1 de octubre de 2015

¿De qué va esto de la educación emocional?

Cuando en el anterior post hablaba de los procesos no conscientes de la educación (que de hecho pueden ser extendidos a cualquier contexto relacional, no necesariamente pedagógico), decía que en principio quería centrarme más en los aspectos emocionales de esos procesos, pero que ‘inevitablemente’ saldrían a colación los aspectos cognitivos y conductuales. Pensando un poco en esto puede parecer paradójico, porque tradicionalmente lo que se ha entendido como educación estaba mucho más relacionado con la inteligencia y con la voluntad (aprender cosas, comportarse de un determinado modo) que con el mundo de las emociones y de los sentimientos. Tradicionalmente, lo emocional ha sido considerado como un elemento hostil ante el cual habíamos de permanecer alerta, pues fácilmente complicaba la ‘educación’ realizada a base de inteligencia y voluntad.

Parecía que el crecimiento como personas giraba en torno a estas dos facultades, pudiendo prescindir en tal tarea de los sentimientos. Normalmente se pensaba que los sentimientos no contribuían a la estabilidad del ser humano, todo lo contrario: lo sentimental favorecía la dispersión y nos ‘distraía’ de lo ‘verdaderamente’ importante: lo que sé y lo que hago. La cuestión que surge inmediatamente es: ¿es beneficioso para la persona este planteamiento, es beneficioso desplazar el fiel de la balanza hacia inteligencia y voluntad, ninguneando el peso de lo afectivo? Y todavía más importante: ¿es posible, desde un punto de vista antropológico, semejante empeño?, ¿podemos sesgar el mundo emocional en el ser humano? ¿O lo que ocurrirá será que las emociones, lejos de ser suprimidas, permanecerán ocultas, ignoradas, pero presentes en lo profundo de nuestra personalidad, buscando cualquier resquicio para aflorar como ocurre, por ejemplo, cuando una gran masa de agua fisura el gran muro de una presa?

Nos solemos fijar en cómo se comporta una persona y en su capacidad intelectual para saber si va a ser capaz de desenvolverse en la vida. Así, decimos que cuando alguien realiza estas funciones de modo satisfactorio, es alguien… ‘normal’. Pero aquí hay que distinguir dos cosas: lo que se considera ‘normal’ y lo que se considera ‘sano’. Porque para nada una persona ‘normal’ es una persona ‘sana’; del mismo modo que un alumno que aprende los contenidos correspondientes a su curso y se comporta de un modo ‘normal’, no implica que a nivel afectivo sea una persona sana. Para nada. Claros ejemplos (aunque un poco extremo, pero no por ello menos real) son los de estas personas que un día se encuentran con que su vecino, ese chico tan simpático y tan educado, resulta que era un asesino en serie. “¿Cómo puede ser? ¡Pero si todas las mañanas me ayudaba con la bolsa de la compra! No me lo puedo creer. Con lo majo que era”. Pues sí. Su comportamiento era normal, pero para nada era sano.

La educación ha estado articulada alrededor de inteligencia y voluntad, pero no de afectos. Supongo que es más fácil hacerlo así. Para un educador es más fácil transmitir unos contenidos para que sean aprendidos, y trasladar unas actitudes o comportamientos para que sean respetados, que adentrarse en el pantanoso mundo de los sentimientos y los afectos. Mientras lo otro vaya bien, ¿para qué nos vamos a meter en semejante lío? Si los niños aprenden la materia y se portan bien, pues ya está claro, ¿no? Pero el caso es que con ello nos dejamos fuera un aspecto que cada vez se considera más relevante en nuestras vidas.

¿Se pueden educar las emociones?; y si se puede: ¿cómo hacerlo? En definitiva: ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de ‘educación emocional’? Quizá se pueda pensar en tener las emociones controladas, sin dejarlas aflorar viviendo en una especie de neutralidad o de atonía sentimental. Quizá se pueda pensar que consiste en ser conscientes de nuestras emociones y saber identificarlas (que no es poco). Quizá se podría añadir que tiene que ver con saber gestionarlas ante las vicisitudes de la vida. Pero, ¿qué quiere decir esto exactamente?, ¿cómo gestiono yo mis emociones? ¿Se trata acaso de ‘corregirlas’ desde mi esfuerzo cuando afloran y me incomodan? Si estoy triste y no es lo que toca, no pasa nada pues pongo cara de contento y ya está. ¿Se trata de eso?

En fin, estas preguntas no son de respuesta fácil, y a lo largo de la historia del pensamiento han sido planteadas muy recientemente. Cierto es que desde siglos atrás ha habido intuiciones muy interesantes sobre la vida afectiva y demás, pero también lo es que todo eso no ha sido tratado temáticamente hasta hace relativamente poco tiempo. Tenemos que darnos cuenta de que las emociones o los sentimientos no son algo malo, como tampoco lo son ni la inteligencia ni la voluntad. Y no sólo no son algo malo, sino que los sentimientos son indispensables, no podemos no contar con ellos. Podemos no considerarlos, pero no por ello dejarán de estar; y si no los consideramos, lo único que conseguiremos serán personas truncadas afectivamente, con la posterior desestabilización y desestructuración que ello implica a nivel personal (aunque seamos ‘normales’). Tenemos que acostumbrarnos a ver los sentimientos como un elemento clave (tanto como los otros dos) para una vida lograda; y a comprender que una vida vivida sin una afectividad sana es una vida castrada, reducida, incompleta.

Lo que sí que hay que hacer es saber de qué estamos hablando cuando hablamos de sentimientos, o de afectividad humana. Nuestra cultura occidental no contribuye demasiado a esto; más bien propende a una sensiblería blanda que más que acercarnos nos aleja del núcleo de nuestra verdadera humanidad. Quizá haya que atender a formas más profundas de afectividad; no tanto a emociones y sentimientos al uso (que también), ni tampoco a esos estados afectivos que los subyacen, como los estados de ánimo, sino a lo que es esa componente afectiva profunda que tenemos en el interior de nuestro ser, ese sentimiento de fondo, esa especie de tono vital que nos acompaña de continuo en nuestras vidas. No se trata de dejar la afectividad a su antojo, sino de integrarla en una vida global, junto con lo cognitivo y lo conductual, que es distinto. ¿A alguien se le ocurriría dejar la voluntad a su antojo? ¿Qué me ocurriría si hiciera en todo momento lo que me viniera en gana? Probablemente pronto me encontraría con la realidad de las cosas y con la realidad de los otros para ponerme en mi sitio, encuentro que sería de todo menos agradable. Como digo, si somos capaces de integrar holísticamente la afectividad en nuestras vidas, contribuiría sin duda a una mejor realización; realización intelectiva, volitiva y… afectiva. ¿Por qué lo sentimental no puede ayudarme a ser mejor persona?

No hay comentarios:

Publicar un comentario