20 de octubre de 2015

La imposibilidad de no educar emocionalmente

Tendemos a pensar que la mejor forma de atender a la realidad es conceptual y volitiva, cuando quizá sea lo afectivo lo que más nos ayuda a estar íntimamente situados en ella, aunque de diferente manera. Entender esa manera diferente se nos escapa; nos obliga a cambiar nuestras estructuras de conocimiento y de comportamiento. Nos obliga a mirar las cosas de modo diferente. Se trata de un modo de atender a las cosas y a nosotros mismos no tan concreto y definido, sino de forma más difusa y ambital. No podemos educar emocionalmente a nuestros hijos de la misma manera que les enseñamos que dos más dos son cuatro, porque los sentimientos se transmiten sobre todo ambitalmente, atmosféricamente.

Educar emocionalmente no es enseñar lo que se ha de sentir en un momento dado, tal y como enseñamos a responder cuánto vale la incógnita de una ecuación. De lo que se trata es de educar para crecer con cierta serenidad de ánimo y con cierta moderación emocional, desde donde es permitido que afloren de modo natural los sentimientos personales. Es complicado dar una definición exhaustiva, pero de forma breve se podría decir que una persona educada emocionalmente sería aquella que vive y exterioriza moderadamente sus estado de ánimo; una persona que lo que siente se da en una correspondencia más o menos razonable con su entorno, una persona afable, serena, pero que no duda en sacar su genio cuando la ocasión lo merece,… Esto no es fácil. A menudo no dejamos aflorar nuestros sentimientos porque nos sentimos amenazados: ¿cuántas veces hemos reprimido un enfado, unas lágrimas, una risa,… por miedo a pensar que no era el momento adecuado, o que nos iba a costar un desencuentro,…?

Y en línea de continuidad con el anterior post, cómo va generándose en el educando una sensibilidad sana, estable y moderada, tiene que ver y mucho con lo que hacemos y transmitimos no cuando somos conscientes, sino precisamente cuando nos comportamos inconscientemente, porque en esos momentos nos estamos comportando como realmente somos, sin representar ningún rol ni ningún papel. En esos momentos no estamos transmitiendo nada en concreto: sencillamente somos, y transmitimos aquello que somos, nada más.

Más que hablar de procesos inconscientes, creo más adecuado hablar de procesos ‘no conscientes’, por la carga de significado que va asociado a lo inconsciente. Además que creo que efectivamente son procesos que no caen en el ámbito de la inconsciencia, sino que forman parte de nuestra actividad consciente, cotidiana, normal, sólo que no caemos en la cuenta de ellos, no somos conscientes de ellos. Pues bien: es en esos procesos no conscientes donde normalmente transmitimos de forma singular a las personas cercanas todo esa ‘información’ no concreta, difusa, en la que cabe incardinar lo afectivo.

Todo este ‘aprendizaje’ es un proceso que dura toda una vida… y no se acaba. Y además no sólo influye lo que hayamos aprendido durante nuestra infancia, sino que influye y mucho lo que hagamos con nosotros mismos en nuestra época adulta. Pero qué duda cabe, que lo que hagamos en nuestra edad adulta ‘se monta’ sobre nuestros aprendizajes previos. De ahí la importancia de lo recibido de pequeños. Todo esto que hemos vivido, si bien no nos determina, sí que nos condiciona en nuestros años futuros. Y ahí entramos nosotros —los educadores—, en lo que podamos transmitir a nuestros hijos, que en principio ellos lo aprenderán, y que les va a condicionar —no a determinar— el resto de sus vidas.

Tampoco hay que ser tremendistas, pero sí ser conscientes de la importancia de la labor educativa, en todos sus aspectos (también para con uno mismo). Vaya por delante que, según mi experiencia, los padres, los educadores,… no lo hacemos tan mal. En general queremos a nuestros hijos, y ese amor les es transmitido día a día, y les cala, les llega. Otra cosa es que lo podamos hacer mejor, y eso también es cierto. Siempre se puede hacer mejor; siempre se puede aprender más, y aprovechar ese aprendizaje para crecer. Y si lo podemos hacer, si podemos educar mejor a nuestros hijos o a nuestros alumnos… ¿por qué no intentarlo? Ellos lo merecen. Ellos… y nosotros también, porque si bien todo esto que estamos hablando tiene que ver con mejorar nuestro modo de educar, sin duda va a refluir sobre nosotros mismos, ayudándonos a crecer a nivel personal. De alguna manera, la estima que tengamos por nosotros mismos está íntimamente relacionada con la que tengamos por ellos, y viceversa.

Desde este contexto, los profesionales ponen de manifiesto la carencia de unas pautas educativas adecuadas desde las cuales los niños adquieran tal inteligencia emocional. Es preciso, pues, una educación emocional, una transmisión de determinados patrones que permitan a los niños adquirir destrezas afectivas, emocionales, etc. Y este dato es importante: hay que hablar de una carencia de educación emocional, y no de una ausencia de transmisión de patrones emocionales. Porque cuando decimos que los niños —o los adultos— no poseen una inteligencia emocional, a mi entender tal expresión no es exacta: claro que la poseen, pero el caso es que aquella que poseen es disfuncional. Pero todos tenemos una determinada inteligencia emocional, mejor o peor, más o menos funcional, que hemos adquirido y que vamos a transmitir: nuestro cerebro es más artesanal de lo que nos pensamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario