24 de octubre de 2015

¿Acaso soy yo el responsable de mis actos?

Llegamos ya casi al final de nuestro recorrido por estas páginas. En estos últimos capítulos (antes del Epílogo y del Post scriptum), Hannah Arendt se dedica a relatar los últimos días del juicio a Eichmann con toda la sucesión de testigos, etc., así como a relatar su historia personal desde el fin de la guerra hasta el pleito: sus últimos días en Alemania, la huida a Argentina, su captura,…

El juicio dictó sentencia considerando esta especie de máxima de que «el grado de responsabilidad (ante un acto criminal) aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal», para recaer en aquél que dictó la orden. Esto se le aplicó a Eichmann, quien finalmente fue acusado de haber realizado delitos ‘contra el pueblo judío’, es decir, contra los judíos con el ánimo de destruir su pueblo. Y ello de cuatro maneras: siendo causante de la muerte de millones de judíos; situando a millones de judíos en condiciones conducentes a su destrucción física; causándoles graves daños físicos y mentales; y dando órdenes de interrumpir la gestación a mujeres judías embarazadas impidiendo que dieran a luz. Y le absolvieron de otros cargos. La condena correspondiente fue la pena de muerte.

Lo sorprendente de todo esto (por lo menos para mí) es que Eichmann —según sus propias palabras— nunca odió a los judíos, ni nunca deseó la muerte de ninguno de ellos. ¿Por qué lo hizo entonces? Según relata en su declaración, su única culpa fue su profesionalidad, su obediencia, siendo los verdaderos responsables sus jefes que abusaron de su bondad. Él era una víctima de la maquinaria nazi, y eran los dirigentes los que realmente merecían el castigo. No era el monstruo en que querían convertirle —decía— sino una persona que había sido manejada. No obstante, finalmente la pena fue ejecutada.

Hubo personas que no querían que Eichmann fuera ejecutado. Unos porque consideraban que era un mero chivo expiatorio que Alemania había abandonado en manos de la justicia israelita, en contra incluso de las disposiciones de la justicia internacional. Otros —entre los que estaba Martin Buber— por entender que con dicha ejecución muchos (jóvenes) alemanes expiarían sus sentimientos de culpabilidad. Arendt es especialmente crítica con este ‘sentimiento de culpabilidad’ de la sociedad alemana. Puede ser más o menos fácil sentirse culpable por todo lo que ha hecho la gente de tu país, y estar arrepentido. Pero más difícil es tomarse ese sentido de culpabilidad en serio. En la época en que el juicio se estaba celebrando, muchos dirigentes alemanes investidos de autoridad política y jurídica, eran realmente culpables por todo lo que hicieron y consintieron durante la guerra. Ante esa flagrante situación, ¿no sería lo lógico que surgiera un fuerte sentimiento de indignación hacia ellos por parte de los otros miembros de la sociedad? Pero claro, eso suponía un enfrentamiento y un riesgo ya no de morir o de ser mutilado (ya no eran tiempos de guerra), pero sí de ver truncada una carrera social, por ejemplo. Es fácil dar la imagen de un arrepentido; llevarlo hasta sus últimas consecuencias arremetiendo con los responsables es más difícil. Pero si no se va a hacer esto, por favor que no digan nada de lo otro; en tal caso no es más que un mero sentimentalismo barato. No hay que decir que todo esto le granjeó no pocos problemas mediáticos a la autora.

Todo esto nos tiene que dar para pensar. Y enlaza con lo que decía Eichmann de que era tan sólo una víctima. Salvando todas las distancias del caso que nos ocupa, ¿hasta qué punto uno es responsable de lo que hace, cuando lo hace presionado por sus dirigentes? Recuerdo unos cursos que impartí a gente trabajadora en diversas empresas, en los que en alguna de las sesiones se tocaban precisamente estos temas: ante presiones de los superiores, ¿hasta qué punto es lícito que hagamos algo que va en contra de nuestros principios morales? En teoría es muy fácil (enseguida nos sale que no hay que hacerlo, claro) pero en la práctica, cuando está en juego un puesto de trabajo, un sueldo, una familia que mantener... ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar? Quizá el problema de la banalidad del mal haya que buscarlo por aquí, cuando uno tiene que arriesgar demasiado para mantener a salvo sus convicciones, relativizando aquello que no se puede relativizar, y en vez de asumir la propia responsabilidad y tomarse su vida en serio, justificando ante sí mismo lo injustificable y arrastrando con esa decisión a gente inocente.

Aunque seguramente a menor escala, es algo que nos ocurre a cada uno de nosotros en la cotidianeidad de nuestras vidas: con cierta facilidad tenemos que ‘obedecer’ órdenes de dudosa legitimidad ética, o nos ‘vemos obligados’ a hacer cosas por las circunstancias. La pregunta es: ¿somos responsables o no, o las circunstancias que nos rodean son suficientemente válidas para justificarnos moralmente y liberarnos de nuestra responsabilidad ética? No es una pregunta fácil de responder, sobre todo si está en juego como digo nuestro trabajo, nuestro salario, el bienestar de la familia, incluso en ocasiones nuestra integridad personal,… Supongo que desde la distancia y pensando a nivel teórico, todos lo podemos tener más o menos claro; pero en el caso concreto y en las circunstancias concretas, a lo que habría que añadir además el perfil psicológico del individuo, las cosas se hacen más complicadas. ¿Será cierto, como decía Kant, que las personas no tenemos precio sino dignidad? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar? No puedo sino acordarme de una viñeta que leí de Groucho Marx (tampoco sé si es cierta o no, pero es muy ilustrativa).



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