5 de abril de 2022

El concepto de nación y los nacionalismos

Una de las tareas que creo que es más complicada para cualquier persona, tanto más cuando hay un interés explícito (ya sea por motivos personales, ya profesionales) por otra cultura, o por otra época, es situarse en el cuadro de coordenadas correspondiente. Creo que es inevitable que ese esfuerzo se halle condicionado, cuando no dirigido, por nuestras precomprensiones, por nuestra cosmovisión, la cual, de modo más o menos legítimo, tendemos a proyectarla por doquier. Ya John Stuart Mill nos ponía sobre aviso de la extrañeza que supone para uno el darse cuenta de que para los demás no fuera evidente lo que para nosotros sí. Esta extrañeza, que en teoría nos pueda parecer sorprendente, es lo normal; es normal que cada cultura, cada época, cada grupo social tenga su cosmovisión diferente a la nuestra, y es normal que nosotros seamos conscientes de ello, lo cual no es óbice para que, en la práctica, no dejemos de comportarnos con toda esa carga de sentido inicial, generándonos cierta violencia realizar una comprensión profunda de todos los marcos diferentes al nuestro.

El año pasado, el catedrático Federico Martínez Roda publicó un artículo en la revista de mi facultad en el que realizaba un interesante análisis sobre el concepto de nación, contrastándolo con el de ‘nacionalismo’ en primer lugar, y con el de ‘patria’ en segundo. Tal y como explica, a lo largo de su génesis la idea de nación ha vivido cierta evolución que es preciso conocer para poder opinar de modo consecuente en el panorama político actual, sobre todo español. Su punto de partida se sitúa en la consideración de este concepto desde dos enfoques diferentes, a saber: el francés (y que es el que actualmente está presente en el imaginario de la ONU) y el alemán.

Para comprender bien su diferencia es preciso remontarse en el tiempo, para dar con otro importante concepto, el de soberanía, instituido por Bodino (1530-1596). Este término tiene su origen en la polémica establecida por el derecho a la propiedad, en un momento histórico en el que los Estados pretendían tomar protagonismo frente a la situación dada que dotaba de prioridad en este sentido a las familias. Bodino entendía que la unidad social primaria era la familia, siendo el Estado o sociedad política una entidad secundaria. Consecuentemente, el derecho a la propiedad le correspondía a la familia. Pero, entonces, si la propiedad seguía siendo de las familias, privada, ¿cómo articular el papel del Estado en la nueva configuración socio-política? Para establecer dicho papel propuso, frente al concepto de propiedad, el de soberanía, que define en estos términos: “el poder supremo entre ciudadanos y súbditos no limitado por la ley”. Soberanía tiene que ver, como dice la RAE, con el poder político supremo que se dé en un Estado. Una clara muestra de soberanía es la de un rey, aunque no lo es menos la de una asamblea, por ejemplo.

Y esto es importante, porque la soberanía puede ejercerla tanto una persona como un grupo de personas. De hecho, con el tiempo, la soberanía empezó a ser considerada desde el pueblo (o Tercer Estado), estableciéndose una vinculación entre el pueblo que vivía en un determinado territorio y la soberanía que era capaz de ejercer, todo lo cual acabaría cristalizando en el concepto de nación. La nueva legitimidad ya no está comprometida con el príncipe, sino con el pueblo: es la ‘soberanía nacional’. Esta idea definida por Sieyès se extendió por la Europa decimonónica, identificando la nación como el cuerpo de personas que viven bajo una ley común en un territorio. Frente a un concepto de nación definido geográficamente, esta nueva definición filosófico-jurídica se impuso, apoyada en tres elementos clave: el cuerpo de personas o población, el lugar en el que están asociadas o territorio, y el Estado que establece esa ley común. Desde esta perspectiva, sin Estado no puede haber nación. Éste es el enfoque francés.

