9 de marzo de 2021

Del logos al mito

Ya vimos en este post que el mito no necesariamente se ha de considerar inferior al logos, como si fuera algo superado, que poco nos puede aportar ya; quizá la tarea consista precisamente en recuperar toda su poesía y toda su riqueza, y que la razón especulativa y científica cultive esta dimensión mítica que, lejos de ensoñaciones imaginarias, le permita aprehender la realidad en su totalidad.

En la historia antigua, el tránsito del mythos al logos se va realizando muy lentamente. Es el paso de lo inconcebible a lo concebible, aunque podemos preguntarnos: lo inconcebible y lo concebible, ¿según qué? El mito emplea lenguajes fabulosos, narraciones poéticas, para ofrecernos relatos de cómo han acontecido las cosas. Para el hombre antiguo, todo es posible. «El mito, con todos sus absurdos y enormidades, con todas sus desaforadas exageraciones y con toda la confusión de relaciones, con su despreocupada inconsecuencia y sus juguetonas variantes, no le choca nunca al primitivo como algo imposible», dice Huizinga en su Homo ludens. Pero, ¿se reduce esto a una mera fantasía de una mente ingenua, ajena al uso culto y serio de la razón?, ¿era el hombre primitivo tan ‘irracional’ como se nos quiere hacer pensar?

Quizá, en este uso ‘irracional’ de su razón, pudiera ser que confluyera una actitud hoy perdida, desde la cual afrontar los enigmas más radicales de la vida. Los mitos y los poemas originales responden más a una actitud lúdica que lógica. El poeta juega en y con la naturaleza, y por eso poetiza. Actitud que no por ser lúdica deja de ser seria, todo lo contrario. Sólo cuando, con el avance de la cultura, lo serio se identifica con lo lógico, sólo en ese mismo momento se produce la diferencia entre lo serio y lo lúdico, ajeno por lo demás al espíritu del hombre antiguo. La poetización original pertenecía al ámbito de lo lúdico, sí, pero no por ello era menos ‘serio’ que el discurso más racional.

Por eso los mitos tienen algo de misterio, porque nunca se podrá agotar lo que puede dar de sí; no según un conocimiento científico, verdaderamente, pero sí según un conocimiento de la vida. Dice Rof Carballo en Entre el silencio y la palabra que «los mitos ―por eso lo son, por condensarse en ellos el misterio― jamás agotan su significado y cuando muestran con engañosa claridad una de sus caras debemos estar ciertos de que es entonces cuando más se esquivan».

Dewey extrae una conclusión interesante en El arte como experiencia, donde nos dice que se equivoca quien ve en los mitos ensayos intelectuales del hombre primitivo, incapaz de estudiar científicamente su entorno. Porque, que el conocimiento que aportara efectivamente careciera de una dimensión ‘científica’, ajena sin duda al espíritu de la época, quizá propiciara modos de conocer la naturaleza y de comprender la realidad ajenos al espíritu científico. Quizá, más que el conocimiento que pudiera aportar sobre el mundo, su dimensión lúdica, el deleite en la narración, la incertidumbre de su desarrollo, se erigían en elementos primordiales. No es que los mitos fueran historias para niños: es que su dimensión histórica, afectiva, experiencial, vital, era la preponderante. Una dimensión estética, en definitiva, que también se encuentra presente ―no lo olvidemos― incluso en los pensamientos más abstractos del ser humano: todo pensamiento teórico no deja de ser también experiencial, no deja de ejecutarse en el tiempo, en determinadas circunstancias, en esta situación concreta. Nuestros pensamientos más elevados alcanzan también a nuestras entrañas, porque «si el mantenimiento de lo sobrenatural en el pensamiento humano fuera exclusiva y principalmente un asunto intelectual, sería insignificante»; si todo ello no interpelara a la vida, a nuestra sensibilidad, ¿hubiera tenido continuidad en la historia, no habría quedado olvidado por su poco valor? Y lo mismo cabe decir para el conocimiento científico: lejos de ser algo meramente teórico, «los vuelos de los físicos y de los astrónomos de hoy responden a una necesidad estética de la imaginación, más bien que a una demanda estricta de evidencia sin emoción para la interpretación racional». Algo con lo que sin duda d’Ors o Zambrano estarían totalmente de acuerdo.

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