Que devengamos en el tiempo es algo natural, tal y como acontece a cualquier otro ente de la naturaleza, sea vivo o no; pero, en nosotros, nada es del todo natural, sino que la presencia de lo humano va de suyo con un ejercicio de nuestra inteligencia en sentido amplio, con todo lo que conlleva de libertad e imaginación, de modo que ese devenir no es un mero devenir ‘físico’, sino ‘vital’, o mejor, 'biográfico', dotado de sentido. Todo lo que nos ocurre no son sino ingredientes de nuestras vidas personales, de nuestras biografías; ingredientes, no lo olvidemos, constitutivos.

Un día da para mucho, o para poco. Veinticuatro horas no son siempre veinticuatro horas de reloj: a unos, se les pasan sin darse cuenta, deseando que el día tuviese más horas para vivir; a otros, se les antoja un tiempo interminable, buscando estrategias para poder distraerse ‘matando el tiempo’.

Reducir el tiempo a su dimensión física, o cronológica, es en nuestro caso cuanto menos insuficiente. Saber a la perfección la hora, el minuto y el segundo en que vivimos, adaptando nuestras vidas a su ritmo implacable, si lo pensamos, es algo reciente en la historia de la humanidad. Buena parte de nuestros antepasados, no sólo vivieron ajenos al interminable tictac, sino que, aun habiendo relojes, vivían su jornada diaria… de otro modo, sin esa presión continuada de la agenda. ¿Seremos conscientes de cómo nos afecta esa presión continuada?

Marías lo expresa muy bien, explicando que ello ocurre no sólo cuando el tiempo comienza a cuantificarse, sino cuando nosotros adaptamos nuestras vidas a dicha cuantificación. Esto es algo que aparece «con los relojes exactos, cuando cada hora se abre y vuelca sobre nosotros, como una granada, su terrible contenido: sesenta minutos, cada uno de los cuales encierra ―y ello es sencillamente pavoroso― sesenta segundos». Es desde ese momento ―continúa― que «el tiempo, en lugar de fluir más o menos aceleradamente, o bien bañarnos pausadamente al remansarse en el deleite, o hacerse compacto y resistente en la espera, se convierte en una magnitud mensurable y exacta que llega, pasa, se acaba, se desfasa y nos hace vivir sobre aviso y desazonados».

Ortega y Gasset distinguió, en lo que se refiere a nuestro tiempo, aquel que es nuestro y aquél que no, que más o menos identificaba con lo felicitante y lo trabajoso. Es un hecho que todos necesitamos ‘vender’ tiempo nuestro sencillamente para poder vivir, realizando tareas a las que, por lo general, uno se siente obligado; diferente es el resto de tiempo, el que es nuestro, el tiempo libre del que uno pueda disponer para lo que quiera, el felicitante. Este reparto difiere en las distintas personas en base a muchos factores: sociales, profesionales, familiares, personales. También su cualificación, pues para no pocos el tiempo trabajoso es felicitante a la par, del mismo modo que para otros muchos el felicitante también es trabajoso, quizá más que el estrictamente dedicado al trabajo; no es difícil que el ocio se convierta también en un problema, contando uno las horas para poder volver a su ocupación, pues siente que el tiempo personal le asfixia y no le deja respirar. Muy agudamente añade Marías otro ámbito para nuestro tiempo diario, un tercer tipo de tiempo, como es el tiempo de nadie, es decir, un tiempo intermedio que no lo dedicamos ni al ocio ni al negocio, sino a otros menesteres tales como los desplazamientos, las colas en los establecimientos o en algunos trámites burocráticos, los infinitos minutos detenidos ante un semáforo en rojo… un tiempo que, en el fondo, se pierde, y al que le brindamos mucho espacio en nuestras vidas.

A lo que iba: en qué llenemos nuestra jornada cada cual dice mucho de nuestro modo de ser y de nuestro modo de vivir; y no tanto lo que hagamos, como la actitud de fondo desde la que lo hacemos. Ciertamente nos vemos impelidos gravemente por nuestra circunstancia al tiempo trabajoso, pero no menos gravemente depende también de nuestras propias decisiones que sea más o menos trabajoso o más o menos felicitante. ¿Es felicitante nuestro trabajo, o es una losa pesada que no tenemos más remedio que sobrellevar para llegar a final de mes? ¿Cuántos momentos hay en el día en que ‘pierdo el tiempo’? ¿Qué hago con ese tiempo ‘de nadie’ en mi vida? ¿De cuánto tiempo libre disponemos?, y ¿cómo lo empleamos? ¿Tengo espacio para aburrirme en mi vida?, o, aún mejor ¿sé aburrirme en mi vida, o me da pavor no tener nada que hacer? Todas son cuestiones fundamentales para aquél que quiere hacer de su vida, no un mero devenir cronológico, sino un fructífero devenir personal.

