16 de febrero de 2021

El análisis del lenguaje de Berkeley

La crítica que realiza Berkeley a la posibilidad de poder representarnos ideas abstractas (tal y como vimos en este post) no es casual ni arbitraria, sino que responde a una estrategia de la que él es muy consciente, como es poner en evidencia ese modo de pensar y de conocer en los que son piedra de toque dichos conceptos, a saber: el racionalismo. Ya hemos visto cómo —desde su argumentación— no son posibles, ni falta que nos hacen para el conocimiento, pues muy bien podemos ejercer el conocimiento apoyados en las nociones universales, así como en sus relaciones. Y, todo esto, ¿para qué? Pues esta investigación trae una gran ventaja, ya que puede sacar a la luz pautas de conocimiento o modos de pensar que pueden no ser tan fidedignos como en un principio se pudiera pensar. Se puede entender a Berkeley como uno de los primeros representantes que van a trasladar la crítica del conocimiento a una crítica del lenguaje, anteponiendo una crítica que posteriormente se le hará a Kant, como es su apoyo total a las posibilidades de la razón. Claro, Berkeley no es ni Herder, ni Nietzsche, ni Humboldt, pero no es menos cierto que él ya se cuestionó hasta qué punto es idóneo el lenguaje para decir el mundo, o incluso decirse a sí mismo. Él fue de los primeros que vio los peligros del lenguaje: el principal problema no va a ser la posibilidad de que los sentidos nos engañen (Descartes) sino la posibilidad de que las que nos engañen sean las palabras.

Da así el último paso antes de acometer la exposición positiva de su pensamiento, de lo que según él son los principios del conocimiento humano, que es en definitiva el objetivo de su obra. Y este último paso consiste en reflexionar sobre por qué ha sido común que los más sabios de entre los hombres se hayan dejado llevar por ese error, por el de confiar su conocimiento a los conceptos abstractos. Y su conclusión es que ello es debido al uso del lenguaje (§18), desde el cual se establece un paralelismo evidente entre estas ideas abstractas y los conceptos lingüísticos, tal y como dice Locke. Pero esto no está tan claro para él.

En primer lugar, porque no es cierto que cada palabra tenga un único significado, preciso y definido, de modo que la idea abstracta se constituya en el sentido inmediato de tales palabras; si fuera así, efectivamente gracias a esta correlación entre idea abstracta y lenguaje, un nombre genérico sería aplicable a muchas cosas particulares. Pero según Berkeley eso no es cierto en el sentido de que de una definición no se sigue en absoluto una idea abstracta determinada. ¿Qué quiere decir esto exactamente? Fiel a su línea argumentativa, y partiendo de que la función del lenguaje es comunicar nuestras ideas (entendamos ‘ideas’ en la mentalidad de la época, como representaciones mentales), Berkeley entiende que se ha realizado una proyección inapropiada enlazando ideas con palabras, dando por hecho que toda significante se asocie a una idea. Pero una cosa es que con una palabra podamos designar a varios particulares, muchos si se quiere, y otra muy distinta es que designe a un concepto abstracto. Además de que el lenguaje muy bien puede utilizarse no para comunicar ideas, sino para otros fines, como para suscitar una pasión, disuadir a alguien de algo, o inducir a una acción, etc.

Por lo tanto, concluye Berkeley: «el lenguaje ha sido el origen de las ideas generales abstractas, debido a un doble error: que cada palabra tiene una sola significación, y que el único fin del lenguaje es la comunicación de las ideas» (§20).

Dicho esto, realiza un par de afirmaciones interesantes. Dice nuestro obispo: «No se puede negar que las palabras son de una utilidad muy apreciable. (…) Pero al mismo tiempo hay que reconocer que muchísimos de esos conocimientos han quedado embrollados y oscurecidos por el abuso de las palabras y por la forma en que se ha querido darlos a entender» (§21). De ahí que él trate de no abusar en su uso, e intentar ser lo más riguroso posible en su empleo, actitud prudente que, como él mismo dice, no puede sino traer muchas ventajas. Con la segunda afirmación que comentaba y, haciéndose eco de la claridad y distinción característicamente cartesiana, aunque en un sentido diverso, insistirá en que es preciso, para que el conocimiento avance por la senda de la claridad y de la distinción, que no se apoye tanto en palabras y conceptos generales como en la percepción de los objetos, ante los cuales no se puede engañar; camino que, si nos fijamos, es totalmente opuesto al del racionalista Descartes. Dice Berkeley: «Mientras mi pensamiento se limite a las ideas despojadas de toda palabra, no creo que pueda caer fácilmente en el error. Los objetos que considero los conozco clara y adecuadamente, no me puedo engañar pensando que tengo una idea que en realidad no poseo. Ni me será posible imaginar que mis ideas son semejantes o diferentes si en realidad no lo son» (§22). Y continúa que, para la concordancia o discrepancia que pueda haber entre las ideas que aparecen en mi mente, qué ideas componen a otras y cuáles no, «simplemente me basta una percepción atenta de lo que sucede en mi propio entendimiento», el cual sería como un escenario en el cual las ideas claras y adecuadas se irían sucediendo en función de las leyes que rigen la percepción sensible. Las ideas, pues, no se deben a una proyección realizada desde un lenguaje con el que está muy lejos de establecer una relación de biunivocidad, sino que se deben sencillamente a cómo van surgiendo al percibir los objetos clara y adecuadamente.

Es consciente de que hay una tradición muy potente para vincular conceptos con ideas, y estos con la realidad: de hecho, esto era el argumento de Locke, para quien es la existencia de estos signos generales del lenguaje lo que nos pone en la pista de ideas abstractas, como explica Lema-Hincapié; por este motivo, también es consciente de que hace falta un esfuerzo grande para superar dicha traba, ya que a través de los siglos ha quedado un ‘hábito universal’. Pero entiende que esto es necesario, porque el caso es que así se daba pie a un error muy importante, a saber: que «mientras el hombre creyó que las ideas abstractas iban anejas a las palabras, no era de extrañar que sus elucubraciones y disputas versaran sobre palabras más que sobre ideas» (§23), es decir, sobre entelequias que no necesariamente tenían que ver con la realidad. La razón se enredaba en palabras y conceptos abstractos, cuando es mucho más fácil dejar que sea la misma percepción de los objetos la génesis de dichas ideas.

Es así como Berkeley nos previene del ‘engaño de las palabras’; y así, si ya sabemos que no poseemos ideas abstractas sino ideas particulares, no malgastaremos nuestro tiempo buscando ideas generales allí donde no las podemos encontrar. «Sería, por tanto, de desear que todos se esforzaran en adquirir una visión clara de las ideas que se han de considerar, desembarazándolas de todo ropaje y estorbo de las palabras, que en tan grande manera contribuyen a cegar el juicio y dividir la atención» (§24). Los principios del conocimiento no pueden estar en las palabras, sino en los propios objetos.

3 comentarios:

  1. si el objeto queda indefinido ,dejará un vacio de realidad en tu existencia...ojo

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  3. Bueno, lo que queda vacío es la idea abstracta... ¡según Berkeley!

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