4 de junio de 2024

Cuando la mente es una tirana

Hablaba en otro post sobre la dificultad que supone que el profesor se haga entender por el alumno, especialmente en el caso de la filosofía. Destacaba allí lo importante que es tener bien presente, sobre todo por parte el docente, la diferencia entre su marco mental y el de sus alumnos. Porque no se comprende algo con lo que se dice, sino también en función del marco mental en que se recibe. Cuando nos comunicamos con palabras, en absoluto su significado es un mero ‘significado de diccionario’, sino que cada palabra conlleva una carga semántica mucho mayor, estableciendo una holgura en su interpretación, en función precisamente del marco desde el cual se haga. Por este motivo, cuando un alumno afirma comprender una idea profunda de un autor nada más escucharla, por lo general no la ha entendido, o cuanto menos en toda su riqueza; porque lo que ha hecho seguramente ha sido traerla, traducirla a su marco mental, en lugar de salir de su marco y situarse en el del autor. Ciertamente esta tarea es ardua, imposible de llevar a cabo en un día, pero es la tensión establecida por la asunción de esta circunstancia la que nos lleva a ir estirando o ensanchando nuestro marco mental. Una tarea que no acaba nunca.

Por este motivo, creo que hay que ser muy prudente a la hora de dar por comprendidos ciertos contenidos filosóficos. Como digo, cuando presento ciertas ideas más complejas y algunos alumnos me dicen que lo han comprendido, se me encienden las alarmas pues lo que fácilmente ha ocurrido es que ellos han traducido unas palabras dichas con un sentido diferente. La mente es como una tirana que curva la realidad a su escala, convirtiendo lo nuevo en lo que le es familiar, superando la inseguridad de la novedad en la seguridad de lo acostumbrado; y se necesita un esfuerzo continuado para invertir el proceso.

De hecho, el esfuerzo filosófico pasa, en la medida de lo posible, por salir de nuestro marco para hacernos con el del profesor o el del autor de que se trate. Y esto es algo que todo aprendiz (y todos lo somos siempre) debe tener claro: aspirar a conocer aquello que ni siquiera sé que puedo conocer, pretender comprender aquello que no sé ni siquiera si existe, pero de lo que barrunto su existencia.

Nos damos cuenta, pues, de que la filosofía pasa sobre todo por una actitud, antes que por unos contenidos. Se pueden tener muchos conocimientos filosóficos y no rozar ni de cerca lo que es una vida filosófica, manteniéndonos en una mera erudición, creyéndonos filósofos cuando no somos más que filosoferos, que decía Unamuno. Y en esta ambigüedad estamos todos, pues uno nunca sabe hasta qué punto es filósofo o filosofero, porque en este camino no hay seguridades, no hay balizas que nos guíen; sólo existe la convicción de quien vive honesta y conscientemente en primera persona esta problemática, y aspira a lo que todavía no sabe.

En mi opinión, creo que es tarea de todo intelectual ejercitarse en dicho proceso, en vencer la tiranía de nuestra mente, en tratar en comprender a un autor desde su marco, a sabiendas que esto es del todo imposible, y que siempre lo leeremos poniendo algo de nuestra parte. Lo mínimo que se puede pedir aquí es cierta sospecha cuando todo nos encaja con facilidad, y cierta prudencia en el ejercicio de la comprensión. El creer que ya hemos comprendido sólo indica probablemente que seguimos recluidos en nuestro marco mental, dando pábulo a nuestra vanidad y a nuestra complacencia, incapaces de acceder a ese mundo que queda por conocer más allá de lo que la cárcel de nuestros pensamientos nos permite atisbar.

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