2 de marzo de 2021

El primer acto del bebé

Cuando un bebé viene a la vida hay ciertos momentos, ciertos hitos de su todavía corta vida, que han sido especialmente importantes en la familia: la primera vez que fija su mirada en nosotros y nos reconoce, cuando sonríe ante alguna gracia, el día que comienza a gatear, o a andar… De todos los que hemos tenido la suerte de disfrutar de esas experiencias, ¿quién no recuerda alguno de estos momentos con especial agrado? De lo que no solemos ser tan conscientes es de que cada uno de estos gestos supone una auténtica revolución para ellos, un auténtico paso adelante en la configuración de su tierna personalidad. 

Al hablar de la relevancia para el niño de estos momentos no me refiero primariamente a lo que es su dimensión biológica. Nuestro organismo, como el de cualquier otra especie viva, por sí mismo va creciendo y desplegándose en la existencia, para lo cual necesita que vaya configurándose, consolidándose sus distintas partes, así como las funciones que estas partes desempeñan, en diálogo con su entorno. Desde este punto de vista cuando un bebé comienza a andar se puede considerar análogo a cuando un pajarito comienza a volar. Pero, como digo, no me refiero primariamente a esto, sino a la significación que tiene para el bebé estos ‘grandes momentos’ de su vida. Porque su importancia no reside tanto en el hecho de hacerlos, sino en su significatividad, en su valor relacional, en cuya ausencia fácilmente el niño no asuma el esfuerzo o la angustia de pasar por dicha experiencia hasta cierto punto ‘traumática’.

Si esto es así es porque —como dice Cyrulnik— cuando el niño está privado de un entorno de confianza, estos momentos no dejan de tener un valor meramente motor, biológico, lo cual no es suficiente para satisfacer el despliegue existencial de una vida humana. Es fácil que, al no contar con el ‘calor’ y el ‘apoyo afectivo’ según el cual estos actos adquieren significatividad para él, evidentemente de modo no consciente, no le atribuirá ningún valor relacional (independientemente de que su organismo ya esté lo suficientemente dotado para ello) y, en consecuencia, no acometerá esas aventuras, o las dilatará en el tiempo.

«Cuando el niño se ve privado del entorno, el esfuerzo de ponerse en pie es un mero acto motor sin valor relacional. Un niño sin medio humano nunca atribuirá una función de relación a ese impulso de sostenerse sobre las piernas. Posee todas las competencias necesarias para caminar, pero al carecer de la fuerza modeladora de la emoción del entorno, no intentará nunca el esfuerzo de caminar, desprovisto de sentido, para él, en dicho contexto», dice Cyrulnik.

A veces ocurre que los bebés no realizan sus grandes momentos (comenzar a gatear, comenzar a andar, señalar cosas con el dedo, etc.) en aquellas horquillas de tiempo en las que es lo acostumbrado hacerlo, según un desarrollo ‘normal’ en nuestra especie. Ello se puede deber a diversos motivos, aunque no es infrecuente —todo lo contrario— que ello se deba a un entorno humano inadecuado. Con esta inadecuación me refiero a entornos de imprevisibilidad, de desconfianza, de desconcierto, en los que el bebé no sabe a qué atenerse, se siente inseguro, de modo que tiende a quedarse en ‘lo conocido’, sin sentirse lo suficientemente motivado para emprender nuevas aventuras: la angustia y el temor vencen a la curiosidad por la novedad. Sus recursos los destina a mantenerse a salvo en ese entorno de incertidumbre, cuando si ese asunto estuviera ya salvado, los dedicaría a adentrarse en ‘lo desconocido’, buscando experiencias nuevas, recibiendo con gusto nuevos sabores, queriendo jugar con otros juguetes. Incapaz de asumir la ansiedad connatural ante lo desconocido, se centra en mantenerse a flote en la inestabilidad de su día a día; la aventura ya no le divierte, sino que le amenaza.

Esto no es algo que se dé únicamente en los casos más acentuados y que podemos calificar como ‘clínicos’ sino que, en mayor o menor medida, son frecuentes en nuestros hogares, en cualquiera de ellos, también en el nuestro. Sólo desde cierta preocupación y sensibilidad pueden detectarse. Todos hemos oído las escalofriantes historias de niños que han crecido encerrados en los sótanos de las casas de unos padres desequilibrados, los niños ‘bajo llave’ que se dice, y lo que les ha supuesto de negativo —como no podía ser de otro modo— para su personalidad. Pues bien, sin llegar a esos extremos, muchos niños de nuestra sociedad han sido víctimas de la ausencia de un entorno afectivo estable y de confianza inicial, lo que quedará como una huella en su personalidad futura, generando desequilibros que tenderán a satisfacer neurótica o psicóticamente: un deseo insaciable de hacerse querer, necesidad de seducir, de imponerse violentamente, etc., modos encubiertos de suplir una carencia afectiva que en su día no fue satisfecha adecuadamente, y que se hará presente tanto de niños como de adultos, hasta que posean la capacidad de enfrentarse a estas situaciones de conflicto para poder superarlas.

1 comentario:

  1. "muchos niños de nuestra sociedad han sido víctimas de la ausencia de un entorno afectivo estable y de confianza inicial, lo que quedará como una huella en su personalidad futura". Con respecto a este artículo puedo decir que yo crecí con pequeños traumas y ahora en mi adultez es que lo he podido confrontar y superar. Cuando nací, mi padre al tener antes dos hijas, deseaba tener un niño. Y cuando yo nací no me quería, en mi niñez me lo decían y en mi adolescencia también, sin saber el daño que me podían ocasionar. Yo inconscientemente sentí que no era deseada. Y siempre buscaba en mis relaciones querer agradar a los demás, esto supuso el sentirme mal conmigo mismo porque nunca lo lograba. Y además hacía muchas cosas que mayormente lo hacen "los niños" para buscar el agrado de mi padre. Bueno, ya es historia superada.

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