El alemán es distinto, y su origen hay que buscarlo sobre todo en Fichte, impulsor de la reacción alemana a su derrota en Jena ante el ejército francés de Napoleón. En ese ambiente de derrota posterior a 1806, Fichte imparte una serie de conferencias que se publicaron como Discursos a la nación alemana, y que curiosamente dedicó a los héroes españoles que se enfrentaron al ejército francés invasor. Lo que hizo Fichte fue promover una respuesta al ejército francés en términos de ‘guerra nacional’, en la que participara todo el pueblo alemán, toda la ‘nación alemana’. Pero claro, en aquel entonces Alemania estaba dividida en 38 Estados (39 si se cuenta con Austria), y ese sentimiento de identidad no era demasiado evidente. Para promoverlo, Fichte apeló a la idea de que la nación alemana ya existía, configurada por el hecho de pertenecer a una misma etnia y de hablar una misma lengua, por el hecho de pertenecer a una misma tradición. A diferencia del planteamiento francés, la nación no estaba referenciada a un Estado, sino que su fundamento era una serie de características objetivas previas a dicho Estado (etnia, lengua, costumbres… lo que se puede englobar bajo la idea del espíritu del pueblo), y en virtud de las cuales éste se podía erigir. Como dice Martínez Roda, «los efectos de las ideas de Fichte en la afirmación de la existencia de una nación, en este caso la alemana, por razones objetivas como la etnia y a lengua, lograron que, finalmente, se formara el Estado nacional alemán».

Esta experiencia del caso alemán fue vivida por Karl Jaspers, a la luz de lo acontecido en la primera mitad del siglo XX. Jaspers explica en su Autobiografía filosófica que tuvo mucho tiempo para pensar durante esos difíciles años, durante los cuales se fue alejando de la ideología del III Reich, e incluso de Alemania como realidad política. Frente a su grupo de personas cercanas, que aspiraban a la victoria del ejército alemán durante la IIGM, él secundaba el discurso de Churchill, y esperaba indicios de un posible vuelco en el desarrollo de la guerra. Entendía ser alemán como el participar de una cultura, de una lengua, de una ascendencia, de una tradición, nada que ver con el ejercicio del poder por sí mismo; el poder que no estuviera al servicio de una tarea, se tergiversaba por esencia. En su opinión, aunque Alemania hubiese ganado la guerra, en su identidad esencial habría dejado de existir como nación. La idea de imperio ya hacía muchos siglos que dejó de ser válida, siendo necesario apoyar la identidad alemana en la lengua y la vida espiritual y religioso-moral que por medio de ella se expresaban, y que daba pie a una multiplicad enriquecedora. Para Jaspers, ser alemán era, antes que pertenecer a un territorio determinado, compartir un mismo espíritu, pero no para que sus miembros se encerraran ensimismados, pues ese espíritu debía ir más allá de las fronteras propias hacia el cosmopolitismo: «parecíame que lo esencial era ser primordialmente hombre y, sobre esta base, integrante de un pueblo».

Si la nación de Sieyès era una nación ‘con’ Estado, la de Fichte era una nación ‘sin’ Estado. En el primer caso, el Estado se vincula con la nación y con un territorio de un modo ―digamos― natural, según el acontecer de la historia; en el segundo, el Estado adviene como consecuencia de un sentimiento de identidad nacional, cuyo origen puede ser diverso. Mientras el primero se vincula a un devenir histórico del que es difícil escapar, el segundo, si bien puede responder también a un proceso histórico dado, puede ser esgrimido por ideólogos de carácter nacionalista, para quienes el hecho de que un pueblo asentado en el territorio de otro mayor, y que comparta ciertas propiedades, debe necesariamente tener un Estado independiente, de modo tan sencillo como destacando o exagerando las diferencias, los conflictos, etc., reales o imaginarios, justificando así la necesidad de su propio Estado. No fue éste el caso de Jaspers, quien ya entonces aspiraba a la creación de una instancia supranacional, «un derecho que por encima de los Estados pudiera amparar al individuo lanzado al desamparo por su propio Estado».

Y dice una frase que no tiene desperdicio:

«Únicamente la solidaridad de todos los Estados podría ser tal instancia superior. Con el principio de no intervención en los asuntos internos de un Estado se dejaba el campo libre a la iniquidad y al atropello. La pretensión de soberanía absoluta implicaba la de poder también cometer crímenes en nombre de ella, pues según un inveterado principio para el rey (ahora para el Estado o la dictadura) no regía la ley. Frente a esta soberanía estaba la responsabilidad que tenían todos los Estados de no tolerar en ninguno las prácticas inicuas y el desamparo ante la ley, puesto que a la larga constituyen una amenaza para ellos mismos».

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