11 de junio de 2024

La investigación contemporánea sobre el electromagnetismo

Este post viene a ser como la segunda parte de unouno que escribí hace ya bastantes meses; lo cierto es que tenía pensado publicar los dos consecutivamente, pero se me olvidó. Si en aquél hablaba de cómo fue avanzando la investigación de la electricidad y el magnetismo, desde las primeras noticias que se tuvieron de estos fenómenos hasta la modernidad, hoy la extenderé hasta la época contemporánea. Quizá el autor que figure como gozne entre una época y otra fue Ampère, conocedor evidentemente de lo que se hizo hasta la fecha, cuya aportación fue muy relevante en este ámbito. De hecho, recogiendo lo que había hecho, y juntándolo con sus propios experimentos y estudios teóricos, es reconocido como el científico que consolidó en 1820 lo que hoy se conoce como Electrodinámica, de la que se considera su fundador. Ayudado por otros científicos (Arago, Biot, Savart y Laplace) estableció las ecuaciones que rigen la producción de los campos magnéticos por corrientes eléctricas, siguiendo la intuición del danés Oersted. El siguiente paso, las leyes de la inducción, lo daría en 1831 el inglés Faraday, otro monstruo. Sin olvidar a Ohm, quien enunció la ley que lleva su nombre, y que relaciona la generación de una corriente eléctrica con su circulación.

Durante las primeras décadas del siglo XIX los descubrimientos y los hallazgos se sucedían no sé si un poco atropelladamente; tanta era la actividad. Cosas de la vida, tuvo que aparecer una figura no estrictamente física, sino matemática, para poner en orden toda esta efervescencia de formulaciones de leyes físicas: el matemático Gauss. Gracias a él, las principales leyes del electromagnetismo observables a escala humana quedaron definidas, conservándose casi hasta la actualidad. Falta añadir la genialidad de Maxwell quien, apoyándose en todos estos conocimientos, integró los fenómenos electromagnéticos con los luminosos, verdadero culmen de la ciencia decimonónica, como relata de Broglie:

«Esta maravillosa fusión de los dos dominios de la Física hasta entonces totalmente separados, fusión que va a permitir, algunos años más tarde, comprender la naturaleza de las ondas hertzianas y el papel de la electricidad a la escala atómica, constituyen el coronamiento de una época que, en menos de un siglo, de Coulomb a Maxwell, había conducido a los físicos al conocimiento de todas las leyes macroscópicas de la electricidad y el magnetismo».

Parecía que ya estaba todo dicho, pero el caso es que estaba a punto de abrirse un nuevo mundo, hasta entonces desconocido: fue el paso de la escala humana a la escala subatómica, impulsado de alguna manera por el descubrimiento de las ondas hertzianas. Maxwell postuló que todas las radiaciones, visibles o invisibles, eran de naturaleza electromagnética. Sin embargo, a su muerte en 1849, aunque su teoría de campos se mostraba interesante, todavía no convencía del todo, predominando en la ciencia de la época el planteamiento rival de las acciones a distancia: «La predicción más espectacular de la teoría de Maxwell, que los campos eléctricos y magnéticos podían adquirir vida propia y propagarse como ondas auto-renovadas, no se había verificado», explica Wilczek. Ello cambió años más tarde gracias a Hertz quien, en 1886, fue capaz, sometiendo a prueba la idea de Maxwell, de crear la primera generación de emisores y receptores de radio: al descubrir ondas electromagnéticas de una longitud de onda mucho mayor que la de la luz, contribuyendo decisivamente a la telegrafía sin hilos. En torno a las primeras décadas del siglo XX, las técnicas de comunicación se apoyaron íntimamente en las propiedades de los electrones descubiertas por los trabajos de la física teórica.

