7 de agosto de 2018

Memoria emocional y educación no consciente

Freud llamó la atención sobre un fenómeno que, si bien era (y es) conocido por todos, no acababa de ser explicado adecuadamente en términos científicos. Es conocido que, de adultos, difícilmente podemos recordar sucesos que nos ocurrieron cuando contábamos con pocos años de edad, ya no cuando somos bebés (lo cual puede ser más o menos evidente) si no, por ejemplo, a partir de los dos años, época en la que, si bien todavía no contamos con una inteligencia lingüística desarrollada (que suele ocurrir un poco más tarde), sí que podemos realizar operaciones cognitivas de cierta complejidad (podemos ya hacernos entender, podemos relacionarnos…). Y el caso es que, si ya tenemos desarrollado a un nivel considerable nuestra facultad cognitiva, ¿cómo es que no podemos tener recuerdos de entonces? El paso del tiempo no debe ser una causa suficiente, pues sí que recordamos sucesos de un par de años más tarde y, desde el estado de adulto, no hay mucha diferencia entre recordar un suceso de hace treinta y cinco años a otro de treinta y siete. La causa debía estar en otro lugar.

Efectivamente, hoy sabemos que la causa se encuentra en otro lugar. Para poder explicarla, es menester atender a los diferentes procesos que tenemos para memorizar; o, mejor dicho, para realizar aprendizajes los cuales, en definitiva, son un modo de memorizar: aprender conductas. Son dos procesos independientes, pero íntimamente relacionados, de modo que en los adultos se suelen dar en perfecta sincronía (salvo trastornos puntuales), pero que responden a procesos fisiológicos diferenciados.

Lo usual entre nosotros es que asociemos cualquier aprendizaje con un aprendizaje cognitivo, que tiene que ver con un aprendizaje que podemos recordar y, consecuentemente, expresar verbalmente, pensar sobre él, ser conscientes de él, etc. El proceso según se va originando este tipo de aprendizaje (que podemos considerar a largo plazo) se localiza en el seno del lóbulo temporal, entre las zonas corticales y el hipocampo. Lo que aquí ocurre es la ‘generación’ de este tipo de memoria (estrictamente hablando, el aprendizaje o la génesis de los recuerdos a largo plazo), ya que su almacenamiento se dará en el ámbito cortical, no en el hipocámpico.

Pero éste no es el único modo que tenemos de aprender, o de memorizar conductas. Hay otra vía que tiene que ver con un aprendizaje que no es cognitivo, sino de otra índole: es un aprendizaje o memorización emocional, que se da porque ante determinados estímulos o sucesos, los identificamos como relevantes para nosotros por la carga emocional que suponen para nosotros, carga emocional que es precisamente la que nos lleva a mantenerla en nuestro sistema de almacenamiento. Este aprendizaje se da de modo diverso al anterior, centrándose en el núcleo amigdalino, lugar en el que se procesa mayoritariamente nuestra dimensión emocional. Este aprendizaje emocional es algo que se da en los seres vivos en general: si un animal va a beber a un estanque, y un día se encuentra con un depredador, a partir de ese momento cada vez que se acerque a beber agua irá con la precaución debida. El animal percibe muchas cosas, pero retiene (emocionalmente) aquellas que son significativas para él, en este caso para su supervivencia.

¿Qué tiene que ver todo esto con el problema planteado por Freud? Pues según parece mucho, pues ocurre que los niños tienen desarrollada la capacidad de aprendizaje emocional, pero no la hipocámpica; y esto es así porque, fisiológicamente hablando, el núcleo amigdalino se desarrolla más rápidamente que el hipocámpico, con lo cual los niños pequeños poseen capacidad de aprendizaje, pero no capacidad de aprendizaje cognitivo sino emocional.

Mediante el aprendizaje emocional se aprenden conductas y actitudes, pero sin ser conscientes de que se han aprendido, y sin saber muy bien por qué ni en qué situaciones.

Este aprendizaje no es para nada extraordinario; todo lo contrario, en el reino animal es el más frecuente, y tiene un peso muy importante en nosotros, pues suele ocurrir que nuestras facultades cognitivas se encuentran inevitablemente ‘coloreadas’ emocionalmente. Démonos cuenta de que cuando nosotros recuperamos un recuerdo a largo plazo, cognitivamente hablando ese recuerdo no posee ninguna dimensión emocional, sino que desde el punto de vista afectivo es un recuerdo neutro; dicha coloración emocional dependerá de dos cosas: de la memoria emocional que lleve aparejada de cuando tal recuerdo se fraguó, y de la vivencia emocional actual en el momento del recuerdo. Es decir, cuando recordamos algo a largo plazo, muy bien puede traernos la misma representación emocional que cuando se generó, o podemos sentir las emociones correspondientes al momento actual en que lo estamos recordando, en que lo estamos actualizando en nuestro presente. Un hecho puede ser traumático cuando lleva aparejado exageradamente dicho recuerdo emocional.

Pues bien, si he traído todo esto a colación es por la repercusión tan relevante que tiene en un tema que me parece especialmente relevante, como es el de los procesos educativos no conscientes (y a los cuales les he dedicado no pocos posts), los cuales suelen darse en edades tempranas de nuestras vidas, y condicionan fuertemente (no definitivamente) nuestras conductas y actitudes de adultos, incluso clínicamente en ocasiones. Son aprendizajes que realizamos de niños, normalmente en ausencia de la consciencia y de la cognición, pero que se imprimen profundamente en nuestras estructuras personales, generando conductas y actitudes —como digo— las cuales, al identificarlas ya de adultos, tenemos que hacer un importante esfuerzo para comprender su origen. En este sentido, una estructura emocional serena y estable, contribuye sin lugar a dudas a una vida adulta equilibrada y confiada, con capacidad para afrontar las vicisitudes de la vida con un tono vital moderado, así como para relacionarse con las cosas y con las personas. Pero, por desgracia, no siempre es así.

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