La historia de la física teórica sufrió paralelamente un giro en sus intereses. A finales del siglo XIX, como decía, ya estaban bien asentadas las bases del electromagnetismo a escala humana; la curiosidad incansable de los científicos se orientó entonces hacia el conocimiento de ese flujo de energía que circulaba a través de los circuitos. Pronto se observó la proximidad entre este flujo y la composición estructural de la materia. Gracias a la electrolisis de Faraday, así como a los rayos catódicos en los que trabajó un buen número de científicos (Hittorf y Crookes en su descubrimiento, Leonard, Wiechert, Perrin y Villard entre otros en su desarrollo), se fue poniendo en evidencia la existencia de que la corriente negativa estaba constituida por unos pequeños corpúsculos, todos iguales, a saber: los electrones. Se observó que eran los mismos electrones los que se encontraban en el fluido eléctrico, en la emisión de electricidad por ciertos cuerpos por efecto de la luz (el efecto fotoeléctrico descubierto por Hertz en 1887), también por cuerpos incandescentes (efecto termoiónico), en la desintegración de algunos cuerpos radiactivos (rayos β)… Pronto se postuló que los electrones debían formar parte de la constitución de la materia. Físicos como J.J. Thomson o Lorentz los incluyeron en sus teorías y experimentaciones respecto a las interacciones entre materia y radiación. H.A. Lorentz hizo una aportación significativa con su ‘teoría de los electrones’, llegando a prever y a describir la acción de un campo magnético sobre el espectro emitido por un foco de luz colocado en ese campo (Broglie, 1960a: 151), algo que fue comprobado experimentalmente por Zeeman en 1896. Poco a poco se iba consolidando la idea de que, efectivamente, el electrón jugaba un papel esencial en la estructura de los átomos, así como en los procesos de sus emisiones espectrales. «Así, en un período que se puede circunscribir entre 1880 y 1905, aproximadamente, la Física había adquirido preciosos conocimientos nuevos sobre la electricidad no considerada esta vez a nuestra escala, sino a la escala infinitamente más pequeña de los átomos y los electrones» cuenta de Broglie. El origen de la mecánica cuántica estaba próximo, curiosamente gracias a los estudios sobre la radiación del cuerpo negro realizados por un tal Max Planck. Pero esto es otra historia.

4 de junio de 2024

Cuando la mente es una tirana

Hablaba en otro post sobre la dificultad que supone que el profesor se haga entender por el alumno, especialmente en el caso de la filosofía. Destacaba allí lo importante que es tener bien presente, sobre todo por parte el docente, la diferencia entre su marco mental y el de sus alumnos. Porque no se comprende algo con lo que se dice, sino también en función del marco mental en que se recibe. Cuando nos comunicamos con palabras, en absoluto su significado es un mero ‘significado de diccionario’, sino que cada palabra conlleva una carga semántica mucho mayor, estableciendo una holgura en su interpretación, en función precisamente del marco desde el cual se haga. Por este motivo, cuando un alumno afirma comprender una idea profunda de un autor nada más escucharla, por lo general no la ha entendido, o cuanto menos en toda su riqueza; porque lo que ha hecho seguramente ha sido traerla, traducirla a su marco mental, en lugar de salir de su marco y situarse en el del autor. Ciertamente esta tarea es ardua, imposible de llevar a cabo en un día, pero es la tensión establecida por la asunción de esta circunstancia la que nos lleva a ir estirando o ensanchando nuestro marco mental. Una tarea que no acaba nunca.

Por este motivo, creo que hay que ser muy prudente a la hora de dar por comprendidos ciertos contenidos filosóficos. Como digo, cuando presento ciertas ideas más complejas y algunos alumnos me dicen que lo han comprendido, se me encienden las alarmas pues lo que fácilmente ha ocurrido es que ellos han traducido unas palabras dichas con un sentido diferente. La mente es como una tirana que curva la realidad a su escala, convirtiendo lo nuevo en lo que le es familiar, superando la inseguridad de la novedad en la seguridad de lo acostumbrado; y se necesita un esfuerzo continuado para invertir el proceso.

De hecho, el esfuerzo filosófico pasa, en la medida de lo posible, por salir de nuestro marco para hacernos con el del profesor o el del autor de que se trate. Y esto es algo que todo aprendiz (y todos lo somos siempre) debe tener claro: aspirar a conocer aquello que ni siquiera sé que puedo conocer, pretender comprender aquello que no sé ni siquiera si existe, pero de lo que barrunto su existencia.

Nos damos cuenta, pues, de que la filosofía pasa sobre todo por una actitud, antes que por unos contenidos. Se pueden tener muchos conocimientos filosóficos y no rozar ni de cerca lo que es una vida filosófica, manteniéndonos en una mera erudición, creyéndonos filósofos cuando no somos más que filosoferos, que decía Unamuno. Y en esta ambigüedad estamos todos, pues uno nunca sabe hasta qué punto es filósofo o filosofero, porque en este camino no hay seguridades, no hay balizas que nos guíen; sólo existe la convicción de quien vive honesta y conscientemente en primera persona esta problemática, y aspira a lo que todavía no sabe.

En mi opinión, creo que es tarea de todo intelectual ejercitarse en dicho proceso, en vencer la tiranía de nuestra mente, en tratar en comprender a un autor desde su marco, a sabiendas que esto es del todo imposible, y que siempre lo leeremos poniendo algo de nuestra parte. Lo mínimo que se puede pedir aquí es cierta sospecha cuando todo nos encaja con facilidad, y cierta prudencia en el ejercicio de la comprensión. El creer que ya hemos comprendido sólo indica probablemente que seguimos recluidos en nuestro marco mental, dando pábulo a nuestra vanidad y a nuestra complacencia, incapaces de acceder a ese mundo que queda por conocer más allá de lo que la cárcel de nuestros pensamientos nos permite atisbar.